Francisco Fernández-Carvajal 24 de julio de
2019
@hablarcondios
— El pecado es el mayor engaño que puede sufrir el
hombre y el único y verdadero mal.
— Los efectos del pecado.
— La lucha contra las faltas veniales. Amor a la
Confesión.
I. El pueblo judío,
después de su experiencia en el desierto, conocía bien la importancia del agua.
Encontrar agua en medio del desierto era hallar un tesoro, y se guardaban los
pozos más que las joyas, pues de ellos dependía la vida. La Sagrada Escritura
habla de Dios como de la fuente de las aguas vivas; el justo
es como un árbol plantado junto al borde del agua viva1,
que produce frutos incluso en tiempo de sequía2.
En el coloquio con la mujer samaritana, Jesús
manifestó que Él es la fuente capaz de saciar a las almas con agua viva3.
En la fiesta de los Tabernáculos o de las Tiendas,
en la que los judíos recordaban su paso por el desierto acampando en tiendas,
Jesús se presenta como el único que puede apagar la sed de las almas. En
el último día –escribe San Juan–, el día más solemne de la
fiesta, estaba allí Jesús y clamó: Si alguno tiene sed, venga a Mí, y beba
quien cree en Mí. Como dice la Escritura, brotarán de su seno ríos de agua viva4.
Solo Cristo puede calmar la sed de eternidad que Dios mismo ha puesto en
nuestro corazón, solo Él puede hacer que nuestra vida sea fecunda. Muchos
Santos Padres han visto en el costado abierto de Cristo, del que brota sangre y
agua, el origen de los sacramentos5,
que dan la vida sobrenatural.
En este contexto nos suenan con especial fuerza hoy en
la oración las palabras del Profeta Jeremías al hablarnos del abandono de su
pueblo y, en un sentido más amplio, del pecado de los hombres, de nuestros
pecados: Espantaos, cielos, horrorizaos y pasmaos... Porque dos
maldades ha cometido mi pueblo: me abandonaron a Mí, fuente de agua viva, y
cavaron aljibes agrietados, que no pueden contener el agua6.
Todo pecado es separación de Dios. Se abandona por
nada el agua viva que salta a la vida eterna; intento frustrado de apagar la
sed en otras cosas, y muerte. Es el mayor engaño que puede sufrir el hombre, es
el auténtico mal, puesto que arrebata la gracia santificante, la vida de Dios
en el alma, que es el don más precioso que hemos recibido. El pecado es siempre
«el derroche de nuestros valores más preciosos. Esta es la auténtica realidad,
aun cuando parece, a veces, que precisamente el pecado nos permite obtener
éxitos. El alejamiento del Padre lleva consigo una gran destrucción en quien lo
realiza, en quien quebranta su voluntad, y disipa en sí mismo su herencia: la
dignidad de la propia persona humana, la herencia de la gracia»7.
El pecado convierte al alma en verdadero pedregal en el que es imposible que
crezca la gracia y se desarrollen las virtudes; tierra seca, endurecida, llena
de espinas, como nos mostraba el Evangelio de la Misa de ayer y volveremos a
considerar mañana. El pecado –el abandono de la fuente de las aguas
vivas para construir aljibes agrietados– significa la
ruina del hombre.
II. Fuera de Dios,
el hombre solo encontrará infelicidad y muerte; el pecado es un vano intento de
guardar agua en un aljibe roto. «Ayúdame a repetirlo al oído de aquel, y del
otro..., y de todos: el pecador, que tenga fe, aunque consiga todas las
bienaventuranzas de la tierra, necesariamente es infeliz y desgraciado.
»Es verdad que el motivo que nos ha de llevar a odiar
el pecado, aun el venial, el que debe mover a todos, es sobrenatural: que Dios
lo aborrece con toda su infinidad, con odio sumo, eterno y necesario, como mal
opuesto al infinito bien...; pero la primera consideración, que te he apuntado,
nos puede conducir a esta última»8:
la soledad que deja en el alma el pecado nos debe también mover a alejarnos de
él. No sin razón se ha dicho que con mucha frecuencia «el camino del Infierno
es ya un infierno».
El pecado endurece el alma para las cosas de Dios. En
el Evangelio de la Misa9 dice
Jesús, citando al Profeta Isaías: Oiréis con los oídos sin entender;
miraréis con los ojos sin ver; porque está embotado el corazón de este pueblo,
son duros de oído, han cerrado los ojos; para no ver con los ojos, ni oír con
los oídos, ni entender con el corazón... Basta echar una mirada a
nuestro alrededor para ver, con pena, cómo estas palabras del Señor son también
una realidad en muchos que han perdido el sentido del pecado y están como
embrutecidos para las realidades sobrenaturales.
El pecado mortal aparta al hombre radicalmente de
Dios, porque priva al alma de la gracia santificante; se pierden todos los
méritos adquiridos por las buenas obras realizadas y deja al alma incapacitada
para adquirir otros nuevos; queda en cierto modo sujeta a la esclavitud del
demonio; disminuye la inclinación natural a la virtud, de tal manera que cada
vez le es más difícil realizar actos buenos; en ocasiones tiene efectos también
sobre el cuerpo: falta de paz, malhumor, desidia, voluntad floja para el
trabajo...; se provoca un desorden en las potencias y afectos; produce un mal a
toda la Iglesia y a todos los hombres y una separación de ellos, aunque
externamente quede inadvertido: de la misma manera que todo justo que se
esfuerza por amar a Dios eleva al mundo y a cada hombre, todo pecado «abaja
consigo a la Iglesia y, en cierto modo, al mundo entero. En otras palabras, no
existe pecado alguno, aun el más íntimo y secreto, que afecte exclusivamente a
aquel que lo comete. Todo pecado repercute, con mayor o menor intensidad, con
mayor o menor daño, en todo el conjunto eclesial y en toda la familia humana»10.
Todo pecado está íntima y misteriosamente relacionado
con la Pasión de Cristo. Nuestros pecados estuvieron presentes y fueron la
causa de tanto dolor; ahora, en cuanto está de nuestra parte, crucifican de
nuevo al Hijo de Dios11.
«¡Cómo nos ama, y cuántos sacrificios, cuántas penas pasó por salvarnos, desde
el pesebre hasta la cruz! ¿Qué nos dicen los misterios dolorosos del Rosario,
las estaciones del Vía crucis, la Cruz, los clavos y la lanza, las
heridas? Por nosotros, por cada uno de nosotros ha sufrido todo esto, solamente
para abrirnos el acceso al Padre (Ef 2, 18), para
obtenernos el perdón de los pecados y el derecho a la posesión de la vida
eterna. Nosotros, en recompensa, pecamos y despreciamos todos sus sacrificios.
Este fue su dolor más agudo durante la agonía en Getsemaní: previó con
clarividencia divina con qué íbamos a corresponderle»12.
Con la ayuda y la misericordia divina, porque nadie
está confirmado en gracia, el cristiano que sigue de cerca a Cristo no cae
habitualmente en faltas graves. Pero el conocimiento de la propia debilidad ha
de llevarnos a evitar con esmero las ocasiones de pecar, aun las más lejanas; a
practicar la mortificación de los sentidos; a no fiarnos de la propia
experiencia, de los años quizá de entrega, de una formación esmerada... Y hemos
de pedir al Señor aborrecer todo pecado y toda falta deliberada, la finura de
conciencia para detectar incluso las faltas leves y desear purificar el alma en
la frecuente Confesión, para no perder el sentido del pecado, esa tremenda
realidad que parece ajena a una buena parte de la sociedad a la que
pertenecemos, porque ha dado la espalda a Dios.
Le decimos a Jesús: «¡Ayúdanos a vencer nuestra
indiferencia y nuestro torpor! Danos el sentido del pecado. Crea en nosotros,
Señor, un corazón puro, y renueva en nuestra conciencia un espíritu firme»13.
III. Para
entablar una lucha decidida contra el pecado es preciso reconocer sin excusas
ni disculpas nuestros errores diarios, llamándolos por su nombre, sin buscar
justificaciones que impedirían el dolor y la contrición y la lucha por
evitarlos: omisiones en nuestros deberes profesionales, en la fraternidad, en
el trato con Dios; juicios negativos sobre los demás; ambiciones menos nobles o
desordenadas: de ser el centro de los demás, de mandar, de tener más de lo que
se necesita; movimientos de envidia, malhumor que se vierte en los demás; pocas
atenciones en la vida de familia; deseos consentidos de ser servidos en vez de
servir... Son verdaderos pecados veniales, porque la voluntad se resiste a
secundar el querer de Dios, prefiriendo el propio capricho o el juicio propio
en algo contrario a la voluntad de Dios, aunque no suponga una ruptura con Él.
No se compagina el empeño por estar cada día más cerca de Jesucristo con
admitir cosas que separan de Él. Cada falta venial deliberada es un paso atrás
en nuestro camino hacia Dios; es entorpecer la acción del Espíritu Santo en el
alma.
A nosotros, que estamos sedientos de Dios, que
queremos dejar a un lado y aborrecer de verdad todo aquello que nos separa o
retrasa, nos dice el mismo Jesús: Si alguno tiene sed, venga a Mí y
beba...
Esta agua viva que promete el Señor no se puede
guardar en vasijas rotas por el pecado mortal o agrietadas por los pecados
veniales. La Confesión restaura el alma, la purifica y la llena de gracia.
Vayamos a este sacramento con contrición verdadera. Que podamos decir con el
Salmista: ríos de lágrimas derramaron mis ojos porque no observaron tu
ley14.
Le pedimos a Nuestra Madre Santa María, Refugio
de los pecadores, que nos conceda la gracia de aborrecer todo pecado venial
y un gran amor al sacramento de la Misericordia divina. Examinemos al terminar
este rato de oración con qué frecuencia acudimos a este sacramento, con qué
amor nos acercamos, qué empeño ponemos en los consejos recibidos.
1 Sal 1,
3. —
2 Jer 17,
5-8. —
3 Jn 4,
10-15. —
4 Jn 7,
37-38. —
5 Cfr. Misal
Romano, Prefacio de la Misa del Sagrado Corazón de Jesús.
—
6 Primera
lectura. Año II. Jer 2, 12-13. —
7 Juan
Pablo II, Homilía 16-III-1980. —
8 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 1024. —
9 Mt 13,
10-17 —
10 Juan
Pablo II, Exhor. Apost. Reconciliatio et Poenitentia,
2-XII-1984, 16. —
11 Cfr. Heb 6,
6. —
12 B.
Baur, En la intimidad con Dios, p. 68. —
13 Juan
Pablo II, Homilía en la inauguración del Año Santo,
25-II-1983. —
14 Sal 118,
136.
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