Por Gregorio Salazar
Una experiencia de las
muchas que debieron vivir miles de caraqueños para llegar a su casa en medio
del cuarto apagón del año
Llegando a Plaza Venezuela
el metro empezó a acusar un abandono de sus fuerzas, una especie de fatal
desvanecimiento como a un viejito al que se le van repentinamente
los tiempos, pero pudo llegar al andén con el impulso que traía. Eso
sí, perezosamente, con menos velocidad que un carrito de carreras YMCA.
Con el tren y el andén a
oscuras la sorpresa es que la gente no quiere desalojarlo. Y uno se imagina
porqué: asumir de una vez que el percance no tendrá remedio en breve
significará echarse a andar por una ciudad donde el transporte superficial,
colectivos o taxis, prácticamente ha desaparecido.
Y aunque así no fuera, con
la marejada humana que el metro paralizado lanza a la calle difícilmente se
encontrará otra forma de llegar a la casa como no sea caminar para algunos
durante horas. Por eso se quedan inmovilizadas en sus puestos o
aferradas de la esperanza más fuertemente que de las correas o los tubos del
techo mientras musitan preces a San Cristóbal, santo de los viajeros, o al
Anima de Pica Pica, a ver quién quita. Los que no se caen a cobas mascullan las
consabidas mentadas de madre o las profieren en clara, inteligible y
ensordecedora voz.
Cuando enfrentábamos el
calvario de los 56 escalones que nos separaban del boulevard de Sabana Grande,
suplicio algo regular si usted padece de meniscos algo roídos, por el sonido
interno se instruía a las personas a permanecer en las zonas iluminadas de la
estación. ¿Y cuáles? Aquello era una boca de lobo donde algunos
ingenuos trataban vanamente de iluminarse con los celulares, aun a riesgo de un
arrebatón.
Uno se maravilla de cómo
todavía es capaz de obnubilarnos cualquier fragmento de partícula infinitesimal
de optimismo por allí olvidada “en un rincón del alma”, como dice la vieja
balada. Uno cree que la cosa no es difícil, que todo se va a resolver rápido y
bien. No será para tanto: en un rato volverá la luz, para el metro todo irá
sobre rieles, otro mega apagón ni pensarlo, podremos regresar a casa
relativamente temprano después de cumplir nuestros objetivos: una diligencia en
el Centro Comercial El Recreo y seguir hacia los lados de Parque Miranda para
asistir a una reunión. Y manda un mensaje: “Voy en camino”, sin darse cuenta de
que las tres palabras se quedarán encapsuladas en el aparato porque hace
raaaaato que no hay señal.
La realidad comienza a
desmentirnos cuando llegamos al centro comercial en el justo momento en que
están cerrando los pesados portones metálicos porque también está a oscuras.
Uno sigue pensando en positivo. Este apagón es reducido, eso debe estar restringido
a esta zona, un pequeño racionamiento ordenado por Delcy. Pero la avalancha
humana que comienza a inundar el boulevard va dando señales que la
cosa no se viene fácil. No va a haber metro. Y se presenta el primer dilema:
regresar o seguir adelante. Regresar al centro norte de Caracas es imposible.
Ni las rodillas ni un repentino y persistente dolor, que ubicaríamos
empíricamente entre los cuboides y los escafoides del pie izquierdo, nos lo
permitirían. Total apenas son cuatro estaciones: Chacaíto, Chacao, Altamira y,
sí, Parque del Este.
Abreviemos la relación de
este suplicio. A las seis y picote de la tarde estábamos en las afueras del
edificio donde habría la reunión. No funciona el timbre del comunicador, no
funcionan las líneas telefónicas, nadie conocido con carro llega, nadie sale.
Uno es el único que no se enteró de que se suspendió el encuentro porque no le
llegaron los mensajes.
La cosa se va poniendo
seria. Hay que regresar al centro de Caracas, pero ahora desde un extremo más
distante. Y oscureciendo. Recordar de improviso que un familiar vive en las
cercanías de Altamira fue un alivio. Alivio que volvió a alejarse cuando
llegamos a las afueras del edificio otra vez sin modo ni manera de
comunicarnos. La conserje está afuera, en la planta baja, conoce a quien
buscamos, pero por nada del mundo nos va a dejar entrar ni va a subir 15 pisos
para ir a avisar.
Al menos había un banquito
de cemento en la entrada. Allí se sienta uno con el puño enterrado en el mentón
cual Pensador de Rodín estudiando las alternativas para romper tamaño cerco.
¿Regresar caminando a esa distancia y a oscuras? Ni con veinte años menos nos
lanzaríamos a esa proeza olímpica. Podía ser que volviera la luz y la señal
telefónica. Nos asalta la pregunta que pone a circular por las venas un
líquido así como refrigerante para motores ¿Y si se trataba de un nuevo mega
apagón? Y ya nos imaginábamos las intoxicantes excusas del Goebbels
criollo, que efectivamente resultaron desquiciomagnéticas, ineptoanalógicas,
electroinventadas y cibernembusteras.
La historia tiene un final
de Disney, propiciado diría uno que por un hada madrina, quien sabe si
Pancha Duarte, la célebre y generosa Anima de Taguapire, condolida
de nuestra desvalida situación. Pasadas las ocho de la noche baja nuestro
familiar en busca de algo para comer, nos ve y pega un grito: ¡Qué haces
tú aquí! Oye la historia boquiabierto. Vente, responde, vamos a cenar que a la
vuelta hay un restaurant con planta. Unos trozos de pizza Margarita
fueron un buen consuelo, pero no tanto como poder regresar a casa ceca de las
diez de la noche en un taxi pedido por nuestro samaritano que milagrosamente, lógico,
tenía señal en su móvil.
No quiero imaginar la pobre
gente que peregrinó durante la noche de ayer a Propatria o a Petare abandonada
a su suerte olvidada por él ánima de Disney, Doña Pancha o Pica
Pica. Para ellos sólo las excusas de quienes mantienen al país en la
oscurana y el oscurantismo.
23-07-19
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