Francisco Fernández-Carvajal 17 de julio de
2019
@hablarcondios
— Jesucristo nos libera de las cargas más pesadas.
— Hemos de contar con el peso del dolor, de las
contradicciones y de los obstáculos.
— Deportividad, reciedumbre y alegría para afrontar
todo aquello que nos es contrario o menos agradable, lo que se opone a nuestros
planes o produce pesar y dolor. Huir del desaliento.
I. Venid
a Mí todos los fatigados y agobiados –nos
dice Jesús en el Evangelio de la Misa1–, y Yo os aliviaré. Se dirige a las multitudes que
le siguen, maltratadas y abatidas como ovejas que no tienen pastor2, y las libera de los pesos que las agobian. Los fariseos las
sobrecargaban de minuciosas prácticas insoportables3 y a cambio no les daban la paz en sus corazones.
Las cargas más pesadas de los hombres –enseña San
Agustín– son los pecados. «Dice Jesús a los hombres que llevan cargas tan
pesadas y detestables y que sudan en vano bajo ellas: Venid a Mí... y
Yo os aliviaré. ¿Cómo alivia a los cargados con los pecados, sino mediante
el perdón de los mismos?»4. Cada Confesión es liberadora, porque los pecados –aun los
veniales– abruman y oprimen. De este sacramento salimos restaurados, dispuestos
de nuevo para luchar, llenos de paz. «Como si dijera: todos los que andáis
atormentados, afligidos y cargados con la carga de vuestros cuidados y deseos,
salid de ellos, viniendo a Mí, y Yo os recrearé, y hallaréis para vuestras
almas el descanso que os quitan vuestras pasiones»5.
El Señor, a cambio de estas cargas del pecado, de la
soberbia, de la falta de generosidad..., nos invita a compartir su propio
yugo: Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de Mí, que soy manso y
humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas: porque mi yugo
es suave y mi carga ligera... Y comenta San Agustín: «Esta carga no es
un peso para quien la lleva, sino alas para quien va a volar»6. Son un dulce peso los compromisos propios de nuestra vocación
cristiana y aquella parte de la Cruz que a cada uno toca llevar; y esta amable
carga nos permite remontarnos hasta Dios mismo.
Junto a Cristo, además, las dificultades y los
obstáculos normales que se encuentran en la vida de todo hombre adquieren un
sentido bien diferente. En vez de ser «nuestra cruz» se convierten en la Cruz
de Cristo, con quien corredimimos, se purifican nuestras faltas y crecen las
virtudes. Y, sin embargo, tantas veces, a nuestro alrededor se alza la voz de
gente buena, pero sin fe viva, inmersa en la comodidad, que no entiende el
sacrificio. «Ese camino es muy difícil, te ha dicho. Y, al oírlo, has asentido
ufano, recordando aquello de que la Cruz es la señal cierta del camino verdadero...
Pero tu amigo se ha fijado solo en la parte áspera del sendero, sin tener en
cuenta la promesa de Jesús: “mi yugo es suave”.
»Recuérdaselo, porque –quizá cuando lo sepa– se
entregará»7, comprenderá mejor que él también ha sido llamado a la
santidad.
Debemos proclamar a los cuatro vientos que el camino
que sigue de cerca las pisadas de Cristo es un camino lleno de alegría, de
optimismo y de paz, aunque estemos siempre cerca de la Cruz. Y precisamente de
esas tribulaciones, llevadas por Dios, sacaremos los mayores frutos. «Acuérdate
–nos aconseja San Francisco de Sales– que las abejas en el tiempo que hacen la
miel comen y se sustentan de un mantenimiento muy amargo; y que así nosotros no
podemos hacer actos de mayor mansedumbre y paciencia, ni componer la miel de
las mejores virtudes, sino mientras comemos el pan de la amargura y vivimos en
medio de las aflicciones»8.
II. Es difícil,
quizá imposible, encontrar a una persona que no tenga dolor, enfermedad,
preocupaciones de un sentido o de otro. Al cristiano no le debe ocurrir lo que
comenta San Gregorio Magno: «hay algunos que quieren ser humildes, pero sin ser
despreciados; quieren contentarse con lo que tienen, pero sin padecer
necesidad; ser castos, pero sin mortificar su cuerpo; ser pacientes, pero sin
que nadie los ultraje. Cuando tratan de adquirir virtudes, y a la vez rehúyen
los sacrificios que las virtudes llevan consigo, se parecen a quienes, huyendo
del campo de batalla, quisieran ganar la guerra viviendo cómodamente en la
ciudad»9. Sin dolor y sin esfuerzo no hay virtudes.
Hemos de contar con dificultades, con preocupaciones y
con penas; en unas épocas se manifestarán de una forma más costosa, y en otras
más liviana; pero junto a Cristo serán siempre llevaderas. Estas
contradicciones –grandes o pequeñas–, aceptadas y ofrecidas a Dios, no oprimen;
por el contrario, disponen al alma para la oración y para ver a Dios en los
pequeños sucesos de la vida. El Señor no permitirá que nos llegue un dolor,
ningún apuro, que no podamos sobrellevar acudiendo a Él en demanda de ayuda. Si
alguna vez tropezamos con una contrariedad más grande, también el Señor nos
dará una gracia mayor: «Si Dios te da la carga, Dios te dará la fuerza»10.
Mientras nos encontremos en la tierra hemos de contar
con las dificultades como algo normal. San Pedro ya lo advertía a los primeros
cristianos: carísimos, cuando Dios os pruebe con el fuego de las
tribulaciones, no lo extrañéis como si os aconteciese una cosa muy
extraordinaria11. No nos sorprendamos; precisamente por el camino de la Cruz
pasa la senda de la felicidad y de la eficacia. El Señor permite con frecuencia
que venga la contradicción sobre aquellos que más quiere para que den más fruto
aún: todo sarmiento que unido a la vid da fruto, lo poda para que dé
más fruto12. Pero nunca nos deja solos; Jesús está siempre junto a los
suyos, especialmente cuando más se hace notar el peso de la vida.
III. Del
Señor solo nos llegan bienes. Cuando permite el dolor, la contrariedad,
problemas económicos o familiares..., es que desea para nosotros algo mejor.
Frecuentemente, Dios bendice a quienes más quiere con
la Cruz y con su gracia para que sepan llevarla con garbo humano y
sobrenatural. Cuando Santa Teresa, ya casi al final de su vida, se dirigía a
una fundación, se encontró con caminos impracticables y los ríos desbordados
por las inundaciones. Después de pasar la noche, enferma y fatigada, en una
posada tan pobre que no tenía ni camas13, decidió proseguir su viaje, porque el Señor así se lo pedía.
Él le había dicho: «No hagas caso de estos fríos, que Yo soy la verdadera
calor. El demonio pone todas sus fuerzas para impedir esa fundación; ponlas tú
de mi parte porque se haga y no dejes de ir en persona, que se hará gran
provecho»14. Lo cierto es que al día siguiente la Santa decidió atravesar
el río Arlanzón en unas condiciones tales que cuando llegó la caravana a la
orilla del río, no se veía más que una inmensa sabana de agua sobre la cual
apenas se distinguían los pontones de madera15. Los que estaban en la orilla vieron cómo su carruaje
oscilaba y quedaba suspendido al borde de la corriente. Teresa saltó, con el
agua hasta las rodillas, pero como estaba poco ágil se lastimó. Se dirigió
entonces al Maestro en tono amablemente quejoso: «¡Señor, entre tantos daños y
me viene esto!». Y Jesús le respondió: «Teresa, así trato Yo a mis amigos». Y
la Santa, llena de ingenio y de amor, le contestó: «¡Ah, Señor, por eso tenéis
tan pocos!»16. Después, todos estaban contentos, «porque en pasando el
peligro era recreación hablar de él»17.
Quiere el Señor que llevemos las contradicciones con
paz, con reciedumbre, con alegría y confianza en Él, sabiendo que «nunca falló
a sus amigos», especialmente si estos solo pretenden hacer Su voluntad. Junto
al Sagrario –mientras le decimos quizá: Adoro te devote, latens deitas,
te adoro con devoción, deidad escondida– comprobaremos que, aun en los casos
más difíciles y apurados, la carga junto a Cristo se hace ligera y su yugo
suave. Él nos ayuda a tener paciencia y a hacer frente a los obstáculos con
espíritu deportivo y siempre que sea posible con buen humor, como hicieron los
santos. Con esta actitud llevamos un gran bien a nuestra alma y a todos
aquellos que viven cerca de nosotros.
Deportividad y alegría para afrontar todo aquello que
nos es contrario o menos agradable, lo que se opone a nuestros planes o produce
pesar y dolor. Y también sencillez y humildad para no inventarse problemas y
dolores que no existen en la realidad, para dejar a un lado suspicacias, para
no complicarse falsamente la vida. Porque, aunque los obstáculos sean reales y
se deba contar con ellos, en ocasiones se corre el riesgo de desorbitarlos,
dándoles excesiva importancia. Puede ocurrir que alguna vez se piense que nada
se hace bien, que todo va de mal en peor, que se es ineficaz en el apostolado,
que el ambiente influye demasiado para ir contra corriente... Es una visión
deformada de las cosas, quizá por no contar con la verdadera realidad: somos
hijos de Dios, y jamás nos faltará la gracia para salir adelante con un mayor
bien. Junto a Él y con la protección de Santa María, refugium nostrum
et virtus, refugio y fortaleza nuestra, sabremos matizar y definir aquello
que va menos bien, pediremos ayuda en la dirección espiritual y lo que nos
parecía tan costoso se hará llevadero. Este espíritu optimista, alegre y lleno
de fortaleza es imprescindible para adelantar en el amor a Dios y para llevar a
cabo toda labor de apostolado. El alma envuelta en dificultades se enrecia, se
hace generosa y paciente. En los obstáculos hemos de ver siempre la gran
ocasión de hacernos fuertes y de amar más.
1 Mt 11,
28-30. —
2 Mt 9,
36. —
3 Cfr. Hech 15,
10. —
4 San
Agustín, Sermón 164, 4. —
5 San
Juan de la Cruz, Subida al Monte Carmelo, I, 7, 4 —
6 San
Agustín, o. c., 7. —
7 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 198. —
8 San
Francisco de Sales, Introducción a la vida devota, III, 3.
—
9 San
Gregorio Magno, Moralia, 7, 28, 34. —
10 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 325. —
11 1
Pdr 4, 12. —
12 Cfr. Jn 15,
2. —
13 Santa
Teresa de Jesús, Fundaciones, 27, 12. —
14 Ibídem,
31, 11. —
15 Cfr. M.
Auclair, La vida de Santa Teresa de Jesús, Palabra, 4.ª
ed., Madrid 1984, pp. 422-423. —
16 Ibídem,
p. 423. —
17 Santa
Teresa de Jesús, Fundaciones, 31, 17.
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