Francisco Fernández-Carvajal 25 de julio de
2019
@hablarcondios
— Dignidad del cuerpo y de todo lo creado. Necesidad
de esta virtud.
— La templanza humaniza más al hombre y posibilita
también su plenitud. Desprendimiento de los bienes. Dar ejemplo.
— Algunas manifestaciones de templanza.
I. La Iglesia ha
reconocido siempre la dignidad del cuerpo humano y de todo lo creado. En el
relato de la creación, el autor sagrado señala cómo Dios se complació en cuanto
había creado1; cuando fue creado el hombre, vio Dios que era muy
bueno cuanto había hecho2,
y lo constituyó cabeza de toda la creación, y todo lo humano adquirió una particular
dignidad después que la Segunda Persona de la Santísima Trinidad asumió la
naturaleza humana y realizó la redención del hombre y del universo material. No
es doctrina cristiana la oposición radical entre el alma y el cuerpo, pues todo
el hombre, en cuerpo y alma, está llamado a alcanzar la vida eterna. Nadie como
la Iglesia ha enseñado la dignidad y el respeto que se debe al cuerpo: ¿No
sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros y
habéis recibido de Dios, y que no os pertenecéis? Habéis sido comprados a un
gran precio. Glorificad, por tanto, a Dios en vuestro cuerpo3.
Sin embargo, a causa del desorden que introdujo el
pecado en el mundo, el hombre ha de esforzarse y luchar para no verse
prisionero y esclavo de los bienes que Dios creó para él, para que también a
través de ellos pudiera alcanzar el Cielo. Especialmente en nuestros días,
parece que muchos tratan de poner como fin lo que Dios puso como medio, y dejan
a un lado las leyes divinas, sin darse cuenta de que caen bajo un tirano cada
vez más exigente, desfigurando profundamente la imagen de Dios que existe en
todo hombre y, con ella, la misma dignidad humana. La templanza, por el
contrario, «hace que el cuerpo y nuestros sentidos encuentren el puesto exacto
que les corresponde en nuestro ser humano»4,
el lugar que Dios les señaló.
Quienes no están habituados a negarse nada, quienes
abren la puerta a todo lo que piden los sentidos, quienes buscan en primer
término agradar al cuerpo y solo se afanan en buscar las mayores comodidades,
difícilmente podrán ser dueños de sí mismos y alcanzar a Dios. Están como
embotados, incluso embrutecidos, para lo divino, y también para muchos valores
humanos, que no entienden y para los que se encuentran incapacitados. Son mal
terreno para que la semilla de la gracia divina prenda en ellos. El mismo Señor
nos dice en el Evangelio de la Misa que lo sembrado entre espinos es el
que oye la palabra, pero las preocupaciones de este mundo y la seducción de las
riquezas sofocan la palabra y queda estéril5.
En un clima en el que lo importante es el cuerpo, su salud, su cuidado, su
presentación, es imposible que la vida cristiana arraigue y dé frutos. Los
bienes se convierten así en males, en duros espinos que
sofocan lo más noble del hombre y la misma vida eterna, que se inicia ya aquí
en el alma en gracia: «Con el cuerpo pesado y harto de mantenimiento, muy mal
aparejado está el ánimo para volar a lo alto»6.
Debemos estar atentos para no dejarnos llevar por ese
afán desmedido de bienestar que está presente en muchos sectores del mundo
actual, en los que se piensa que la cima de la vida y del triunfo consiste en
tener más y en la ostentación de lo que se posee. El verdadero éxito está en
ser fieles a aquello que Dios quiere de nosotros y alcanzar la vida eterna.
Nosotros sabemos que nuestro corazón solo puede saciarse de Dios, que está
hecho para lo eterno y que las cosas terrenas lo dejarán siempre insatisfecho y
triste.
II. Nuestra Madre la
Iglesia nos ha recordado continuamente la necesidad de la templanza, que, en lo
humano, exige dominio de sí y, con el sacrificio y la mortificación, impide que
quede sofocada la semilla sembrada en el corazón. Hemos de estar vigilantes,
pues si examinamos «la orientación que va tomando nuestra cultura moderna,
comprobaremos que conduce a un cierto hedonismo, a la vida fácil, a un cierto
empeño por eliminar la cruz de nuestros afanes»7.
Y esa tendencia amenaza a muchos.
La templanza humaniza más al hombre, porque,
abandonado este a la satisfacción de los propios instintos, se parece a un tren
que descarrila: se desquicia, sale de sus raíles y queda incapacitado para
seguir adelante. Entonces, lo más noble del hombre, inteligencia y voluntad,
queda sometido a lo que es menos: al instinto y a las pasiones. Vivir esta
virtud no es represión, sino moderación, armonía. Es un hábito que se adquiere
a través de muchos pequeños actos que ordenan los placeres, incluso los
lícitos, y dirigen los bienes sensibles al fin último del hombre. Quien vive
esta virtud «sabe prescindir de lo que produce daño a su alma, y se da cuenta
de que el sacrificio es solo aparente: porque al vivir así –con sacrificio– se
libra de muchas esclavitudes y logra, en lo íntimo de su corazón, saborear todo
el amor de Dios.
»La vida recobra entonces los matices que la
destemplanza difumina; se está en condiciones de preocuparse de los demás, de
compartir lo propio con todos, de dedicarse a tareas grandes»8.
Vivir bien esta virtud supone andar desprendidos de
los bienes, darles la importancia que tienen y no más, no crearse necesidades;
no realizar gastos inútiles; tener moderación en la comida, en la bebida, en el
descanso; prescindir de caprichos...
Nos pide el Señor dar ejemplo de templanza en medio
del mundo, sin dejarnos llevar por una falsa naturalidad de ser como los demás.
Transigir en este punto sería dificultar o incluso impedir la posibilidad de
seguir a Cristo como uno de sus íntimos. Con nuestra vida hemos de enseñar a
muchos que «el hombre vale más por lo que es que por lo que tiene»9,
y hemos de hacerlo con el ejemplo de una vida sobria y templada. De modo
particular, los padres han de enseñar y de ayudar a los hijos a crecer «en una
justa libertad ante los bienes materiales, adoptando un estilo de vida sencillo
y austero»10, y todos hemos de esforzarnos en mantener el señorío sobre
los sentidos.
III. La
virtud de la templanza ha de impregnar toda la vida del cristiano: desde las
comodidades del hogar hasta los instrumentos de trabajo y los modos de
divertirse. Para descansar, por ejemplo, no es preciso –de ordinario– realizar
grandes gastos ni largos desplazamientos. Da ejemplo de templanza quien sabe
hacer un uso moderado de la televisión y, en general, de los instrumentos de
confort que ofrece la técnica, sin estar excesivamente pendiente de su propio
bienestar. Muchos parecen vivir exclusivamente para esto: para pasar la vida
con el mayor bienestar posible.
En nuestros días, también se puede decir de ciertas
personas que su dios es el vientre11,
por el afán que ponen en la comida y en la bebida, campo también principal de la
templanza. La persona sobria, por el contrario, es aquella que modera el uso de
los alimentos: evita comer a deshora y por capricho; no busca los alimentos más
exquisitos, con gastos desproporcionados; no consume cantidades excesivas...
«De ordinario comes más de lo que necesitas. —Y esa hartura, que muchas veces
te produce pesadez y molestia física, te inhabilita para saborear los bienes
sobrenaturales y entorpece tu entendimiento.
»¡Qué buena virtud, aun para la tierra, es la
templanza!»12.
Aunque muchas de estas manifestaciones de gula no son
pecados graves, sin embargo son ofensas a Dios, que debilitan la voluntad y
provocan el rechazo de esa vida austera, alegre y desprendida que el Señor
pide. Son los espinos que ahogan la buena simiente; llevan a
una vida de tibieza y de desgana ante los bienes espirituales y especialmente
los divinos.
Para crecer en esta virtud necesitamos ser
mortificados en la comida y en la bebida, y prescindir a veces de gustos y
placeres lícitos. La Iglesia da a la sobriedad un valor y sentido más alto
cuando presenta los alimentos como un don de Dios y aconseja la bendición de la
mesa y la acción de gracias después de la comida. Santo Tomás señala13 que,
aunque la sobriedad y la templanza son necesarias a todos, lo son de modo
particular a los jóvenes, más inclinados frecuentemente a la sensualidad; a las
mujeres; a los ancianos, que deben dar ejemplo; a los ministros de la Iglesia;
y a los gobernantes, para poder ejercer sus cargos con sabiduría.
La templanza hace referencia también a la moderación
de la curiosidad, del hablar sin medida, del porte externo, de las bromas...
«Pienso –afirmaba el Papa Juan Pablo II– que esta virtud exige también de cada
uno de nosotros una humildad específica en relación con los dones que Dios ha
puesto en la naturaleza humana. Yo diría la “humildad del cuerpo” y la “del
corazón”»14, que tan bien se compagina con el rechazo de la ostentación y
de la necia vanidad.
La templanza es una gran defensa frente a la
agresividad de un ambiente volcado en los bienes materiales, dispone para
recibir, como tierra buena, las mociones del Espíritu Santo, y es
un medio indispensable para realizar un apostolado eficaz en medio del mundo.
1 Cfr. Gen 1,
25. —
2 Ibídem 1,
31. —
3 1
Cor 6, 19-20. —
4 Juan
Pablo II, Sobre la templanza, 22-XI-1988. —
5 Mt 13,
22. —
6 San
Pedro de Alcántara, Tratado de la oración y de la meditación,
II, 3. —
7 Pablo
VI, Alocución, 8-IV-1966. —
8 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 84. —
11 Flp 3,
19. —
12 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 682. —
13 Santo
Tomás, Suma Teológica, 2-2, q. 149, a. 4. —
14 Juan
Pablo II, Sobre la templanza, 22-XI-1988.
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