Francisco Fernández-Carvajal 23 de julio de
2019
@hablarcondios
— Nuestra unión con Cristo es más fuerte que cualquier
vínculo humano. Los lazos que se originan de seguir al Señor en un mismo camino
son más estrechos que los de la sangre.
— Debemos tener el necesario desprendimiento e
independencia para llevar a cabo la propia vocación.
— María, la Madre de la nueva familia de Jesús, la
Iglesia, es también Madre de cada uno de nosotros.
I. El Evangelio de
la Misa1 nos muestra a Jesús predicando una vez más. Se halla en
una casa tan abarrotada de gente que su Madre y otros parientes no pueden
llegar hasta Él, y le envían un recado. Alguien le dijo entonces: Mira
que tu madre y tus hermanos están fuera intentando hablarte. Y Él, extendiendo
las manos hacia sus discípulos, les dijo: He aquí mi madre y mis hermanos. Pues
todo el que haga la voluntad de mi Padre que está en los Cielos, ese es mi
hermano y mi hermana y mi madre.
En otra ocasión, una mujer del pueblo, al ver las
palabras llenas de vida de Jesús, exclamó en una alabanza a María: Bienaventurado
el vientre que te llevó y los pechos que te criaron. Pero el Señor dio la
impresión de querer rechazar el requiebro de aquella mujer, y contestó: Bienaventurados
más bien los que escuchan la palabra de Dios y la guardan2.
El Papa Juan Pablo II relaciona estas dos escenas con
aquella respuesta que Jesús dio a María y a José cuando le encontraron en
Jerusalén, a la edad de doce años, después de una búsqueda afanosa durante tres
días. Allí les dijo Jesús, con un amor sin límites y con una claridad total: ¿Por
qué me buscabais? ¿No sabíais que es necesario que Yo esté en las cosas de mi
Padre?3. Desde el comienzo, Jesús estuvo dedicado a las cosas
de su Padre. Anunciaba el Reino de Dios y a su paso todas las cosas
alcanzaban un sentido nuevo, también el parentesco. «En esta dimensión nueva,
un vínculo como el de la “fraternidad” significa también una cosa distinta de
la “fraternidad según la carne”, que deriva del origen común de los mismos
padres. Y aun la “maternidad” (...) adquiere un significado diverso»4,
más profundo y más íntimo.
Nos enseña repetidamente el Señor que por encima de
cualquier vínculo y autoridad humana, incluso la familiar, está el deber de
cumplir la voluntad de Dios, la propia vocación. Nos dice que seguirle de
cerca, en la propia vocación, la que Él ha dado a cada hombre y a cada mujer,
nos lleva a compartir su vida hasta tal punto de intimidad que constituye un
vínculo más fuerte que el familiar5.
Santo Tomás lo explica diciendo que «todo fiel que hace la voluntad del Padre,
esto es, que le obedece, es hermano de Cristo, porque es semejante a Aquel que
cumplió la voluntad del Padre. Pero, quien no solo obedece, sino que convierte
a otros, engendra a Cristo en ellos, y de esta manera llega a ser como la Madre
de Cristo»6. Es muy fuerte el vínculo que nace de llevar la misma sangre,
pero lo es aún más el que se origina del seguir a Cristo en el mismo camino. No
hay ninguna relación humana, por estrecha que sea, que se asemeje a nuestra
unión con Jesús y con quienes siguen a Jesús.
II. ¿Quién
es mi madre...? «¿Se aleja con esto de la que ha sido su madre según
la carne? ¿Quiere tal vez dejarla en la sombra del escondimiento, que ella misma
ha elegido? Si así puede parecer por el significado de aquellas palabras, se
debe constatar, sin embargo, que la maternidad nueva y distinta, de la que
Jesús habla a sus discípulos, concierne concretamente a María de un modo
especialísimo»7.
Ella es amada por Jesús de modo absolutamente singular a causa del vínculo de
la sangre por el que María es su Madre según la carne. Pero Jesús la ama más, y
está más estrechamente unido con Ella, por los lazos de la delicada fidelidad
de la Virgen a su vocación, al perfecto cumplimiento de la voluntad del Padre.
Por eso la Iglesia nos recuerda que la Santísima Virgen «acogió las palabras
con las que su Hijo, exaltando el Reino por encima de las condiciones y lazos
de la carne y de la sangre, proclamó bienaventurados a los que escuchan y
guardan la palabra de Dios, como Ella lo hacía fielmente»8.
La propia vocación nos hace querer, humana y
sobrenaturalmente, a los padres, a los hijos, a los hermanos. Dios ensancha y
afina el corazón, y a la vez nos pide la necesaria independencia y
desprendimiento de cualquier atadura, para llevar a cabo lo que Él quiere de
cada uno: realizar la propia llamada, que es única e irrepetible, aunque alguna
vez, por razones comprensibles, pueda causar dolor a quienes más queremos en la
tierra. No podemos olvidar que después de la explicación de Jesús a María y a
José, que llevaban tres días buscándole, ellos no comprendieron lo que les dijo9,
siendo María la llena de gracia y José justo,
metido plenamente en Dios. Más tarde fueron entendiendo más –María en un orden
más profundo–, a medida que los acontecimientos de su Hijo se iban
desarrollando. No nos tiene que sorprender, por tanto, que a veces nuestros
parientes no entiendan.
¡Qué alegría pertenecer con lazos tan fuertes a esta
nueva familia de Jesús! ¡Cómo hemos de querer y ayudar a quienes están
fuertemente unidos a nosotros por los vínculos de la fe y de la vocación!
Entonces entendemos las palabras de la Escritura: Frater qui adiuvatur
a fratre quasi civitas firma10,
el hermano, ayudado por su hermano, es como una ciudad amurallada. Nada puede
contra la caridad y la fraternidad bien vivida. «¡Poder de la caridad! —Vuestra
mutua flaqueza es también apoyo que os sostiene derechos en el cumplimiento del
deber si vivís vuestra fraternidad bendita: como mutuamente se sostienen,
apoyándose, los naipes»11.
III. Todo
el que haga la voluntad de mi Padre que está en los Cielos, ese es mi hermano y
mi hermana y mi madre. Quizá la Virgen, desde el lugar en que se encontraba
fuera de la casa donde enseñaba su Hijo, oyera estas palabras, o quizá alguien
se las repetiría enseguida. Ella bien sabía los lazos profundos que la unían
con Aquel a quien iba a ver: vínculos de la naturaleza, y otros, más profundos
aún, originados por su perfecta unión con la Trinidad Beatísima. Ella sabía,
cada vez de un modo más perfecto, que había sido llamada desde la eternidad
para ser la Madre de esta nueva familia que se forma en torno a Jesús. Por
medio de la fe correspondió a la llamada que Dios le dirigía para ser Madre de
su Hijo y «en la misma fe ha descubierto y acogido la otra dimensión de
la maternidad, revelada por Jesús durante su misión mesiánica. Se puede
afirmar –enseña el Papa Juan Pablo II– que esta dimensión de la maternidad
pertenece a María desde el comienzo, o sea desde el momento de la concepción y
del nacimiento del Hijo. Desde entonces era “la que ha creído”. A medida que se
esclarecía ante sus ojos y ante su espíritu la misión del Hijo, ella misma como
Madre se abría cada vez más a aquella “novedad” de la maternidad,
que debía constituir su “papel” junto al Hijo»12.
Más tarde, en el Calvario, se descorrió por completo
el velo del misterio de su maternidad espiritual sobre aquellos que a lo largo
de los siglos habían de creer en Él: Ahí tienes a tu hijo13,
le dijo Jesús señalando a Juan. Y en él estábamos representados todos los
hombres. Esa maternidad se extiende de modo particular a todos los bautizados y
a quienes están en camino hacia la fe, porque María es Madre de la Iglesia toda14,
la gran familia del Señor que se prolonga a través de los tiempos.
Se da una particular correspondencia entre el momento
de la Encarnación del Hijo de Dios y el nacimiento de la Iglesia en
Pentecostés, y «la persona que une estos dos momentos es María: María
en Nazaret y María en el cenáculo de Jerusalén. En ambos casos su presencia
discreta, pero esencial, indica el camino del “nacimiento del Espíritu”. Así la
que está presente en el misterio de Cristo como Madre, se hace –por voluntad
del Hijo y por obra del Espíritu Santo– presente en el misterio de la Iglesia»15.
La presencia de María en la Iglesia es una presencia materna, y lo mismo que en
una familia la relación de maternidad y de filiación es única e irrepetible,
así nuestra relación con la Madre del Cielo es única y diferente para cada
cristiano. Y lo mismo que Juan la acogió en su casa, cada cristiano
ha de «entrar en el radio de acción de aquella “caridad materna”»16.
A cada uno nos quiere como si fuera su único hijo, y
se desvela por nuestra santidad y por nuestra salvación como si no tuviera
otros hijos en la tierra. Muchas veces hemos de llamarla ¡Madre! Y ahora, al
terminar este rato de oración, le decimos en la intimidad de nuestra alma:
¡Madre mía!, no me dejes. ¡Tú bien sabes cuánta necesidad tengo de Ti! ¡Ayúdame
a estar siempre cerca de tu Hijo!
1 Mt 12,
46-50. —
2 Lc 11,
27-28. —
3 Lc 2,
49. —
4 Juan
Pablo II, Enc. Redemptoris Mater, 25-llI-1987, 20. —
5 Cfr. Sagrada
Biblia, Santos Evangelios, EUNSA, Pamplona 1983, nota
a Mc 4, 31-35. —
6 Santo
Tomás. Comentario sobre el Evangelio de San Mateo, 12,
49-50. —
7 Juan
Pablo II, loc. cit. —
8 Conc.
Vat. II, Const. Lumen gentium, 58. —
9 Lc 2,
50 —
10 Prov 18,
19. —
11 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 462. —
12 Juan
Pablo II, loc. cit. —
13 Jn 19,
26. —
14 Cfr. C.
Pozo, María en la obra de la salvación, BAC, Madrid 1974,
pp. 61-62.—
15 Juan
Pablo II, o. c., 24. —
16 Ibídem,
45.
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