Fernando Mires 28 de marzo
de 2013
La historia de Jesús está sujeta a
interpretaciones y es lógico que así sea ya que cuando se trata de hechos y
obras de personas notables la así llamada objetividad histórica nunca estará
libre de la subjetividad. La supuesta objetividad no se encuentra más allá de
la historiografía. En ese sentido cabría distinguir entre interpretaciones que
se ajustan a los hechos y las que simplemente los pasan por alto.
Hay efectivamente interpretaciones de
hechos e interpretaciones sin hechos. De este último tipo son las que han
llegado a primar en el periodo de la modernidad, el que según no pocos autores
ya está llegando a su fin.
La historiografía moderna, de acuerdo
a ese proyecto cientista cuya impronta ha marcado casi todo su curso, ha
intentado demostrar, ya sea en su versiones positivistas, liberales o
marxistas, que la historia ocurre de acuerdo a procesos "objetivos".
La historiografía moderna ha llegado así a ser una historiografía sin seres
humanos y, por lo mismo, deshumanizada e incluso inhumana.
¿Qué importancia tiene la vida de las
personas si la historia avanza hacia el cumplimiento de fines predeterminados
por un curso progresivo? Ni siquiera la historia sagrada -y para los cristianos
la más sagrada de todas es la de Jesús- ha quedado libre de la determinación de
esa historiografía supuestamente científica.
Si uno analiza por ejemplo las
interpretaciones "progresistas" de la vida de Jesús, sobre todo las
de la segunda mitad del siglo XX, Jesús no habría sido más que un reformador
social; incluso un revolucionario. Su origen humilde, su preocupación por
los desvalidos y enfermos, sus contactos con los zelotas, sus alusiones a
camellos, ojos de aguja y ricos, y sobre todo, su actitud frente a los
mercaderes del templo, son capítulos que han servido para que más de algún
pobre de espíritu haya osado decir que Jesús era "socialista".
Jesús, desposeído de toda divinidad ha
pasado a ser un Espartaco judío en contra del Imperio: una versión antigua -es
decir, desmejorada- del Che Guevara. Tuvo que surgir la voz valiente de Joseph
Ratzinger para dejar estipulado que Jesús no era Barrabás. Si Jesús hubiera
querido ser Barrabás, lo habría sido, agregó quien sería después Benedicto XVl.
Pero Jesús es, o debe ser para
los cristianos, Dios: el Dios sobre nosotros para ser Dios entre
nosotros y, después de su muerte, en nosotros: El Dios
trinitario: El Camino, La Luz y la Vida.
Ahora bien, uno de los episodios
preferidos por los exegetas del progresismo de Jesús ha sido el de la expulsión
de los mercaderes del templo, hecho que aparece en el Evangelio de Juan al
comienzo de su peregrinaje y para los sinópticos en los días en que tuvo lugar
su entrada a Jerusalén. La discordancia no es casual. Juan era más teólogo que
cronista. Eso significa que la secuencia en Juan no era cronológica sino
teológica. Luego, la expulsión de los mercaderes marca en la visión de Juan un
punto de ruptura decisivo con la ritualidad judía del tiempo de Jesús.
Lo interesante es que ese punto de
ruptura no ocurre en nombre de la innovación sino en defensa de las más
antiguas tradiciones del pueblo judío. Fue esa la razón por la cual Juan
resaltó en su narración el hilo de continuidad con la Biblia de Israel al
introducir en su texto las palabras del Salmo 69 referente al celo (cuidado)
por la casa de Dios.
La casa de Dios debe ser mantenida
limpia. Por eso Jesús expulsó del templo a los vendedores de bueyes, ovejas y
palomas, así como a los prestamistas. Eso es lo que se entiende a partir de una
primera lectura de los textos. Pero si leemos con atención no costará advertir
que Jesús no los expulsó porque practicaban el comercio sino sólo
porque lo hacían en el templo. Nunca Jesús enfrentó a los mercaderes de
plazas o mercados. Recordemos, además, que José, el padre de Jesús, al ser
carpintero, también era comerciante.
Jesús expulsó del templo a los
comerciantes por la sencilla razón de que el comercio no pertenece al templo. El templo es el lugar en donde el
ser busca su comunicación con un más allá, y el comercio, por su propia
naturaleza, solo puede ser del más acá. Lo que es del mundo es del mundo
(in-mundo). Lo que es de Dios es de Dios. En ese sentido Jesús actuaba de
acuerdo a la más estricta tradición judía.
¿Era Jesús entonces un tradicionalista?
En ningún caso. Recordemos que Jesús pasaba por alto las tradiciones cuando su
fe lo decidía (predicar durante el Sábado por ejemplo) Lo que interesaba a
Jesús no era la materia del templo, sino la representación de la casa del
espíritu. Luego, el templo no era para él la piedra del templo como seguramente
lo era para los sacerdotes rigoristas.
Más claro no pudo haber sido Jesús
cuando explicó: “Si yo destruyo el templo, lo puedo reconstruir en tres días”.
Se refería a su agonía, muerte y resurrección, es decir, al templo de su propio
cuerpo. Con ello estaba diciendo que hay dos templos. El templo exterior y el
templo interior. El primero no es más que la representación material del
primero. El templo interior, el del espíritu, habita en mi cuerpo, es decir, en
mi ser, y es de Dios. Pero para mantener limpio el templo interno necesitamos
de la limpieza del externo. O dicho así: mercaderes, a tus mercados; militares
a tus cuarteles. Y también: políticos a tu política.
Dios en su templo no debe ser
interferido. Tampoco a la inversa: Dios no debe ser llevado a los mercados. El
templo nos recuerda que nuestro templo es también el lugar del tiempo de Dios.
O, hablando con Pablo: "El templo de Dios habita en ustedes. Quien
destruye el templo de Dios será destruido por Dios, porque el templo de Dios es
santo y ustedes son ese templo" (1 Corintios 3,16)
De modo más erótico -mujer al fin-
pero en el mismo sentido paulino, lo entendió Santa Teresa de Ávila cuando
escribió acerca de ese "castillo interior" que todos tenemos y en
cuyas "moradas" concertamos citas ocultas con Dios. Esas son, según
Teresa, las moradas del ser. Son también, por eso mismo, las del pensamiento
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