Por Magdalena López
“Nací y crecí en un país que recibió a hombres y mujeres de otra tierra.
Sastres, panaderos, albañiles, plomeros, comerciantes. Españoles portugueses,
italianos y algunos alemanes que fueron a buscar al fin del mundo un sitio
donde volver a inventar el hielo” La hija de la española,
Karina Sainz Borgo
Karina Sainz Borgo
¿Por qué no La hija de
la colombiana o La hija de la ecuatoriana?, me pregunté cuando supe
que el boom literario del año, según se anuncia en el propio libro, es una
novela venezolana publicada en Europa que se llamaba La hija de la
española. En ella se narra la historia de Adelaida Falcón, quien tras la muerte
de su madre, queda absolutamente sola en una Caracas de violencia y horror. Poco
después, la protagonista es desalojada de su propio apartamento por un grupo de
mujeres de las milicias civiles del gobierno. Tras algunos avatares, logra
suplantar la identidad de una vecina asesinada y huye del país hacia Madrid
usando el pasaporte español de aquélla.
Inmigrantes en Venezuela
Al intentar expresar las
dimensiones de la crisis, los venezolanos solemos enfatizar que la reciente
estampida de cuatro millones de personas en apenas unos pocos años está
ocurriendo en un país tradicionalmente receptor y no emisor de migrantes.
El drama se acrecienta cuando intentamos encarar esta experiencia sin una
cultura de emigración al modo de países como México, Perú y la República
Dominicana. Estamos aprendiendo a emigrar prácticamente de cero y, para ello,
parece que sólo nos queda echar mano de la memoria de nuestros propios
inmigrantes en Venezuela. Pero, ¿de cuáles?
No pretendo aquí hacer
crítica literaria, ni ofrecer una reseña de La
hija de la española de Karina Sainz Borgo. En
este texto me mueve más bien la necesidad de reconfigurar un sentido de
comunidad post-catástrofe a partir de una lectura de la novela y la premisa de
que la literatura es el arte de imaginar lo posible.
Hubo dos grandes oleadas de
inmigrantes a lo largo del siglo XX venezolano; ambas provocadas por el
“milagro” petrolero. La de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez
(1952-1958), ligada a la políticas de atracción de migración europea que habían
comenzado algunos años antes y, otra más espontánea, por así decir, durante la
socialdemocracia (1958-1998). Sobre todo a partir de los años setenta, millones
de latinoamericanos se instalaron en Venezuela, huyendo de crisis económicas,
feroces dictaduras, y/o desplazados por conflictos armados. Buena parte de las
generaciones que nacimos en esa década o después contábamos a los portugueses,
italianos y españoles como piezas de nuestro paisaje urbano; para algunos, de
hecho, fueron sus padres y abuelos.
Pero fueron los colombianos,
haitianos, dominicanos, bolivianos, ecuatorianos y peruanos que apenas
llegaban, los que nos revelaron, a los caraqueños, la ciudad precaria y
subterránea de finales de siglo. Si a esto le sumamos los exiliados chilenos,
uruguayos y argentinos y, otros inmigrantes menos numerosos como los chinos,
trinitarios, sirios y libaneses nos topamos con una ciudad muy lejana a la de
los megarelatos de modernidad. La nuestra fue una ciudad, por llamarla de
alguna manera, tercermundista. Los jóvenes de a pie vivimos hasta los tuétanos
esa otra Caracas. Y la vivimos con la consciencia de que asistíamos al derrumbe
de algo que debía haber sido muy bueno, según lo rememoraban nuestros padres.
En otras ciudades del país, como Mérida, Maracaibo, Maracay, Valencia, Cumaná y
Carúpano por ejemplo, la situación no era distinta.
Desde la distancia temporal,
es posible entrever hoy que Hugo Chávez irrumpió en ese escenario del
pasado para marcar una continuidad y una ruptura. Continuidad, al
articular un megarelato nacional que nos montaría en la cresta de otra nueva
ola. Ruptura, al colocar el foco en aquello que la nación perezjimenista y la
del bipartidismo adeco-copeyano de los últimos veinte años eludían en la
mayoría de sus imaginarios: los pobres venezolanos y los inmigrantes
latinoamericanos. Esos que podían bajar de los cerros e invadir la ciudad; esos
a los que, recordaban unos cuantos con nostalgia reinvindicativa, el general
Pérez Jiménez nunca les dejó construir sus “ranchos” en El Ávila.
Sin embargo, entre tantas
otras cosas que nos sucedieron a principios del siglo XXI, un día del 2004 el
gobierno anunció que entre dos y cuatro millones de colombianos
indocumentados podrían hacerse ciudadanos venezolanos con relativa rapidez.
En barrios populares como el de Petare hubo celebración. En otros lugares no
tanto. Con esta decisión Chávez se aseguraba más votos, sí, pero a diferencia
de otros políticos, lo hacía otorgándole a los “caliches” o “colombiches” el
mismo estatus legal de aquellos que a menudo los miraban por arriba del hombro.
En 2019, a la vuelta de dos
décadas, es claro que la justicia social con la que el chavismo pretendió
legitimarse es un cascarón vacío en el que lejos de sumar derechos fuimos
perdiendo los que aún teníamos. Como lo señaló Paula Vásquez (2019), en la
revolución bolivariana todos nos convertimos en sujetos sin ciudadanía.
Frente a esa pérdida intentamos volver a imaginar la nación, pero lo que se nos
ofrece con demasiada frecuencia es sólo el pasado.
Nostalgias
Vivimos tiempos de
nostalgia. Enzo Traverso (2018) ha llamado la atención sobre la melancolía de
nuestro tiempo. A diferencia de los proyectos de principios de siglo XX, los
actuales no consiguen proyectarse hacia el futuro. Desde el Make America
Great Again de Trump, pasando por la fantasía de restablecimiento de la
Gran Rusia, la celebración de la dictadura brasileña de Bolsonaro y las
identificaciones de López Obrador con Benito Juárez, cualquier alternativa de
cambio se piensa como una recomposición del pasado. Paradójicamente, mientras
más memorialísticos nos volvemos, añade Traverso, menos capaces somos de dotar
al pasado de dinamismo en el presente.
Basta echar un vistazo al
extraordinario libro El fin del homo sovieticus (2015) de Svletana
Aleksiévich para constatar cómo la desintegración de la Unión Soviética produjo
un imaginario de recuperación de la grandiosidad estalinista. Así, lo
revolucionario resulta hoy conservador. La memoria viene a ser como una gran
imagen sometida a photoshop en la que agregamos, alteramos y borramos
todo aquello que contradiga la visión de un pasado pleno por oposición a un
futuro vacío. Y en Venezuela, ese pasado al que se mira es el de un megarelato.
Lejos de una conciencia del
fracaso que nos ofrezca cierta humildad para pensar el futuro, la nostalgia
venezolana del “éramos felices y no lo sabíamos” entraña la elusión de la
caída. Se memorializa un pasado puro y perfecto donde el chavismo y, por
extensión, aquello que instrumentalizó para llegar al poder — la exclusión
social y el deterioro de la socialdemocracia–, no existe. Svetlana Boym
(2001) propuso una diferenciación entre dos tipos de nostalgias: las
restaurativas, que buscan proteger verdades absolutas, y las reflexivas, que
las ponen en duda. Pero poner en duda el pasado prechavista implica un intento
de comprensión histórica que resulta sospechoso para muchos.
Cada vez que se esgrime
alguna continuidad respecto al rentismo petrolero, la violencia o la corrupción
estatal se es culpable de justificar o legitimar el actual régimen. No se
trata de un fenómeno anómalo. Guardando las distancias, una acusación similar
sufrió Hannah Arendt (1963) cuando quiso comprender el nazismo y aproximarse a
un personaje como Adolf Eichmann. La filósofa alemana no solo expuso un
sistema, un contexto histórico, una modernidad burocrática, hizo algo peor:
planteó que todos podemos llegar a ser Eichmann.
Desde la ficción, más de
medio siglo antes, Joseph Conrad también había insinuado ese horror en El
corazón de las tinieblas (1899): después de un viaje ominoso por río Congo, el
capitán Marlowe descubría que el enloquecido y sanguinario líder Kurtz se
asomaba en su propio rostro e incordiaba su memoria. Es precisamente este
incordio, la sospecha de un Eichmann interior, lo que la nostalgia evita. Como
la anestesia, la nostalgia nos coloca en un terreno de evasión, de clausura y
aislamiento de aquello que nos produce dolor. Nos resguarda en la fantasía de
un pasado incorruptible.
El relato chavista, ya se
sabe, hizo lo propio. Eximiéndose de su pasado inmediato, incluida la propia
participación militar en la represión del Caracazo de 1989, proveyó la versión
de unpasado idealizado, presentándose como la actualización de las guerras
de independencia y la lucha guerrillera. En una lógica antagónica, a la
distorsión histórica oficial chavista se le contrapone a menudo la de una
nación idílica en las últimas décadas del siglo XX, una nación totalmente
desvinculada de la del siglo XXI.
He mencionado la nostalgia
estalinista en la Rusia post-soviética como una muestra de la desvinculación de
un pasado romantizado frente a un presente desesperanzador. En América Latina
tenemos un ejemplo más cercano: el de la nostalgia batistiana impregnada de
boleristas, Cadillacs y cabareteras que desencadenó el opresivo
disciplinamiento de la Revolución Cubana.
No es infrecuente escuchar a
los viejitos de la Calle Ocho de Miami (los que aún viven), rememorar
La Habana de los años cincuenta, entre la puesta de una piedra y otra de dominó
sobre la mesa. Pero, ¿qué cubano que tenga hoy cincuenta, cuarenta o treinta
años podría sentir nostalgia por el universo batistiano? Un vistazo a la
narrativa de las últimas generaciones cubanas revela que la experiencia de la
diáspora e incluso del exilio poco tiene que ver con la idealización de un
pasado que no vivieron. El desarraigo abordado por escritores como Anna Lidia
Vega Serova, Enrique del Risco, Mylene Fernández Pintado y Carlos Manuel
Álvarez es un asunto que, sin negar el referente histórico y político, asume
una interioridad, le da voz al Eichmann, al Kurtz que no habita afuera sino
adentro.
Universo perezjimenista
Vuelvo entonces a mi
pregunta inicial que es también una pregunta generacional: ¿Por qué no La
hija de la colombiana o La hija de la ecuatoriana? ¿No fueron
los inmigrantes de los años setenta, ochenta e incluso noventa los
que marcaron los espacios más modestos y también los más descarnados
de nuestra vida cotidiana de infancia y juventud en toda Venezuela? Aún
tratándose de algún descendiente de inmigrantes europeos, ¿cómo es que un
escritor venezolano de treinta, cuarenta y hasta cincuenta años se propone
retratar una Caracas en ruinas abordando el tema de la inmigración en el país
sin ni siquiera mencionar a los colombianos y a los ecuatorianos?
Ciertamente La hija de
la española es el relato de una fuga. Pero lo es no sólo en el sentido
literal de su argumento, sino también en su apuesta por el universo de la
dictadura perezjimenista. Esto me resulta lo más curioso de la novela: la asunción
desproblematizada de una memoria prestada. Toda memoria, como la ficción, está
hecha, también, de préstamos, pero lo que rememoramos y ficcionalizamos los
venezolanos dice mucho de los imaginarios con los que contamos para
recomponer nuestra comunidad rota. Si la “salida” es aislar el presente del
pasado, “cauterizarnos” contra el chavismo, ¿qué pasado elegimos? Para expresar
nuestro desarraigo, ¿de qué inmigrantes echamos mano?
La hija de la
española es la fuga hacia el programa político de Marcos Pérez Jiménez: el
Nuevo Ideal Nacional. La “cauterización” contra el chavismo se expresa como
el wannabe en el que dejamos atrás el subdesarrollo y nos
blanqueamos, gracias a los inmigrantes españoles de los años cincuenta. En este
escenario, los negros y los pobres sólo pueden existir de dos maneras: como
huellas pintorescas, folklóricas, de un mundo rural extinguido, y como
delincuentes, criminales chavistas.
De manera inusual, la
melancolía aquí no es la del universo populista adeco; la modernidad anhelada
no es para todos. La trasformación de la protagonista alegoriza la
teleología selectiva desarrollista. Se convierte en española y se desplaza al
“Primer Mundo”. Ejemplo de lo que Hommi Bhabha (1994) denominó “mímesis” para
hablar de las apropiaciones identitarias de prestigio en contextos coloniales,
la novela propone una asunción absoluta de la identidad europea. La
mímesis se revela no sólo en la trama y en el lenguaje, marcado por
españolismos, sino también en un afán de imitar el habla popular con ecos de la
novela regionalista que, a ratos, más que recordarme a Rómulo Gallegos, me
hicieron pensar en un narrador como el Camilo José Cela en su la novela La
Catira, dada su distancia respecto al mundo representado.
Tanto la nostalgia por un
pasado socialdemócrata como perezjimenista se traducen en la petrificación
de un tiempo que no se hace cargo de las ruinas del presente. Lo ajeno se
constituye precisamente por la separación, la “cauterización”, el no
“embarrarse” con el presente de horror. Eichmann y Kurtz permanecen en
universos ajenos, tan ajenos como las mujeres chavistas que invaden el
apartamento de la protagonista de la novela de Sainz Borgo. Pero la fuga hacia
el imaginario del Nuevo Ideal Nacional tiene implicaciones aún más delicadas
que la posible fuga hacia el mundo de la socialdemocracia. En el intento por
mostrar al chavismo como una suerte de entidad ontológica del mal amputada de
toda historicidad, no sólo se esquiva cualquier responsabilidad del pasado
sobre el presente, sino que también se prescinde del legado democrático
venezolano que antecedió a la llamada revolución bolivariana.
Pareciera que como el
chavismo monopolizó la potestad de representar a los marginados de nuestra
sociedad, también a ellos hay que sacarlos de la escena. En la novela de Sainz
Borgo o bien los inmigrantes de las últimas décadas no existen o bien, los
pobres son criminalizados –una manera otra de invisibilizarlos–. Es por ello
que los peruanos, dominicanos o haitianos no pueden existir en la cosmovisión
perezjimenista que nos propone la autora. No importa cuántos venezolanos estén
cruzando diariamente la frontera con Colombia hoy en día: la experiencia
colombiana en Venezuela no constituye materia alguna para mirarnos en el
espejo.
Marta en el espejo
En mayo de 2017 tuve que
viajar de emergencia a Caracas. Mi abuela había enfermado gravemente. Salí de
la apacible Lisboa y aterricé en una ciudad en llamas. Los hospitales ya
sufrían cortes de agua y no se conseguían las medicinas. Caracas estaba llena
de barricadas y de cierres de vía por soldados que hacían muy difícil
desplazarse al hospital o buscar los remedios. En vista de todo aquello,
mi abuela decidió irse a casa y dejarlo de ese tamaño. Dado su estado, mi
familia contactó a la Cruz Roja para saber dónde conseguir algunas cosas
(suero, antibióticos, morfina) y averiguar sobre alguien que pudiera ayudar a
cuidar a mi abuela en su casa.
El día que llegué a verla la
encontré dormida en su cama. Había pasado muy mala noche y a su lado se
encontraba una mujer morena un poco más joven que yo. Se llamaba Marta. Marta
vivía por los lados de Las Minas de Baruta y había estudiado para
auxiliar de enfermería. Tenía dos hijos y un marido de Pereira. Iba tres veces
a la semana durante las mañanas y se ocupaba de bañar, y suministrarle el suero
y los remedios a mi abuela. Hicimos buenas migas. Supongo que como era de
Cartagena las afinidades caribeñas emergieron enseguida.
Una mañana Marta me dijo
que se volvería a Colombia con su familia a finales de junio. Su
madre los mandaba a llamar porque aunque siempre habían sido muy pobres, allá a
los niños nunca les había faltado la leche. Hacía días que Marta no sólo no
conseguía leche, sino tampoco pollo, caraotas ni arroz. Con un poco de
desasosiego, casi en tono de reclamo, le pregunté “¿Pero cómo te vas ir?”, “si
la gente que le echa bolas a este país se va, ¿quién lo va levantar?” Recuerdo
que ella me miró de arriba a abajo en silencio. Yo me regresaba a Lisboa en
unos días y me preocupaba que mi abuela se quedara sin cuidado.
Pero, la verdad, entre
mi abuela y el país parecía no haber distancia. Dos segundos después me cayó la
teja: yo, la venezolana, la doctora en literatura, regresaba a Europa y le
reclamaba a la colombiana, la auxiliar de enfermera, que se hiciera cargo del
desmadre de mi país. Ese día, Marta estuvo de acuerdo en que yo le cambiara el
pañal a mi abuela. Tuve que embarrarme, sí.
Mi tragedia
familiar-nacional me devolvió la imagen de Marta en el espejo. O, quizás, con
la mirada que ella me echó, entendí que inconscientemente levantamos distancias
sociales que revelan su futilidad frente a la agonía de un cuerpo y que,
finalmente, era yo quién debía ocuparme de la mierda propia. Pienso que
la literatura debería ser como esa mirada especular de Marta: Negarnos la
huida y obligarnos a encarar lo vergonzante. Pero, ¿qué pasado incorruptible
permitiría tal tarea?
Mercado y violencia
Una parte de nuestra
literatura reciente huye hacia el imaginario idealizado adeco. Me refiero
a aquellas obras que van desde las solemnes y seriecísimas rememoraciones de
juventud narradas con una conciencia adolescente; es decir, aquellas donde la
petrificación del tiempo no tiene que ver con lo que se cuenta sino en cómo se
cuenta, hasta las añoranzas de la larga fiesta en París –no confundir con
Bogotá– de la que tantos disfrutaron gracias a los petrodólares de un estado
generoso. El giro perezjimenista de la novela de Sainz Borgo,
sin embargo, asoma una melancolía distinta que probablemente será tendencia en
las venideras ficciones por las implicaciones internacionales del mercado
editorial.
Vicente Lecuna y Alberto
Barrera (2019) han argumentado que, a pesar del daño que el chavismo infligió
en el sector cultural, hubo una consecuencia positiva. Provocó un quiebre
liberador de la dependencia histórica que sostenían los escritores con el
Estado. Dicho quiebre condujo a una mayor diversidad en la escritura y a una
preocupación por los lectores. Efectivamente, salir al ruedo del mercado
editorial fuera del amparo garantizado por un conjunto de editoriales y redes
de distribución estatales, y la escasez de materiales básicos como el papel y
la tinta en Venezuela; condujo a una diversidad y a una amplitud que hace de
este momento, uno de los más interesantes de nuestra literatura. Sin embargo,
nuevos riesgos asoman en la medida en que el mercado en castellano sigue
teniendo su centro en España.
Como tantos otros
latinoamericanos, los venezolanos tendremos que ganarnos lectores en
Europa. ¿Pero cuántos lectores en Barcelona, en Madrid, en Bilbao, en Valencia
o incluso en Vigo estarían dispuestos a comprar una novela venezolana que se
llame La hija de la colombiana?
Los escritores cubanos, que
en esto de resistir los embates del Estado llevan muchos más años que los
venezolanos, confrontaron este problema durante el Período Especial. Cuando la
única manera de publicar –y de obtener unos pocos dólares que permitieran
llenar el estómago– era que algún “agente” español los “descubriera”, de pronto
la narrativa cubana se llenó de jineteras, balseros y delincuentes negros y
mulatos.
Lo que comenzó como una
necesidad de expresar la realidad cubana censurada por los medios, se convirtió
en pornomiseria para lectores ávidos del exotismo que no encontraban
en sus países. Fue el momento de la “moda cubana”, en que se publicaron decenas
de novelas y se otorgaron numerosos premios a jóvenes escritores de la isla.
Hoy en día, buena parte de estos libros pasaron al olvido y las editoriales
prefirieron refrescarse con otros países en crisis. Sin embargo, como es
posible aprender de la experiencia ajena, lo sucedido con la literatura cubana
de los noventa debería llamarnos la atención a los venezolanos: ¿para
quiénes estamos narrando? ¿Nuestra escritura es capaz de reconfigurar la
tragedia, de manera que permita imaginar lo posible?
La situación es urgente y se
ha ignorado demasiado tiempo. Pareciera que ningún esfuerzo es suficiente para
llamar la atención sobre la magnitud de lo que ocurre en Venezuela. Es
entendible, por tanto, que se desee ganar lectores empatizando con ellos,
aproximando culturas, mimetizando identidades. Pero, por mucha desesperación
que tengamos, debería haber cierta opacidad en la ficción que pueda resistirse
a las explicaciones exactas y autosuficientes.
Si lo que se anhela es
representar y darle difusión a una realidad desconocida todavía por muchos, ni
los venezolanos somos europeos sin lazos afectivos, ni la realidad del país es
simplemente un compendio comprimido de atrocidades en un solo día o dos. O, al
menos, no somos/no es sólo eso. Creo que tampoco la escritura puede cifrar su
hondura en el aislamiento aséptico de un presente y de una alteridad que no
“contamine” nuestra melancólica integridad. La violencia no constituye sólo un
asunto de consumo editorial, es también lo que nos embarra, lo que nos
compromete. Es lo que viene a incordiarnos alimentando nuestro Kurtz, nuestro
Eichmann.
Como Marta y como los
millones de “caminantes” venezolanos que cruzan la frontera con Colombia, el
otro somos (nos)otros. Y con ellos nos hemos ido fragmentando, desangrando,
pero también con ellos vamos reconfigurando la nueva comunidad que aún
intentamos armar y descifrar en medio de la debacle.
El régimen chavista nos
condujo de regreso al siglo XIX, ¿Cuánto más atrás estamos dispuestos a ir para
eludir esa catástrofe? ¿A cuántos más vamos a excluir?
Referencias
Aleksiévich,
Svletana. El fin del Homo Sovieticus. Barcelona: Acantilado, 2015.
Bhabha, Homi K. The
Location of Culture. London; New York: Routledge, 1994.
Boym, Svletana. The
Future of Nostalgia. New York: Basic Books, 2001.
Lecuna, Vicente y Alberto
Barrera. “Narrativa venezolana de entresiglos”. Revista
Iberoamericana 266 (2019): 135-148.
Sainz Borgo, Karina. La
hija de la española. Barcelona: Lumen, 2019.
Traverso,
Enzo. Melancolía de izquierda. Marxismo, historia y memoria. Buenos Aires:
Fondo de Cultura Económica, 2018.
Vásquez, Paula. “Cuando se
consume el cuerpo del pueblo. La incertidumbre como política de supervivencia
en Venezuela”. Revista Iberoamericana 266 (2019): 99-116.
21-07-19
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