Rafael Luciani 20 de julio de 2019
En
la época de Jesús eran muchas las personas excluidas y maltratadas por los
sistemas de poder, lo cual se hacía en nombre de la imagen que los líderes
políticos y religiosos tenían de Dios. Sin embargo, Jesús nos revela otro modo
de ser de Dios, el de uno que se sienta y come con los pecadores y las
víctimas, aun cuando lo acusan de ser irrespetuoso de la Ley (Mc 2,16); el de
uno que no justifica lo injustificable y quiere un cambio. Para ello se hace
itinerante con los pobres, compasivo con los enfermos y solidario con el
necesitado, entendiendo que tal cambio pasa por reconstruir la paz social
perdida.
César
Augusto había unificado a Roma trayendo «la paz al mundo» por medio del control
y la dominación, basándose en un sistema jurídico que defendía sólo a los suyos
y actuaba con impiedad con quienes se le oponían. En este contexto Jesús
proclama que no habrá paz social sin justicia: «bienaventurados» «los que
trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios» y «los
perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino» (Mt 5,9-10).
El mensaje era claro: el «reino» de César, el «hijo divino» de Apolo, no
ofrecía la verdadera paz, aunque la proclamara.
Frente
a la paz sectaria de las «legiones romanas», Lucas propone otra, representada
por las «legiones angélicas» que aparecen en el relato de la Natividad, y que
simbolizan la opción por una sociedad justa y desarmada (Lc 2,13-14), para que
la violencia y la impunidad no reinen. Es una paz «para todos».
La
paz no la traen las ideologías políticas, como tampoco las mediaciones
rituales, los sacrificios o el rezo de devociones (Mc 12,33), sino la opción
que cada uno haga por vivir con humanidad y reparar la sociedad al ir
reconciliando las relaciones: «si al presentar tu ofrenda ante el altar te
acuerdas de que un hermano tuyo tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, y
vete primero a reconciliarte» (Mt 5,23-24).
Sin
embargo, optar por este modelo de paz, justicia y fraternidad, implica vivir un
conflicto de fidelidades porque exige la coherencia frente al rechazo de las
familias, instituciones políticas y religiosas que siguen ancladas en la lógica
del poder y la sumisión. Es un conflicto personal que puede llevar al hijo a
tener que vivir fuera de la familia, y a quien asuma la defensa de las
víctimas, a tener que padecer la impiedad del poderoso.
No
hay paz sin consecuencias porque no hay paz sin justicia. Lo recuerda Mateo:
«no he venido a traer paz, sino espada. Porque vine a poner al hombre contra su
padre, a la hija contra su madre…; los enemigos del hombre serán los de su
misma casa» (Mt 10,34-36). ¿Debemos hacer silencio ante quien robe, mate o
humille con sus palabras y acciones? ¿Estamos dispuestos a asumir las
consecuencias del rechazo al optar por un modo de ser tan humano como el de
Jesús, incluso en medio de nuestras familias e instituciones políticas y
religiosas?
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