Por Yoani Sánchez, 26/03/2013
Hace frío en La Haya. Por la ventana se ve a una gaviota que ha
encontrado un trozo de galleta tirado en la acera. En el cálido local de un bar
varios activistas hablan de sus respectivas realidades. Desde una esquina de la
mesa un periodista mexicano explica el riesgo de ejercer la profesión de
informador en una realidad donde las palabras se pueden pagar con la vida.
Todos escuchamos en silencio, imaginando la redacción de noticias baleada, los
colegas secuestrados o asesinados, la impunidad. Después interviene el saharaui
y sus palabras son como arena que se mete en los ojos, los enrojece y hace que
las lágrimas afloren. También las anécdotas del norcoreano me estremecen. Nació
en un campo de prisioneros del cual pudo escapar a los 14 años. Sigo cada una de
esas historias, puedo vivirlas. Amén de las culturas y la geografía el dolor es
dolor en cualquier parte. En pocos minutos paso de estar en medio de un tiroteo
entre cárteles a una tienda en el desierto y después al cuerpo de un niño tras
las alambradas. Logro ponerme en la piel de todos ellos.
Aguanto la respiración. Me llega el turno de hablar. Cuento
de los actos de repudio, las detenciones arbitrarias, los fusilamientos de la
reputación y de una nación en balsa que cruza el estrecho de La Florida. Les
hablo de las familias divididas, de la intolerancia, de un país donde el poder
se hereda por vía sanguínea y nuestros hijos centran sus sueños en escapar. Y
entonces llegan todas esas frases que he oído cientos, miles de veces. Nada más
decir las primeras palabras ya sé por dónde vienen: "pero ustedes no
pueden quejarse, tienen la mejor educación del continente"... "sí,
será así, pero no puedes negar que Cuba se ha enfrentado a Estados Unidos por
medio siglo", "bueno no tienen libertad, pero salud pública no les
falta"... y un largo repertorio más de estereotipos y falsas conclusiones
sacadas de la propaganda oficial. La comunicación se ha roto, el mito se ha
impuesto.
Un mito alimentado por cinco décadas de distorsión de
nuestra historia nacional. Un mito que ya no apela a la razón, sino a la creencia
ciega; que no acepta críticos, solo adeptos. Un mito que hace imposible que
tantos nos entiendan, que se sintonicen con nuestros problemas. Un mito que ha
logrado que a muchos les parezca bien para nuestra nación lo que nunca
aceptarían para la suya. Un mito que ha roto el canal de la normal simpatía que
genera en cualquier ser humano la víctima. Un mito que nos tiene atrapados con
más fuerza que este totalitarismo bajo el que vivimos.
La gaviota se lleva su pedazo de dulce en el pico. En la
mesa se vuelve a hablar de África del Norte y de México. Pierde sentido
explicarles mi Isla. Para qué, si todo el mundo parece saberlo todo de
nosotros, incluso sin nunca haber vivido en Cuba. Me estremezco de nuevo al
escuchar la cruda vida de esos activistas, me coloco en su lugar otra vez. ¿Y
quién se pone en el nuestro? ¿Quién deshace este mito en el que estamos
atrapados?
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