Fernando Mires 29 de marzo
de 2013
Las cortinas del templo rasgadas con
la muerte de Jesús pertenecen a esos pasajes casi cinematográficos que nos
regala la Biblia, escenas apoteósicas como la separación de las aguas en el
primer testamento, anuncios apocalípticos que nos anuncian la fragilidad de
este mundo frente al peso aplastante de la eternidad. Para sustentar tales
afirmaciones debo aclarar quizás que las cortinas rasgadas del templo judío a
la hora de la muerte de Jesús no eran cualquier tipo de cortinas.
No separaban esas cortinas, así lo
creía yo antes, a la luz de las tinieblas; ni a la noche del día, como ocurre
con las cortinas de nuestras casas. Esas, las del templo (4 centímetros de
espesor) separaban el recinto sagrado, es decir, el lugar simbólico de Dios,
del lugar de los fieles, los hombres de carne y hueso, quienes acudían a
realizar sacrificios, casi siempre matando animales, imaginando tal vez que
Dios es un ser sediento de sangre, como tantos humanos lo son.
Fueron, por así decirlo, las cortinas
interiores del templo las que según Mateo (27: 50-51) y Lucas (23:45)
aparecieron durante o después de la muerte de Jesús rasgadas de arriba a abajo,
o en dos partes (en ese punto los dos sinópticos no están muy de acuerdo). Las
del templo -y eso es lo importante- fueron sólo una expresión simbólica
material del desgarramiento de los templos interiores, los del alma.
Cuando caen las cortinas, rasgadas o
no, termina una división: lo invisible se deja ver, del mismo modo cuando los
cuerpos comienzan a desnudarse para iniciar el acto del amor.
"Templar" (coger, tirar, follar) dicen los cubanos al amor del
cuerpo, sin saber la enormidad que dicen.
En el caso del templo de Jerusalén,
con la muerte de Jesús termina la separación -no tengo otra alternativa de
interpretación- entre el recinto de lo sagrado, al que sólo podía visitar el
Sumo Sacerdote una vez al año, con el de lo propiamente humano. O mejor dicho,
ahí finalizó la separación metafísica del templo eterno con el templo interior.
Jesús, Dios hecho hombre de acuerdo a
la seductora poesía de su palabra, rompía con su muerte el pacto metafísico que
separaba al Padre del Hijo, o dicho en clave platónica: a lo ascendente de lo
descendente. Esa separación había sido guardada con celo y respeto por los
griegos y sus inaccesibles templos, y por los judíos a través de las espesas
cortinas que separaban al Dios de la Ley de sus fieles. Con Jesús, con su
muerte y resurrección, la división entre el humano y el templo -en sentido
filosófico: entre el ser y el tiempo- llegaba a su término. Comenzaba para los
cristianos una nueva era. Cristo, dice Ratzinger, es el nuevo Adán de la
creación.
De ahí en adelante, con las cortinas
rasgadas, el tiempo eterno y el tiempo de los mortales no serían más dos
tiempos, sino sólo dos formas de ser de un mismo tiempo, el tiempo de Dios
(Agustín). La cortina, el velo, el mediador, ya no eran necesarios.
Con su muerte, Cristo no nos convertía
por cierto en dioses, pero abría la posibilidad de ser uno -en -Dios, la
celebración de un tú a tú tan intenso que, en el caso de la santidad, de la
mística, de la música, de la poesía y del amor (e incluso de la ciencia cuando
ésta busca la verdad) puede convertir, aunque sea por momentos, al dos -en -un
-uno.
El pueblo judío había guardado con
amor el misterio de Dios detrás de las cortinas de su sagrado templo. Esa es
“la deuda impagable” (Marléne Zarader) que la cristiandad ha contraído con su
religión madre. Y como toda madre, la religión judía había protegido a sus
hijos de una revelación prematura, del mismo modo como en algunas
familias los niños son protegidos de la verdad objetiva, de la sangre que
chorrea en la televisión, de la sexualidad dura, de la brutalidad de las calles.
No obstante, en algún momento hay que
rasgar las cortinas y la verdad debe ser sabida, aunque ella sea
insoportable.
Hay algunos que incluso hemos
elegido como profesión la de "rasgadores de cortinas", pagando por
supuesto las consecuencias que tan ingrata tarea implica. Hay otros, y en
algunos casos hacen bien, cuya tarea es la de tender cortinas siguiendo el
objetivo de evitar que la verdad sea revelada antes de tiempo.
Porque si Jesús dijo que no sólo el
templo es un templo sino cada uno de nosotros es un templo, eso significa
también que portamos cortinas internas las que en no pocos casos nunca serán
rasgadas.
Los buenos psicoanalistas, cuya
profesión posee un sentido religioso que muchos de ellos ignoran, tienen la
tarea, a veces muy difícil, de ayudar a sus pacientes (creyentes) a que ellos
rasguen sus propias cortinas. Los malos psicoanalistas son los que intentan
rasgar ellos mismos las cortinas del paciente (del creyente) violando así la
intimidad de cada alma, esos secretos que cada uno tiene el derecho a guardar
en lo más íntimo de su ser.
Fue Donald Winicott, uno de los
analistas más sensibles de los que se tiene noticia, quien descubrió el sentido
protector que juega el "falso yo" en el alma de cada humano. El
"falso yo", como si fuera una cortina, tiene, entre otras cosas, la
tarea de proteger al "verdadero yo”. Efectivamente; en determinadas
ocasiones la locura protege al ser humano de sí mismo, es decir, de su propia,
aterrante mortalidad.
Suele a veces suceder que tarde o
temprano las cortinas se rasgan solas o son rasgadas cuando ya no son
necesarias y deben ser reemplazadas por nuevas cortinas (sin cortinas la vida
sería un infierno, pienso yo). Incluso entre Dios y uno deben existir cortinas
pues, como dijo ese lenguasuelta que era Nietzsche, si Dios viera todo lo que
uno hace, sería indecente.
Pero la fracción del pueblo judío que
seguía al Nazareno ya había rasgado las cortinas del templo interior antes de
que ellas aparecieran rasgadas en el templo exterior. Para ellos había llegado
el momento anunciado, el de la revelación, el del Cristo. Hay por lo demás
otras multitudes que también han rasgado cortinas, y esas cortinas no siempre
han sido sagradas. Pienso por ejemplo en la Cortina de Hierro destinada a
proteger a los falsos ídolos de la historia, cortina que no solo fue rasgada
sino, además, hecha añicos.
Un mundo sin cortinas no es posible, y
sustentar utopía parecida sería una cruel decisión. Nuestros propios sentidos
son, al fin y al cabo, las cortinas que nos separan del mundo externo. El
cuerpo humano es también una cortina que cuelga entre "su"
realidad y "la otra", la que es real de verdad. No obstante, un mundo
con menos cortinas, podría quizás ser posible. Hay quienes han dado incluso la
vida por alcanzarlo. No estoy seguro de que hayan tenido siempre la razón.
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