Francisco Fernández-Carvajal 27 de julio de
2019
@hablarcondios
— El sentido de nuestra filiación divina debe estar
presente siempre en nuestra oración.
— Pedir bienes sobrenaturales, y también bienes
materiales, si nos ayudan a amar a Dios.
— La súplica de Abrahán.
I. Jesús se
retiraba a orar, con frecuencia, muy de mañana y a lugares apartados1.
Sus discípulos le encontraron muchas veces en un diálogo lleno de ternura con
su Padre del Cielo. Y un día, al terminar la oración, le dijo uno de
sus discípulos: Señor, enséñanos a orar2...
Esto hemos de pedir también nosotros: Jesús, enséñame a tratarte, dime cómo y
qué cosas debo pedirte... Porque en ocasiones –incluso aunque llevemos años
haciendo oración– estamos delante de Dios como el niño que apenas sabe
pronunciar unas cuantas palabras mal aprendidas.
El Señor les enseñó entonces el modo de rezar y la
oración por excelencia: el Padrenuestro. Sus labios pronunciarían
cada palabra de esta oración universal con una particular entonación. Y nos
señala la confianza que hemos de tener siempre en todo diálogo con Dios al
mostrar nuestra radical necesidad, porque esa confianza es fundamento de toda
oración verdadera: ¿Quién de vosotros que tenga un amigo, y acuda a él
a medianoche y le diga: Amigo, préstame tres panes, porque un amigo mío ha
llegado de viaje y no tengo qué ofrecerle...? Os digo que si no se levanta a
dárselos por ser su amigo, al menos por su importunidad se levantará para darle
cuanto necesite. Una buena parte de nuestras relaciones con Dios están
definidas por la petición confiada. Somos hijos de Dios, hijos necesitados, y
Él solo desea darnos, y en abundancia: pues, ¿qué padre habrá entre
vosotros a quien si el hijo le pide un pez, en lugar de un pez le dé una
serpiente? ¿O si le pide un huevo, le dé un escorpión?
El Señor mismo sale fiador de nuestra petición: todo
el que pide, recibe; y el que busca, encuentra; y a quien llama, se le abrirá.
No pudo ser más categórico. Solo nos iremos de vacío si nos sentimos
satisfechos de nosotros mismos; si pensáramos que nada necesitamos, porque nos
hubiéramos contentado con unas metas bien cortas, o porque hubiéramos pactado
con defectos y flaquezas. Colmó de bienes a los hambrientos, y a los
ricos los despidió sin nada3.
Debemos acudir al Sagrario como gente muy necesitada ante Quien todo lo puede:
como acudían a Jesús los leprosos, los ciegos, los paralíticos... «Rezar
–señalaba Juan Pablo II al comentar este pasaje del Evangelio– significa sentir
la propia insuficiencia a través de las diversas necesidades que se presentan
al hombre, y que forman parte de su vida: la misma necesidad del pan a que se
refiere Cristo, poniendo como ejemplo al hombre que despierta a su amigo a
medianoche para pedírselo. Tales necesidades son numerosas. La necesidad de pan
es, en cierto sentido, el símbolo de todas las necesidades materiales, de las
necesidades del cuerpo humano (...). Pero la escala de estas necesidades es más
amplia...»4.
La humildad de sentirnos limitados, pobres, carentes
de tantos dones, y la confianza en que Dios es el Padre incomparable pendiente
de sus hijos, son las primeras disposiciones con las que debemos acudir
diariamente a la oración. «Si nosotros aprendemos en el sentido pleno de la
palabra, en su plena dimensión, la realidad Padre, hemos aprendido
todo (...). Aprender quién es el Padre quiere decir adquirir la certeza
absoluta de que Él no podrá rechazar nada. Todo esto se dice en el Evangelio de
hoy. Él no te rechaza ni siquiera cuando todo, material y psicológicamente,
parece indicar el rechazo. Él no te rechaza jamás»5.
Nunca deja de atendernos. El sentido de nuestra filiación divina y la
conciencia de la propia indigencia y debilidad deben estar siempre presentes en
nuestro trato con Dios.
II. Todo el
que pide, recibe; y el que busca, encuentra; y a quien llama, se le abrirá.
Ante todo debemos pedir y buscar los bienes del alma,
querer amar cada día más al Señor, deseos auténticos de santidad en medio de
las peculiares circunstancias en las que nos encontremos. También debemos pedir
los bienes materiales, en la medida en que nos sirvan para alcanzar a Dios: la
salud, bienes económicos, lograr ese empleo que quizá nos es necesario...
«Pidamos los bienes temporales discretamente –nos
aconseja San Agustín–, y tengamos la seguridad –si los recibimos– de que
proceden de quien sabe que nos convienen. ¿Pediste y no recibiste? Fíate del
Padre; si te conviniera te lo habría dado. Juzga por ti mismo. Tú eres delante
de Dios, por tu inexperiencia de las cosas divinas, como tu hijo ante ti con su
inexperiencia de las cosas humanas. Ahí tienes a ese hijo llorando el día
entero para que le des un cuchillo o una espada. Te niegas a dárselo y no haces
caso de su llanto, para no tener que llorarle muerto. Ahora gime, se enfada y
da golpes para que le subas a tu caballo; pero tú no le haces caso porque, no
sabiendo conducirlo, le tirará o le matará. Si le rehúsas ese poco, es para
reservárselo todo; le niegas ahora sus insignificantes demandas peligrosas para
que vaya creciendo y posea sin peligro toda la fortuna»6.
Así hace el Señor con nosotros, pues somos como el niño pequeño que muchas
veces no sabe lo que pide.
Dios quiere siempre lo mejor; por eso, la felicidad
del hombre se encuentra siempre en la plena identificación con el querer
divino, pues, aunque humanamente no lo parezca, por ese camino nos llegará la
mayor de las dichas. Cuenta el Papa Juan Pablo II cómo le impresionó la alegría
de un hombre que encontró en un hospital de Varsovia después de la insurrección
de aquella ciudad durante la Segunda Guerra Mundial. Estaba gravemente herido
y, sin embargo, era evidente su extraordinaria felicidad. «Este hombre llegó a
la felicidad –comentaba el Pontífice– por otro camino, ya que juzgando
visiblemente su estado físico desde el punto de vista médico, no había motivos
para ser tan feliz, sentirse tan bien y considerarse escuchado por Dios. Y sin
embargo había sido escuchado en otra dimensión de su humanidad»7,
en aquella dimensión en la que el querer divino y el humano se hacen una sola
cosa. Por eso, lo que nosotros debemos pedir y desear es hacer la voluntad de
Dios: hágase tu voluntad en la tierra como en el Cielo. Y este es
siempre el medio para acertar, el mejor camino que podíamos haber soñado, pues
es el que preparó nuestro Padre del Cielo. «Dile: Señor, nada quiero más que lo
que Tú quieras. Aun lo que en estos días vengo pidiéndote, si me aparta un
milímetro de la Voluntad tuya, no me lo des»8.
¿Para qué lo quiero yo, si Tú no lo quieres? Tú sabes más. Hágase
tu voluntad...
III.
La Primera lectura9 de
la Misa nos muestra otro ejemplo conmovedor: la súplica de Abrahán, el
amigo de Dios, por aquellas ciudades que tanto habían ofendido a Dios y que
iban a ser destruidas: ¿Es que vas a destruir al inocente con el
culpable? Si hay cincuenta justos en la ciudad, ¿los destruirías y no
perdonarás el lugar por los cincuenta inocentes que hay en él? Abrahán
tratará de salvar las ciudades, «regateando» con Dios, en el que confía y del
que se siente verdaderamente querido. Y habla poniendo delante de Dios el inmenso
tesoro que son unos cuantos justos, unos cuantos santos.
El Señor se complace tanto en quienes son justos, en
quienes le aman y por tanto cumplen su voluntad, que estará dispuesto a
perdonar a miles de pecadores que cometieron incontables ofensas contra Él, con
tal de que se encuentren diez justos en la ciudad. Tan agradable es a Dios el
amor y la adoración de estos pocos que es capaz de olvidar las iniquidades de aquellas
ciudades. Es una enseñanza clara para nosotros, que queremos seguir al Señor de
cerca –¡con obras!– y contarnos entre sus íntimos, pues a veces puede
insinuarse en el alma la tentación de preguntarse: ¿de qué
sirve que yo trate de luchar y de esforzarme en cumplir con fidelidad la
voluntad de Dios, si son tantos los que le ofenden y quienes viven como si Él
no existiera o como si no mereciera ningún interés? Dios tiene otras medidas,
bien distintas de las humanas, acerca de la utilidad de una vida. Un día, al
final, el Señor nos hará ver la eficacia enorme, más allá del tiempo y de la
distancia, de aquella madre de familia que gastó sus días en sacar la familia
adelante; el valor para toda la Iglesia del dolor de aquel enfermo que ofreció
diariamente al Señor sus padecimientos; el «precio» de una hora de estudio o de
trabajo convertida en oración...
Con una medida que solo la misericordia divina conoce,
a Yahvé le hubieran bastado diez justos para salvar a Sodoma y
Gomorra. Las obras de estos justos, puestas en una balanza, habrían pesado más
que todos lo pecados de aquellos miles de infelices pecadores. Nosotros, cuando
procuramos ser fieles al Señor, hemos de experimentar la alegría de saber que
esta entrega, a pesar de nuestros muchos defectos, es el gozo de Dios en el
mundo. Él está pronto a escuchar nuestra oración. Y debemos pedir cada día por
la sociedad que nos rodea, pues parece alejarse cada vez más de Dios. «La
oración de Abrahán –comenta el Papa Juan Pablo II– es muy actual en los tiempos
en los que vivimos. Es necesaria una oración así, para que todo hombre justo
trate de rescatar al mundo de la injusticia»10.
Terminemos nuestra oración haciendo el propósito de
aprender a orar, de aprender a pedir como hijos. Hemos de acudir al Señor con
mucha frecuencia, pues nos encontramos tan necesitados como aquellos que se
agolpaban a la puerta11,
esperando de Él la salud del alma o del cuerpo. La Virgen Nuestra Madre nos
enseñará a ser audaces en la petición. A Ella le rogamos que nos ayude a
conseguir, con nuestro apostolado, que en todos los ambientes –en cada ciudad y
en todo pueblo, en cada lugar de trabajo y en toda profesión– haya esos diez,
veinte, cincuenta... justos que son agradables a Dios y en los que Él se puede
apoyar.
1 Cfr. Mt 14,
23; Mc 1, 35; Lc 5, 16; 9, 18. —
2 Evangelio
de la Misa. Lc 11, 1-13. —
3 Lc 1,
53. —
4 Juan
Pablo II, Homilía 27-VII-1980. —
5 Ibídem.
—
6 San
Agustín, Sermón 80, 2, 7-8. —
7 Juan
Pablo II, loc. cit. —
8 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 512. —
9 Gen 18,
20-32. —
10 Juan
Pablo II, loc. cit. —
11 Cfr. Mc 1,
33.
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