Francisco Fernández-Carvajal 19 de julio de
2019
@hablarcondios
— Mansedumbre y misericordia de Cristo.
— Jesús no da a nadie por perdido. Nos ayuda aunque
hayamos pecado.
— Nuestro comportamiento hacia los demás ha de estar
lleno de compasión, de comprensión y de misericordia.
I. El Evangelio de
la Misa nos muestra a Jesús alejándose de los fariseos, pues estos tuvieron
consejo para ver cómo perderle. Aunque se retiró a un lugar más seguro
–quizá en Galilea1–, le
siguieron muchos y los curó a todos, y les ordenó que no le descubriesen2.
Es esta la ocasión en la que San Mateo, movido por el Espíritu Santo, señala el
cumplimiento de la profecía de Isaías3 sobre
el Siervo de Yahvé, en la que se prefigura con rasgos muy definidos
al Mesías, a Jesús: He aquí a mi Siervo a quien elegí, mi amado en
quien se complace mi alma. Pondré mi espíritu sobre él y anunciará la justicia
a las naciones. No disputará ni vociferará, nadie oirá sus gritos en las
plazas. No quebrará la caña cascada, no apagará la mecha humeante...
El Mesías había sido profetizado por Isaías, no como
un rey conquistador, sino sirviendo y curando. Su misión será caracterizada por
la mansedumbre, la fidelidad y la misericordia. El Evangelista señala que esta
profecía se estaba cumpliendo4.
Por medio de dos imágenes bellísimas describe Isaías la mansedumbre, dulzura y
misericordia del Mesías. La caña cascada, la mecha humeante,
representan toda clase de miserias, dolencias y penalidades a que está sujeta
la humanidad. No terminará de romper la caña ya cascada; al contrario, se
inclina sobre ella, la endereza con sumo cuidado y le da la fortaleza y la vida
que le faltan. Tampoco apagará la mecha de una lámpara que parece que se extingue,
sino que empleará todos los medios para que vuelva a iluminar con luz clara y
radiante. Esta es la actitud de Jesús ante los hombres.
En la vida corriente a veces decimos de un enfermo que
su dolencia «no tiene remedio», y se da por imposible su curación. En la vida
espiritual no es así: Jesús es el Médico que nunca da como irremediablemente
perdidos a quienes han enfermado del alma. A ninguno juzga irrecuperable. El
hombre más endurecido en el pecado, el que ha caído más veces y en faltas más
grandes nunca es abandonado por el Maestro. También para él tiene la medicina
que cura. En cada hombre Él sabe ver la capacidad de conversión que existe
siempre en el alma. Su paciencia y su amor no dan a ninguno por perdido. ¿Lo
vamos a dar nosotros? Y si, por desgracia, alguna vez nos encontráramos en esa
triste situación, ¿vamos a desconfiar de quien ha dicho de Sí mismo que ha
venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido?
Como caña cascada fue María Magdalena, y el buen
ladrón, y la mujer adúltera... A Pedro, deshecho por las negaciones de su más
triste noche, lo restaura, y ni siquiera le hace prometer el Señor que no
volvería a negarlo. Solamente le preguntó: Simón, hijo de Juan, ¿me
amas? Es la pregunta que nos hace a todos, cuando no hemos sido del todo
fieles. ¿Me amas? Cada Confesión es también, y sobre todo, un
acto de amor. Pensemos hoy cómo es nuestro amor, cómo respondemos a esa
pregunta que nos hace el Señor.
II. No
romperá la caña cascada ni apagará la mecha que aún humea...
La misericordia de Jesús por los hombres no decayó ni
un instante, a pesar de las ingratitudes, las contradicciones y los odios que
encontró. El amor de Cristo por los hombres es profundo, porque, en primer
lugar, se preocupa del alma, para conducirla, con ayudas eficaces, a la vida
eterna; y, al mismo tiempo, es universal, inmenso, y se extiende a todos. Él es
el Buen Pastor de todas las almas, a todas las conoce y las llama por su nombre5.
No deja a ninguna perdida en el monte. Ha dado su vida por cada hombre, por
cada mujer. Su actitud cuando alguno se aleja es darle las ayudas para que
vuelva, y todos los días sale a ver si lo divisa en la lejanía. Y si alguno le
ha ofendido más, trata de atraerle a su Corazón misericordioso. No quiebra la
caña cascada, no termina de romperla y la abandona, sino que la recompone con
tanto más cuidado cuanto mayor sea su debilidad.
¿Qué dice a quienes están rotos por el pecado, a quien
ya no da luz porque apagó la llama divina en su alma? Venid a mí todos
los que estáis fatigados y cargados, que yo os aliviaré6.
«Tiene piedad de la gran miseria a la que les ha conducido el pecado; les lleva
al arrepentimiento sin juzgarles con severidad. Él es el padre del hijo pródigo
que abraza al hijo desgraciado por su falta; Él mismo perdona a la mujer
adúltera a la que se disponen a lapidar; recibe a la Magdalena arrepentida y le
abre enseguida el misterio de su vida íntima; habla de la vida eterna a la
Samaritana a pesar de su mala conducta; promete el Cielo al buen ladrón.
Verdaderamente en Él se realizan las palabras de Isaías: La caña
cascada no la quebrará; ni apagará el pabilo que aún humea»7.
Nunca nadie nos amó ni nos amará como Cristo. Nadie
nos comprenderá mejor. Cuando los fieles de Corinto andaban divididos diciendo
unos: «yo soy de Pablo», y otros: «yo de Apolo, yo de Cefas, yo de Cristo», San
Pablo les escribe: ¿Ha sido Pablo crucificado por vosotros?8.
Es el argumento supremo.
No podemos desesperar nunca... Dios quiere que seamos
santos, y pone su poder y su providencia al servicio de su misericordia. Por
eso, no debemos dejar pasar el tiempo mirando nuestra miseria,
perdiendo de vista a Dios, dejándonos descorazonar por
nuestros defectos, tentados de exclamar «¿para qué continuar luchando,
considerando todo lo que he pecado, todo lo que he fallado al Señor?». No, nosotros
debemos confiar en el amor y en el poder de nuestro Padre Dios, y en el de su
Hijo, enviado al mundo para redimirnos y fortalecernos9.
¡Qué gran bien para nuestra alma sentirnos hoy delante
del Señor como una caña cascadaque necesita de muchos cuidados,
como el pabilo que tiene una débil llama y que precisa del aceite del amor
divino para que luzca como el Señor quiere! No perdamos nunca la esperanza si
nos vemos débiles, con defectos, con miserias. El Señor no nos deja; basta que
pongamos los medios y que no rechacemos la mano que Él nos tiende.
III. Esta
mansedumbre y misericordia de Jesús por los débiles señalan el camino a seguir
para llevar a nuestros amigos hasta Él, pues en su nombre pondrán su
esperanza las naciones10.
Cristo es la esperanza salvadora del mundo.
No podemos extrañarnos de la ignorancia, de los
errores, de la dureza y resistencia que tantos ponen en su camino hacia Dios.
El aprecio sincero por todos, la comprensión y la paciencia deben ser nuestra
actitud ante ellos. Pues «rompe la caña cascada aquel que no da la mano al
pecador ni lleva la carga de su hermano; y apaga la torcida que humea aquel que
desprecia en los que aún creen un poco la pequeña centella de la fe»11.
Nuestros amigos, quienes se crucen con nosotros por
circunstancias diversas, han de encontrar en la amistad o en nuestra actitud un
firme apoyo para su fe. Por eso, hemos de acercarnos a su debilidad: para que
se torne fortaleza; debemos verlos con ojos de misericordia, como los mira
Cristo; con comprensión, con un aprecio verdadero, aceptando el claroscuro que
forman sus miserias y sus grandezas. Por un lado, hemos de tener presente que
«servir a los demás, por Cristo, exige ser muy humanos (...). Hemos de
comprender a todos, hemos de convivir con todos, hemos de disculpar a todos,
hemos de perdonar a todos»12.
Por otro lado, «no diremos que lo injusto es justo, que la ofensa a Dios no es
ofensa a Dios, que lo malo es bueno. Pero, ante el mal, no contestaremos con
otro mal, sino con la doctrina clara y con la acción buena: ahogando el mal en
abundancia de bien (cfr. Rom 12, 21). Así Cristo reinará en
nuestra alma, y en las almas de los que nos rodean»13.
Los frutos de esta doble actitud de comprensión y
fortaleza son tan grandes –para uno mismo y para los demás– que bien vale la
pena el esfuerzo por ver almas en quienes tratamos a diario; en verles tan
necesitados como los veía el Señor.
No es suficiente apreciar –afirma un autor de nuestros
días14– a los hombres brillantes porque son brillantes, a los buenos
porque son buenos. Debemos apreciar a todo hombre porque es hombre, a todo
hombre, al débil, al ignorante, al que carece de educación, al más oscuro. Y
esto no lo podremos hacer a menos que nuestra concepción de lo que es el hombre
lo haga objeto de estima. El cristiano sabe que todo hombre es imagen de Dios,
que tiene un espíritu inmortal y que Cristo murió por él. La frecuente
consideración de esta verdad nos ayudará a no separarnos de los demás, sobre
todo cuando los defectos, las faltas de educación, su mal comportamiento se
hagan más evidentes. Imitando al Señor, nunca romperemos una caña cascada. Como
el buen samaritano de la parábola, nos acercaremos al herido y vendaremos sus
heridas, y aliviaremos su dolor con el bálsamo de nuestra caridad. Y un día
oiremos de labios del Señor estas dulces palabras: lo que hiciste con uno de
estos, por Mí lo hiciste15.
Nadie como María conoce el misterio de la misericordia
divina. Sabe su precio y sabe cuán alto es. En este sentido, la llamamos
también Madre de la misericordia... Madre de la divina misericordia16:
a Ella acudimos al terminar nuestra meditación, seguros de que nos conduce
siempre a Jesús y nos impulsa a ser, como su Hijo, comprensivos y
misericordiosos.
1 Cfr. Mc 3,
7. —
2 Mt 12,
15-16. —
3 Is 42,
1-4. —
4 Cfr. B.
Orchard y otros, Verbum Dei, vol. II, pp. 462-463. —
5 Mt 11,
5. —
6 Mt 11,
28. —
7 R.
Garrigou-Lagrange, El Salvador, p. 322. —
8 1
Cor 1, 3. —
9 Cfr. B.
Perquin, Abba, Padre, p. 89. —
10 Mt 12,
21. —
11 San
Jerónimo, en Catena Aurea, vol. II, p. 166. —
12 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 182. —
13 Ibídem.
—
14 Cfr. J.
Sheed, Sociedad y sensatez, Herder, Barcelona 1963, pp.
37-38. —
15 Cfr. Mt 25,
40. —
16 Cfr. Juan
Pablo II, Enc. Dives in misericordia, 30-XI-1980, 9.
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