Francisco Fernández-Carvajal 26 de julio de
2019
@hablarcondios
— La alianza del Sinaí y la Nueva Alianza de Cristo en
la Cruz.
— La renovación de la Alianza: la Santa Misa.
— Amar el Sacrificio del altar.
I. Leemos en el
libro del Éxodo1 que cuando Moisés bajó del Sinaí dio a conocer al pueblo
los mandamientos que había recibido de Dios. Los israelitas se obligaron a
cumplirlos y Moisés los puso por escrito. A la mañana siguiente edificaron un
altar en la parte más baja de la montaña y alzaron doce piedras, en memoria de
las doce tribus de Israel. Inmolaron unas víctimas con cuya sangre ratificaron
la Alianza que Yahvé realizaba con su pueblo. Mediante este pacto, los
israelitas se comprometían a cumplir los preceptos divinos recibidos por Moisés
en el Sinaí, y Yahvé, con amor paternal, velaría por su pueblo, elegido entre
todos los pueblos de la tierra. El rito se realizó a través de la sangre,
símbolo de la fuente de la vida. Se roció sobre el altar, que representaba a
Dios y después de leer Moisés solemnemente y en voz alta el «libro de la
Alianza», roció al pueblo. La aspersión con la sangre expresaba esta unión
especial de Yahvé y su pueblo2.
Tan importante es este acontecimiento que ha de ser
recordado y renovado en muchas ocasiones3. El pueblo romperá incontables veces el pacto, pero Dios no se
cansa de perdonar y de amar; no solo perdona: anuncia por los Profetas, una y
otra vez, la nueva Alianza en la que mostrará su infinita misericordia4. Por la Sangre de Cristo, derramada en la Cruz, se sellará el
nuevo y definitivo pacto anunciado, que une estrechamente a Dios su nuevo
pueblo, la humanidad entera, llamada a formar parte de la Iglesia. El
sacrificio del Calvario fue un sacrificio de valor infinito que estableció unas
relaciones completamente nuevas e irrevocables de los hombres con Dios.
«¿Deseas descubrir (...) el valor de esta sangre?,
pregunta San Juan Crisóstomo. Mira de dónde brotó y cuál sea su fuente. Empezó
a brotar de la misma Cruz y su fuente fue el costado del Señor. Pues muerto ya
Jesús, dice el Evangelio, uno de los soldados se acercó con la lanza, y le
traspasó el costado, y al punto salió agua y sangre: agua, como símbolo del
Bautismo; sangre, como figura de la Eucaristía. El soldado le traspasó el
costado, abrió una brecha en el muro del templo santo, y yo encuentro allí el
tesoro escondido y me alegro con la riqueza hallada»5. Esta riqueza la encontramos cada día en la Santa Misa, donde
el cielo parece unirse con la tierra, ante el asombro de los mismos ángeles, y
allí nos unimos con Cristo en una intimidad real y verdadera; el antiguo pueblo
elegido jamás pudo imaginar algo semejante. «Te suplico, dulcísimo Jesucristo
–le decimos al Señor con una antigua oración para la acción de gracias de la
Misa–, que tu Pasión sea la virtud que me fortalezca, proteja y defienda; tus
llagas sean para mí manjar y bebida con las cuales me alimente, embriague y
deleite; la aspersión de tu sangre me purifique de todos mis delitos; tu muerte
sea para mí vida permanente, tu Cruz sea mi eterna gloria...»6.
II. Vienen
días, palabra de Yahvé, en los que Yo haré una alianza nueva con la casa de
Israel y la casa de Judá; no como la alianza que hice con sus padres, cuando
los saqué de la tierra de Egipto...7. En la Última Cena, el Señor anticipó lo que más tarde
llevaría a cabo al morir. En aquella acción mostró a sus discípulos lo que
quería hacer e hizo en la Cruz: la entrega de su Cuerpo y de su Sangre por
todos. La Cena es la anticipación del sacrificio de la Cruz8. Este cáliz es la Nueva Alianza en mi sangre; cuantas
veces lo bebáis, hacedlo en conmemoración mía9, palabras del Señor que recoge San Pablo en la primera Carta
a los Corintios escrita unos veintisiete años después de aquella noche
memorable, y que se guardaban en el seno de la Iglesia como un tesoro.
La palabra conmemoración recoge el
sentido de la palabra hebrea que se utilizaba para designar la esencia de la
fiesta judía, como recuerdo o memorial de la salida de Egipto y de la Alianza
hecha por Dios en el Sinaí10. Con estos ritos, los israelitas no solo recordaban un
acontecimiento pasado, sino que tenían conciencia de actualizarlo o revivirlo,
para participar en él a lo largo de todas las generaciones. Cuando Nuestro
Señor manda a los Apóstoles haced esto en conmemoración mía, no les
dice simplemente que recuerden aquel momento único de la Cena memorable, sino
que renueven su sacrificio del Calvario, que está ya anticipadamente presente
en aquella Cena.
Ahora, cada día, en todo el mundo, se renueva esta
Alianza siempre que se celebra la Santa Misa. En cada altar se
re-presenta, es decir, se vuelve a hacer presente, de modo
misterioso pero real, el mismo sacrificio de Cristo en el Calvario: se realiza
en el presente, aquí y ahora, la obra de nuestra Redención que
Cristo realizó allí y entonces, como si desapareciesen los veinte
siglos que nos separan del Calvario. El carácter de Nueva Alianza del
Sacrificio Eucarístico se pone particularmente de manifiesto en el momento de
la Consagración11. En esos instantes hemos de expresar, de modo más consciente,
nuestra fe y nuestro amor.
Un autor antiguo daba estas recomendaciones al
sacerdote que celebra, y que, con la oportuna acomodación, nos pueden ayudar a
todos a vivir con más intensidad de fe y de amor ese momento tan grande. Una
vez pronunciadas las palabras que hacen presente a Cristo sobre el altar,
«penetra con los ojos de la fe en lo que se esconde bajo las especies
sacramentales; arrodillándote entonces, mira con los ojos de la fe al ejército
de los ángeles que te rodea, y adora con ellos a Cristo con una reverencia tan
profunda que humilles tu corazón hasta el abismo. En la elevación, contempla a
Cristo elevado en la Cruz, y pídele que traiga a Sí todas las cosas. Haz actos
intensísimos de las diversas virtudes, ora unos, ora otros, de fe, de
esperanza, de amor, de adoración, de humildad..., diciendo con la mente: “¡Jesús,
Hijo de Dios, ten compasión de mí! Señor mío y Dios mío. Te amo, Dios mío,
y te adoro con todo mi corazón y sentimientos”. Puedes también renovar la
intención por la que celebras y ofrecer lo ya consagrado según los cuatro
fines. Pero de modo especial, cuando elevas el cáliz, acuérdate con dolor y
lágrimas de que la sangre de Cristo fue derramada por ti y de que con
frecuencia tú la has despreciado; adórale en compensación por los desprecios
pasados»12.
Nuestra fe y nuestro amor han de quedar fortalecidos
particularmente en esos momentos de la Consagración.
III. ¡Qué
deseables son tus moradas, Señor de los ejércitos! Mi alma se consume y anhela
los atrios del Señor13. ¡Con qué amor y reverencia hemos de acercarnos a la Santa
Misa! Allí está el manantial sublime de las gracias siempre nuevas, al que
deben venir todas las generaciones que van sucediéndose en el tiempo para
encontrar la fortaleza en el largo camino hacia la eternidad14. Allí encontramos la gracia, y al Autor mismo de toda gracia15.
Cuando nos preparemos para celebrar o para participar
del Santo Sacrificio del altar, hemos de hacerlo de un modo tan intenso y tan
activo que estrechamente nos unamos con Jesucristo, Sumo Sacerdote, según lo
que nos indica San Pablo: Habéis de tener en vuestros corazones los
mismos sentimientos que tuvo Jesús en el suyo16, y ofrezcamos el Santo Sacrificio juntamente con Él y por Él,
y con Él nos ofrezcamos también nosotros mismos17. Y para cuidar esa íntima unión con Jesucristo en la Santa
Misa nos ayudará mucho el esmero en la participación exterior en la Liturgia,
que ha de ser consciente, piadosa y activa, con recta disposición
de ánimo, poniendo el alma en consonancia con la voz y colaborando con la
gracia divina18. Prestaremos delicada atención a los diálogos y a las
aclamaciones, haremos actos de fe y de amor en los breves silencios previstos,
pediremos a la Santísima Virgen que nos enseñe a estar particularmente
vigilantes, con la vigilancia del amor, en el momento de la Consagración, al
recibir en nuestra alma a Jesús... No echaremos en olvido el valor de la
puntualidad, delicada atención para con el Señor y para con los demás, el modo
de vestir, con sencillez pero con la dignidad que tal acción requiere, pues «no
ama a Cristo quien no ama la Santa Misa, quien no se esfuerza en vivirla con
serenidad y sosiego, con devoción, con cariño. El amor hace a los enamorados
finos, delicados; les descubre, para que los cuiden, detalles a veces mínimos,
pero que son siempre expresión de un corazón apasionado. De este modo hemos de
asistir a la Santa Misa. Por eso he sospechado siempre que, los que quieren oír
una Misa corta y atropellada, demuestran con esa actitud poco elegante también,
que no han alcanzado a darse cuenta de lo que significa el Sacrificio del
altar»19.
La acción de gracias después de la Misa completará
esos momentos tan importantes del día, que tendrán una influencia decisiva en
el trabajo, en la vida familiar, en la alegría con que tratamos a los demás, en
la seguridad y confianza con que vivimos la jornada. La Misa, así vivida, nunca
será un acto aislado, sino alimento de nuestras acciones; les dará unas
características peculiares, las que corresponden y definen a un hijo de Dios
que vive como tal en medio del mundo, corredimiendo con Cristo.
Procuremos encontrar a Nuestra Señora en la Santa
Misa, que es como una prolongación del Calvario, donde Ella acompañó a su Hijo
en el dolor, ofreciéndose al Padre. Ofrezcamos a Jesús, y nosotros con Él, por
medio de Santa María, que de un modo muy particular se halla presente en el
Santo Sacrificio: «¡Padre Santo! Por el Corazón Inmaculado de María os ofrezco
a Jesús, vuestro Hijo muy amado, y me ofrezco yo mismo en Él, con Él y por Él a
todas sus intenciones y en nombre de todas las criaturas»20.
1 Primera
lectura. Año I. Ex 24, 3-8. —
2 Cfr. B.
Orchard y otros, Verbum Dei, vol I, in loc. —
3 Cfr. 2
Sam 7, 13-16, 28, 69; Jos 24, 19-28. —
4 Cfr. Jer 31,
31-34; Ez 16, 60; Is 42, 6. —
5 San
Juan Crisóstomo, Catequesis bautismales, III, 19. —
6 Preces
selectae, Adamas Verlag, Colonia 1987, p. 20. —
7 Jer 31,
31.—
8 Cfr. M.
Schmaus, Teología dogmática, vol. VI p. 244. —
9 1
Cor 11, 25. —
10 Cfr. Sagrada
Biblia, Epístolas de San Pablo a los Corintios, EUNSA,
Pamplona 1984, nota a 1 Cor 11, 24. —
11 Cfr. B.
Orchard y otros, loc. cit. —
12 Card.
J. Bona, El sacrificio de la Misa, pp. 145-146. —
13 Salmo
responsorial. Año II. Sal 83, 2-3. —
14 Cfr. R.
Garrigou-Lagrange Las tres edades de la vida interior, vol.
I, p. 131. —
15 Cfr. Pablo
VI, Instr. Eucaristicum Mysterium, 25-III-1967, 4. —
16 Cfr. Flp.
2, 5 —
17 Cfr. Pío
XII, Enc. Mediator Dei, 20-XI-1947. —
18 Cfr. Conc.
Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 48 y 11. —
19 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 92. —
20 P.
M. Sulamitis, Ofrenda del Amor Misericordioso, Salamanca
1931.
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