Francisco Fernández-Carvajal 30 de julio de
2019
@hablarcondios
— La vocación, algo de inmenso valor, una muestra muy
particular del amor de Dios.
— Dios pasa por la vida de cada persona en
circunstancias bien determinadas de edad, trabajo, etc. Pasa y llama.
— Generosidad ante la llamada del Señor.
I. El Reino
de los Cielos es semejante a un tesoro escondido en el campo que, al
encontrarlo un hombre, lo oculta y, gozoso del hallazgo, va y vende cuanto
tiene y compra aquel campo. También es semejante a un comerciante
que busca perlas finas y, cuando encuentra una perla de gran valor, va y vende
todo cuanto tiene y la compra1.
Con estas dos parábolas descubre Jesús en el Evangelio
de la Misa el valor supremo del Reino de Dios y la actitud del hombre para
alcanzarlo. El tesoro y la perla han sido
imágenes empleadas para expresar tradicionalmente la grandeza de la propia
vocación, el camino para alcanzar a Cristo en esta vida y después, para
siempre, en el Cielo.
El tesoro significa la abundancia de
dones que se reciben con la vocación: gracias para vencer los obstáculos, para
crecer en fidelidad día a día, para el apostolado...; la perla indica
la belleza y la maravilla de la llamada: no solamente es algo de altísimo
valor, sino también el ideal más bello y perfecto que el hombre puede
conseguir.
Hay una novedad en esta segunda parábola con respecto
a la del tesoro: el hallazgo de la perla supone una búsqueda esforzada, el
tesoro se presenta de improviso2.
Así puede pasar con Jesús y su llamada: muchos pueden haber encontrado la
vocación casi sin buscarla: un tesoro que de pronto les deslumbra; en otras
personas, Dios ha puesto una inquietud íntima en su corazón que les lleva a
buscar perlas de más valor, dando todo cuanto tienen al encontrarlas; Dios les
pone en el alma una insatisfacción hacia las cosas que no les acaban de llenar,
y les urge a seguir buscando: Quid adhuc mihi deest?, ¿Qué me falta?3,
habrán preguntado tantos al Señor en la intimidad de su alma. En ambos casos
–un encuentro repentino o una búsqueda larga– se trata de algo de grandísimo
precio: «un honor inmenso, un orgullo grande y santo, una muestra de
predilección, un cariño particularísimo, que ha manifestado Dios en un momento
concreto, pero que estaba en su mente desde toda la eternidad»4.
El hombre que descubre su vocación siempre ha tenido
que esforzarse para seguirla, pues el Señor llama, invita, pero no coacciona.
Una vez descubierta la perla o encontrado el tesoro,
es necesario dar un paso más. La actitud que se ha de tomar es idéntica en
ambas parábolas y está descrita con los mismos términos: va y vende
cuanto tiene y lo compra; el desprendimiento, la generosidad, es
condición indispensable para alcanzarlo. «Escribías: “(...) Este pasaje del
Santo Evangelio ha caído en mi alma echando raíces. Lo había leído tantas
veces, sin coger su entraña, su sabor divino”.
»¡Todo..., todo se ha de vender por el hombre
discreto, para conseguir el tesoro, la margarita preciosa de la Gloria!»5.
¡Nada hay que tenga tanto valor!
II. El
descubrimiento de los planes divinos proporciona al alma la clave para
descifrar el propio pasado. En ese momento encajan las piezas de lo que hasta
ahora era como un rompecabezas: por qué conocimos a aquella determinada
persona, las ayudas especiales que experimentamos en un determinado momento...
La vocación también proyecta su luz sobre la vida futura, que se ve plena de
sentido6.
Ni el hombre que encontró el tesoro, ni el que halló
la perla, echan de menos lo que antes poseían y que vendieron. Tal es la nueva
riqueza, que ninguna otra cosa dejada debe añorarse. Lo mismo sucede a aquel
que se desprende de todo por amor a Cristo: lo deja todo, y lo halla todo. Su
vida, en apariencia la misma, es bien distinta. El Señor subraya en la parábola
el gozo con que vende sus posesiones. Cabe pensar que serían cosas a las que
tendría aprecio: la casa, el mobiliario, los adornos... representaban el
esfuerzo de años de trabajo. Pero lo vende todo, sin regateos, sin pensarlo
demasiado, con alegría. Lo vende todo porque sabe bien el tesoro que ha
encontrado. Ante este, todo lo demás carece de importancia.
Dios pasa por la vida de cada persona en unas
circunstancias bien determinadas, a una edad concreta, en situaciones
distintas; y exige de acuerdo con esas condiciones, que Él mismo ha previsto
desde la eternidad. Jesús pasa y llama: a unos a la primera hora7,
cuando aún tienen pocos años, y les pide sus ambiciones, las esperanzas y
proyectos de un futuro que, a esa edad, parece lleno de promesas; a otros, en
la madurez de la vida... o en su declinar. A muchos, la mayoría, el Señor los
encontrará en su trabajo de hombres y mujeres corrientes en medio del mundo, y
querrá que sigan siendo fieles corrientes para que santifiquen ese mundo en
cuyas entrañas se encuentran, a través de su profesión, de su prestigio profesional
quizá duramente adquirido, con una entrega plena y total. A otros los encuentra
el Señor en el matrimonio y les pide que santifiquen su familia y se den a Él
por entero, en sus peculiares circunstancias.
En cualquier edad en la que se reciba la llamada, el
Señor da una juventud interior que lo renueva todo, la llena de ilusiones a
estrenar y de afán apostólico. Ecce nova facio omnia8,
dice el Señor; Yo puedo renovarlo todo: acabar con la rutina en la vida,
enseñar a mirar más lejos y más arriba. ¿Cuál es la mejor edad para entregarse
a Dios? Aquella en la que el Señor llama. Lo importante es ser generoso con Él
entonces y siempre, sin confiar en que habrá otra oportunidad, que tal vez no
llegue nunca; sin suponer tampoco que ya se ha pasado el tiempo de las
decisiones llenas de audacia y de valentía, que es demasiado tarde..., o
demasiado pronto.
III. Es
semejante el Reino de los Cielos a un comerciante que anda en busca de perlas
finas, y hallando una muy preciosa, vende cuanto tiene y la compra... En
comparación de aquella –comenta San Gregorio Magno– nada tiene valor, y el alma
abandona todo cuanto había adquirido, derrama todo cuanto había congregado y
considera deforme todo lo que le parecía bello en la tierra, porque solo brilla
en el alma el resplandor de aquella perla preciosa9.
Quien es llamado –cualquiera que sea su situación
personal– debe entregar al Señor todo lo que le pide: con frecuencia, todo lo
que esté en condiciones de darle. Las circunstancias, sin embargo, son
distintas y, por tanto, darlo todo no siempre significará materialmente lo
mismo: una persona casada, por ejemplo, no puede ni debe abandonar lo que, por
voluntad de Dios, pertenece a los suyos: el amor a su mujer o a su marido, la
dedicación a su familia, la educación de los hijos... Al contrario, para esta persona,
darlo todo supone vivir la vida de un modo nuevo, cumpliendo mejor
con sus deberes legítimos; supone trabajar más y mejor; vivir heroicamente sus
obligaciones familiares; desvivirse para educar humana y cristianamente a sus
hijos; preocuparse de otras familias amigas; hablar de Dios con la conducta y
con la palabra; buscar tiempo para colaborar en tareas de apostolado...; «en la
vida real de un hombre o de una mujer casados, que después descubren la
significación vocacional de su matrimonio, el “descubrimiento” aparece siempre
como una dimensión concreta de su vocación cristiana, que es lo radical; y su
respuesta, como un aspecto –importante– de su total obediencia de fe, que
comporta necesariamente otros muchos aspectos»10.
Cuando se quiere seguir al Señor más de cerca –en
cualquier estado y situación–, se comprende que no pueda uno quedarse encerrado
en su pequeño mundo, en el que tal vez se había instalado como si fuera
definitivo. Se entiende que es preciso dar claridad a los otros, llegar más
lejos, entrar más a fondo en el propio ambiente para transformarlo desde
dentro, ampliando el círculo de amistades, llegando a un apostolado más intenso
y extenso, dando luz a muchas almas, porque el mundo está a oscuras.
La llamada del Señor es el acontecimiento más grande
que nos puede suceder, como a aquellos a quienes Jesús llamó a orillas del lago
de Genesaret. Sin embargo, seguir a Cristo en una entrega plena nunca es fácil.
Quien se encuentra instalado en una posición más o menos estable, el que
considera que tiene su vida hecha, puede ver que peligra esa tranquilidad
conquistada, en la que se supone con pleno derecho. Y eso es precisamente lo
que Cristo pide: romper con la rutina, con la medianía, con la vulgaridad
cómoda. La vocación siempre exige renuncia y un cambio profundo en la propia
conducta. La llamada reclama para Dios todo lo que uno se había reservado para
sí mismo, y pone al descubierto apagamientos, flaquezas, reductos que se
suponían intocables y que, sin embargo, es preciso destruir para adquirir el
tesoro sin precio, la perla incomparable. Es Jesús el que nos busca: no
me elegisteis vosotros a Mí, sino que Yo os he elegido a vosotros11.
Y si Él llama, también da las gracias necesarias para seguirle, en los
comienzos y a lo largo de toda la vida.
San José, nuestro Padre y Señor, encontró el tesoro de
su vida y la perla preciosa en el encargo de cuidar de Jesús y
de María aquí en la tierra. Pidámosle hoy que nos ayude siempre a vivir con
plenitud y alegría lo que Dios quiere de cada uno de nosotros, y que entendamos
en todo momento que nada vale la pena tanto como el cumplimiento de la propia
vocación.
1 Mt 13,
44-45. —
2 Cfr. F.
M. Moschner, Las parábolas del Reino de los Cielos, Rialp,
Madrid 1957, p. 11. —
3 Mt 19,
20. —
4 San
Josemaría Escrivá, Forja, 18. —
5 Ibídem,
993. —
6 Cfr. F.
Suárez, La Virgen Nuestra Señora, p. 88. —
7 Cfr. Mt 20,
1 ss. —
8 Apoc 2,
2-6. —
9 Cfr. San
Gregorio Magno, Homilías sobre los Evangelios, 11. —
10 P.
Rodríguez, Vocación, trabajo. contemplación, EUNSA,
Pamplona 1986, p. 31. —
11 Jn 15,
16.
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