Plinio Apuleyo Mendoza 14 de octubre de 2012
Está, pues, cargado de negras nubes el
futuro del imperio chavista. Y sobre este panorama de inquietudes pesa el
dilema que plantea la salud de Chávez.
Lo ocurrido el pasado domingo no es,
como algunos creen, un limpio episodio democrático. Es cierto que Venezuela
celebró unos comicios en paz, sin las temidas explosiones de violencia y sin
sospechas de fraude, hasta el punto de que el candidato de la oposición,
Capriles Radonski, felicitó a Chávez y este, a su turno, envió un saludo a la
oposición extendiéndole amistosamente sus manos desde un balcón de Miraflores.
Lo que no debe olvidarse es que lo
acontecido allí el pasado 7 de octubre es una verdadera tragedia. Los riesgos
que le esperan a Venezuela son enormes. Pero antes de dibujar este tenebroso
panorama es necesario recordar que la victoria de Chávez no fue para nada
limpia, sino que se sustentó en los clásicos sobornos a buena parte del
electorado, propios de un régimen como el que mantuvo en el poder durante
tantos años a Gadafi y hoy a Mahmud Ahmadineyad, en Irán.
Soborno es una palabra más bien
discreta para calificar la compra de votos con dinero, mercados,
electrodomésticos, bonos salarios otorgados en cerros y aldeas a los llamados
milicianos bolivarianos y toda clase de ofertas.
Tampoco es muy democrático aprovechar
una doble condición de Presidente y candidato para disponer de ocho veces más
de presencia en los canales de televisión al tiempo que se dejaba planear la
amenaza de despido a los funcionarios que no lo apoyaran.
¿Qué le espera ahora a Venezuela? Ante
todo, una aguda incertidumbre. La deuda externa del país alcanza hoy los
200.000 millones de dólares. Teniendo en cuenta este compromiso y el
desmesurado regalo que hace a sus amigos Castro en barriles de petróleo por
valor de 6.000 millones de dólares al año, los ingresos reales del país se
limitan a lo que obtiene de los Estados Unidos por ese mismo concepto.
La ruina de la agricultura y de la
industria independiente, como resultado de ciegas expropiaciones y
confiscaciones, ha determinado que Venezuela no produzca casi nada y que el 75
por ciento de la comida sea importada. La casi segura devaluación de la moneda
-pues es insostenible mantener el cambio en 4,30 bolívares por dólar- va a
conducir a una escasez sin precedentes, capaz de alborotar a la población.
A estos nuevos riesgos tenemos que
sumarles los que desde hace más de una década vienen registrándose: la pavorosa
inseguridad, las crecientes fallas en los sistemas de energía eléctrica y en la
infraestructura vial, la crisis hospitalaria, el empobrecimiento y una
inflación de casi el 28 por ciento, la mayor de América Latina. Y, como si
fuera poco, estos agudos descalabros se verán agravados por el anunciado
propósito chavista de profundizar la revolución bolivariana. Es decir, el
ruinoso modelo castrista que asfixia toda iniciativa privada y deja en manos
del Estado empresas industriales y agrícolas.
Está, pues, cargado de negras nubes el
futuro del imperio chavista. Y sobre este panorama de inquietudes pesa el
dilema que plantea la salud de Chávez. Según el analista político Moisés Naím,
cancillerías y presidentes latinoamericanos creen que su enfermedad se
encuentra en estado terminal.
En caso de muerte, ¿quién podría remplazarlo?
Nadie de su propio combo, en realidad. Y es aquí donde la pujante oposición
acaudillada por Capriles, que con mucha contundencia hará de nuevo su aparición
en la cercana elección de gobernadores, tendrá al fin la oportunidad de salvar
al país.
La fuerza adquirida por la corriente
democrática de Venezuela acabará imponiéndose, estoy seguro. Pero heredará un
desastre.
Por lo pronto, como bien lo ha dicho
Fernando Londoño, Venezuela es una caldera del diablo, caldera que va a
explotar. Sus estragos se harán sentir en todo el continente antes de que le
demos sepultura a ese extravío llamado socialismo del siglo XXI.
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