Francisco Fernández-Carvajal 23 de julio de
2019
@hablarcondios
— Las virtudes humanas componen el fundamento de las
sobrenaturales.
— En Jesucristo tienen su plenitud todas las virtudes.
— Necesidad de las virtudes humanas en el apostolado.
I. El Evangelio de
la Misa1 nos enseña cómo la semilla de la gracia cae en terrenos
muy diferentes: entre espinos, en el camino endurecido por el paso de las
gentes, en medio de un pedregal..., en tierra buena. Dios quiere que seamos esa
tierra bien preparada que acoge la semilla y a su tiempo da una crecida
cosecha. Las virtudes naturales constituyen en el hombre el terreno bien
dispuesto para que, con la ayuda de la gracia, arraiguen y crezcan las
sobrenaturales. Muchos que, quizá por ignorancia, viven alejados de Dios, pero
han cultivado esas disposiciones nobles y honradas, están bien dispuestos y
preparados para recibir la gracia de la fe, porque el comportamiento humano
recto compone como el punto de apoyo del edificio sobrenatural.
La vida de la gracia en el cristiano no está superpuesta
a la realidad humana, sino que la penetra, la enriquece y la perfecciona. «De
este modo se explica que la Iglesia exija a sus santos el ejercicio heroico no
solo de las virtudes teologales, sino también de las morales y humanas; y que
las personas verdaderamente unidas a Dios por el ejercicio de las virtudes
teologales se perfeccionan también desde el punto de vista humano, se afinan en
su trato; son leales, afables, corteses, generosas, sinceras, precisamente
porque tienen colocados en Dios todos los afectos de su alma»2.
El orden sobrenatural no prescinde del orden natural,
ni mucho menos lo destruye: «por el contrario, lo levanta y lo perfecciona, y
cada uno de los órdenes presta al otro un auxilio, como un complemento
proporcionado a su propia naturaleza y dignidad, puesto que ambos proceden de
Dios, que no puede menos de estar de acuerdo consigo mismo»3.
Aunque la gracia puede transformar por sí misma a las
personas, lo normal es que requiera las virtudes humanas, pues ¿cómo podría
arraigar, por ejemplo, la virtud cardinal de la fortaleza en un cristiano que
no se venciera en pequeños hábitos de comodidad o de pereza, que estuviera
excesivamente preocupado del calor o del frío, que se dejara llevar
habitualmente por los estados de ánimo, que estuviera pendiente de sí mismo y
de su comodidad? ¿Cómo podría vivir el optimismo ante las más diversas
circunstancias, consecuencia de su vida de fe, si fuera pesimista y malhumorado
en su convivencia ordinaria? «No se puede mutilar nada de la esencia ni de las
cualidades buenas de la naturaleza humana. Despersonalizarse en aquello que de
bueno tiene el hombre –que es mucho– es lo más ruinoso que puede hacer un
cristiano. Desarrolla tu naturaleza, tu actividad humana; desarróllala hasta el
infinito. Todo lo que empequeñece, lo que contrae y estrecha, lo que nos ata
por el miedo, eso no es Cristianismo. Hay que emplear otra palabra que no sea
despersonalización para designar la total purificación del pecado y malas
inclinaciones que el hombre, con la ayuda de Dios, ha de realizar»4.
El Señor nos quiere con una personalidad definida, cada uno la suya, resultado
del aprecio que tenemos por todo lo que Él nos ha dado y del empeño que hemos
puesto por cultivar estos dones personales.
La tierra bien dispuesta –las virtudes naturales–
permite que la semilla divina arraigue, crezca y se desarrolle con facilidad, a
impulsos de la gracia y de la personal correspondencia. Y, al mismo tiempo,
mejora el terreno en el que cayó la buena simiente cuando crece en él la
semilla. La vida cristiana perfecciona las condiciones humanas, al darles una
finalidad más alta; el hombre es más humano cuanto más cristiano.
II. El Señor quiere
que practiquemos todas las virtudes naturales: el optimismo, la generosidad, el
orden, la reciedumbre, la alegría, la cordialidad, la sinceridad, la
veracidad... En primer lugar, porque debemos imitarle a Él, perfecto Dios y
Hombre perfecto. En Él, tienen su plenitud todas las virtudes propias de la
persona y, siendo Dios, se manifestó profundamente humano. «Vestía al uso de la
época, tomaba los manjares corrientes, se comportaba según las costumbres del
lugar, raza y época a que pertenecía. Imponía las manos, ordenaba, se enfadaba,
sonreía, lloraba, discutía, se cansaba, sentía sueño y fatiga, hambre y sed,
angustia y alegría. Y la unión, la fusión entre lo divino y lo humano era tan
total, tan perfecta, que todas sus acciones eran, a la vez, divinas y humanas.
Era Dios, y gustaba llamarse Hijo del Hombre»5.
Cristo mismo exigió a todos la perfección humana encerrada en la ley natural6,
formó a sus discípulos no solo en las virtudes sobrenaturales sino en el
comportamiento social, en la sinceridad, en la nobleza7,
les instó a que fueran hombres de juicio ponderado8...
Él mismo echó de menos la gratitud de unos leprosos a los que había curado9,
y las muestras de cortesía y de urbanidad10 propias
de gentes educadas. Tanta importancia dio Jesús a las virtudes humanas que
llegó a decir a sus discípulos: si no entendéis las cosas de la tierra,
¿cómo entenderéis las celestiales?11.
Si en lo humano procuramos ser sencillos, leales,
trabajadores, comprensivos, equilibrados..., estaremos imitando a Cristo, que
es también el Modelo en nuestro comportamiento, y nos dispondremos a ser la
buena tierra donde las virtudes sobrenaturales echan con facilidad sus raíces.
Para eso debemos contemplar muchas veces al Maestro y ver en Él la plenitud de
todo lo humano noble y recto. En Jesús tenemos el ideal humano y divino al que
nos debemos parecer.
III. El
cristiano en medio del mundo es como una ciudad puesta en lo alto de un monte,
como la luz sobre el candelero. Y lo humano es lo primero que se ve; el ejemplo
de personas íntegras, leales, honradas, valientes..., es lo que arrastra. Por
eso, las virtudes propias de la persona –todas las condiciones naturales
buenas– se convierten en instrumento de la gracia para acercar a otros a Dios:
el prestigio profesional, la amistad, la sencillez, la cordialidad..., pueden
disponer a las almas para oír con atención el mensaje de Cristo. Las virtudes
humanas son necesarias en el apostolado, porque si nuestros amigos no ven
estas, difícilmente entenderán las sobrenaturales. Si un cristiano no fuera
veraz, ¿cómo podrían confiar en él sus amigos? ¿Cómo daríamos a conocer el
verdadero rostro de Cristo, si falláramos en lo elemental, en lo humano? Las
virtudes humanas han de ser como el monte en el que está puesta la ciudad, como
el candelero en el que se coloca la luz de Cristo. Muchos apreciarán la vida
sobrenatural cuando la vean hecha realidad en una conducta plenamente humana.
Hemos de dar a conocer que Cristo vive, con la alegría
habitual, a través de la serenidad en circunstancias quizá difíciles y penosas,
en el trabajo bien acabado, en la sobriedad y la templanza, en una amistad
siempre abierta a todos. Una vocación cristiana vivida en su integridad debe
informar todos los aspectos de la existencia. Todos aquellos que de alguna
manera nos tratan y nos conocen han de percibir, la mayoría de las veces solo
por el comportamiento, la alegría de la gracia que late en el corazón. «Hemos
de conducirnos de tal manera, que los demás puedan decir, al vernos: este es
cristiano, porque no odia, porque sabe comprender, porque no es fanático,
porque está por encima de los instintos, porque es sacrificado, porque
manifiesta sentimientos de paz, porque ama»12,
porque es generoso con su tiempo, porque no se queja, porque sabe prescindir de
lo superfluo...
El mundo que nos rodea está necesitado del testimonio
de hombres y mujeres que, llevando a Cristo en su corazón, sean ejemplares.
Quizá nunca se ha hablado tanto de los derechos del hombre y de logros humanos.
Pocas veces la humanidad ha sido tan consciente de sus propias fuerzas. Pero
quizá nunca se han dejado más claramente de lado los valores propios de la
persona, que son aquellos que posee en cuanto imagen de Dios.
De los cristianos espera el mundo esta enseñanza
fundamental: que todos hemos sido llamados a ser hijos de Dios. Y para alcanzar
esta meta, hemos de vivir en primer lugar como hombres y mujeres cabales,
desarrollando todos los valores naturales que el Señor nos ha dado. Así, con
sencillez, mostramos que, para imitar a Cristo, es necesario ser muy humanos; y
que, siendo plenamente humanos, llevamos camino –porque la gracia nunca falta–
de ser plenamente hijos de Dios.
1 Mt 13,
1-9. —
2 A.
del Portillo, Escritos sobre el sacerdocio, Palabra, Madrid
1970, p. 30. —
3 Pío
XI, Enc. Divini illius Magistri, 31-XII-1929. —
4 J.
Urteaga, El valor divino de lo humano, Rialp, 29ª ed.,
Madrid 1984, p. 61. —
5 F.
Suárez, El sacerdote y su ministerio, p. 131. —
6 Mt 5,
21 ss. —
7 Mt 5,
37. —
8 Jn 9,
1-3. —
9 Lc 17,
17-18. —
10 Lc 7,
44-46. —
11 Jn 3,
12. —
12 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 122.
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