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sábado, 20 de julio de 2019

La otra cara de la moneda, por @benalarcon




Benigno Alarcón 18 de julio de 2019
@benalarcon

La sesión en Barbados de esta semana y la de la próxima refleja que el proceso de mediación auspiciado por el gobierno de Noruega mantiene aún signos vitales. No sabemos si goza de buena salud y, aunque tenemos dudas de ello, debemos reconocer que sigue vivo y, como se suele decir en situaciones extremas, mientras hay vida hay esperanza.

Pese a las bajas expectativas que cualquier negociación, directa o asistida (medicación), con el gobierno genera por razones más que justificadas, que se derivan de malas experiencias que comienzan con aquella crisis del 2002 en la que el expresidente norteamericano Jimmy Carter ejerció como mediador en un proceso que resultó en el acuerdo sobre un referéndum que Chávez se las arregló para postergar hasta el 2004, con consecuencias costosísimas para la oposición, ni la negociación ni la mediación deben ser satanizadas per se.

El problema no es la mediación, sino el hecho de que al ser estos mecanismos de resolución de conflictos que se basan en la voluntad de las partes, y no en lo que un juez o un árbitro decide e impone, la buena fe y la disposición de las partes a cumplir determina sus posibilidades de éxito. Lamentablemente, tanto de los discursos de los voceros gubernamentales como de sus actuaciones más recientes se deduce que ni la buena fe ni la disposición a cumplir parecieran estar presentes entre ellos.

Mientras tanto, por no conocer todo lo que está pasando en la mesa de negociación, porque del lado de la oposición se ha respetado el acuerdo de confidencialidad que los noruegos exigieron como condición para ser facilitadores de este proceso, por conocer personalmente a casi todos quienes están presentes en la mediación representando al sector democrático, y porque creo que son personas serias y honorables, que nunca avalarían un acuerdo contrario a los intereses del país,  les doy un voto de confianza a quienes están expuestos en la primera fila de este esfuerzo, al tiempo que me permito compartir públicamente, porque es pertinente hacerlo público al tener la sociedad venezolana un rol en esto, las mismas reflexiones que en privado ya he compartido con nuestros negociadores y con el liderazgo democrático.

Las condiciones para alcanzar un acuerdo electoral en la iniciativa de Oslo no están claras, aún en el caso de que el régimen haya dado alguna señal de disposición a ceder en la principal demanda sobre una nueva elección presidencial, que fue la condición que la oposición colocó sobre la mesa para retornar a la mediación, y lo cual disparó las conjeturas sobre posibles fechas, candidatos y escenarios de cara a una elección.

La realidad es que, sobre tal compromiso de avanzar hacia una elección, no existe nada que permita hacer tal afirmación con cierto nivel de certeza, dadas las declaraciones de Diosdado Cabello, que lo niega de manera directa, como de las mismas actuaciones y declaraciones de Maduro, más sutiles, pero estratégicamente manejadas para alterar los ánimos de la audiencia opositora.

Es por ello por lo que nos preocupa la posibilidad de que existan ofertas que solo busquen generar algún tipo de expectativa con la intención de mantener a la oposición en la mesa, bajo la condición de no avanzar en otras acciones, con lo que el tiempo puede convertirse en el peor enemigo de las expectativas sobre la capacidad del liderazgo de oposición para generar una transición democrática.

Con respecto a la estrategia opositora, Guaidó ha pedido recientemente un voto de confianza a los venezolanos, y ha reafirmado que está liderando acciones en todos los tableros, que incluyen tanto las iniciativas de Oslo, Grupo Internacional de Contacto, Grupo de Lima y de la Organización de Estados Americanos (OEA), así como la reincorporación al Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR), que poco tiene que ver con la resolución de conflictos políticos internos a pesar de las expectativas que sobre él mismo se han generado.

En este sentido, una serie de voceros de la oposición democrática en el extranjero dejan entrever que no se ha descartado la consideración de utilizar la opción militar como mecanismo que provoque una recomposición del poder político. Mientras, en sentido opuesto, el mayor aliado internacional con la capacidad para ejercer tal alternativa, o sea los Estados Unidos, ha retrocedido en ese terreno, y de acuerdo con declaraciones de funcionarios y voceros calificados de ese país, como Elliott Abrams, se apuesta a continuar apoyando la mediación iniciada por Noruega.

Como decía uno de mis maestros más respetados y querido, Thomas Schelling, la gente no negocia lo que puede procurarse por otros medios, y lo que interesa al gobierno es el control del poder, lo que hoy tiene sin cooperación de la oposición, y solo estará dispuesto a negociar una salida cuando mantenerlo no sea posible y necesite de alguien más para garantizar ciertas garantías o condiciones.

Lamentablemente, hoy en día, al contrario de lo que sucede en la casi totalidad de los procesos de transición política, incluso en aquellos mucho más vinculados a factores geopolíticos, como lo fueron los casos de Polonia, Serbia, Ucrania, Checoslovaquia o Alemania, la casi totalidad del juego se desarrolla en el tablero externo, al tiempo que se ha producido un importante deterioro en las estrategias de presión interna dado a que la población se mantiene a la expectativa de que actores externos, bien sea por negociación o por la fuerza, resuelvan el conflicto. La realidad es que mientras el régimen mantenga el control de la situación interna, pocos incentivos tiene para negociar.

Es así como conflicto y negociación no son estrategias excluyentes sino complementarias, las dos caras de una misma moneda, sin una la otra no es posible. Se negocia un acuerdo porque existe un conflicto que no puede resolverse por otros medios, o porque se gana más resolviéndolo de mutuo acuerdo; pero no se negocia si se puede resolver por otros medios, como la fuerza, sobre todo cuando no se está dispuesto a ceder en aquello que está en juego, en la sustancia del conflicto, que en este caso es nada menos que el poder. Alcanzar un acuerdo negociado en este conflicto implica, como condición sine que non, quitar al régimen su capacidad de resolverlo por otros medios, como la fuerza, lo que colocaría a las partes al menos en condiciones simétricas o de igualdad.

Es por ello que resulta urgente considerar la necesidad de renacionalizar la lucha democrática, lo que implica reubicar el epicentro de las acciones en el país, sin que esto signifique prescindir de las gestiones que lleva a cabo la comunidad internacional comprometida con producir un cambio democrático. Para ello es necesario volver a hacer al ciudadano centro y protagonista de esta lucha mediante una narrativa que lo empodere, en vez de hablar de lo que no se puede porque el régimen es todo-poderoso.

Es innegable que la presión internacional ha sido fundamental para fortalecer la causa democrática de la oposición y el liderazgo de Guaidó en un momento en el cual el sector político de la oposición lucía extraviado, no encontraba un norte estratégico, y carecía de un referente político de cara a la población. Sin embargo, lo internacional no puede sustituir a la lucha política local, y mucho menos debe ser una excusa para reducir la movilización y presión interna que, por el contrario, en caso de reducirse terminará quitándole efectividad y legitimidad a la presión internacional.

El conflicto interno es el factor que incrementa los costos para el régimen de mantener el poder por el uso de la fuerza y la represión, es lo que obliga a la búsqueda de soluciones negociadas, pero además es el catalizador de la acción internacional. La comunidad internacional no actúa por el simple hecho de cambiar un sistema de gobierno, actúa por la existencia de un conflicto que normalmente se manifiesta mediante la movilización masiva de su sociedad, pero también deja de actuar cuando sus sociedades dejan de movilizarse, y no porque se haya producido un cambio de régimen, tal como lo demuestran casos como el de Cuba, China, Bielorrusia, Egipto, Turquía o Corea del Norte.  


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