Por Marco Negrón
Recientemente, a raíz de una
breve nota del periodista Alonso Moleiro en la edición digital del Papel
Literario del 16 de junio, estalló una pequeña polémica dentro del
reducido pero selecto grupo de quienes se interesan por el destino de nuestras
ciudades. La nota se llamaba “Caracas ha muerto” y estas eran sus últimas
líneas: “Caracas es pasado. Nos recuerda momentos. En sus urbanizaciones, en
sus zonas residenciales, en sus panaderías, plazas, clubes, parques y bulevares
se escucha, sobre todo, el eco de los que ya no están con nosotros. De los que
se fueron del país y de los que se fueron de este mundo. Esta ciudad se volvió
una postal. Caracas ha muerto. De noche, sus habitantes la siguen velando”.
Por las redes corrieron las
acusaciones contra el periodista, acusándolo de pesimista y derrotista, de
ignorar o no valorar suficientemente los movimientos más o menos subterráneos
que siguen atestiguando la vitalidad de la ciudad, o al menos de sus habitantes
y organizaciones cívicas.
Sin embargo, ninguno de los
indignados por la impertinencia de Moleiro parecía registrar que, al mismo
tiempo, incluso en el mismo medio y en la misma sección, otros autores
denunciaban la muerte, no ya de la ciudad, sino del país
Justo al lado suyo escribía
Bárbara Piano: “Hace tiempo me quiero ir del país. Hace tiempo que me quiero
morir. Morirme es irme del país”. María Celina Núñez, el 28 de abril: “Es un
país que se va por el caño… Era una ciudad tomada por la muerte. La muerte que
no llega”. Geraudi, González Olivares, el 14 de julio: “Miro con el dolor
intacto, como aquella ave moribunda, los restos de lo que queda en el paisaje;
la sentencia final que juega a ser el destino de un país”; ese mismo día,
Golcar Rojas: “Pregunté por Venezuela / Ando buscando un país que me topo en
todos lados / Pulverizado / Disperso / Cataclismo / Mal viento”. El 2 de junio
Graciela Yáñez Vicentini: “no hay país no hay familia no hay nada / solo esta
hierba / creciendo / este cielo abierto / entre / mis dedos”. Ednodio Quintero,
el 23 de junio: “…la tormenta perfecta en que se ha convertido la espantosa
crisis de nuestro vapuleado país…”. Juan Carlos Santaella, una semana más
tarde: “En cierta forma, un destino extravagante y rudo como la piedra, nos ha
vencido”.
Lo más llamativo es que, a
diferencia de lo ocurrido con la nota de Moleiro, esta andanada de visiones
pesimistas sobre el país no generó, hasta donde sabemos, reacción alguna, por
lo que es necesario hacerse algunas preguntas en relación a este breve pero
significativo sondeo: ¿por qué declarar la “muerte” de la ciudad genera tanto
rechazo y en cambio la del país parece recibirse con indiferencia?; ¿es que nos
duele más la ciudad, que nos resulta una realidad más concreta y tangible,
mientras que “el país” aparece como una entelequia?; ¿es que se piensa que la
ciudad puede tener un destino distinto al del país y que la primera cuenta con
recursos de los que carece el segundo?
Por ahora se preferirá dejar
esas y otras preguntas posibles en el aire, confiando en que puedan despertar
la curiosidad de algún lector y alimentar un debate que vaya más allá de la
respetable, pero inconducente preocupación, de la mera confrontación entre
visiones optimistas y pesimistas. Ojalá así sea para bien de la ciudad y el
país posibles.
23-07-19
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