Por Moisés Naím,
17/03/2013
En su primer discurso ante el Congreso, en 2009, el
presidente Obama propuso un presupuesto con ambiciosas inversiones en energía,
sanidad y educación. “Esto es América”, proclamó. “Aquí no vamos a lo más
fácil”. Cuatro años después, hasta lo fácil se le ha vuelto imposible.
“Acordemos aquí, y ahora, mantener al Gobierno funcionando, pagar las facturas
a tiempo y proteger el crédito de Estados Unidos”, imploraba Obama al Congreso
hace unas semanas. Evidentemente, el presidente de la superpotencia no se debe
sentir muy poderoso.
El resultado de los
comicios en Italia ha sumido al país en una crisis aún mayor de
ingobernabilidad, y en Israel y Reino Unido, Benjamín Netanyahu y David Cameron
se han visto obligados a forjar complejas coaliciones para poder gobernar. Las
victorias electorales con grandes mayorías son cada vez menos frecuentes. A
nivel mundial, la comunidad internacional no logra actuar para detener las
matanzas en Siria o el calentamiento global.
El poder ya no es lo que
era. Se ha vuelto más fácil de obtener, más difícil de usar y mucho más fácil
de perder. Un ejecutivo puede celebrar su ascenso a la dirección de su
prestigiosa compañía solo para descubrir que una empresa recién creada está
arrasando con sus clientes. Un político que llega a primer ministro puede encontrarse
maniatado ya que una multitud de partidos minoritarios bloquea sus iniciativas.
Un general puede comandar un enorme y costoso ejército sabiendo que su moderno
armamento es inútil frente a explosivos caseros y terroristas suicidas. Y el
nuevo papa, Francisco, ya sabe que predicadores de nuevo cuño están
arrebatándole su rebaño en África y Latinoamérica.
¿Por qué el poder es cada
vez más fugaz? Porque las barreras que protegen a los poderosos ya no son tan
inexpugnables como antes. Y porque han proliferado los actores capaces de retar
con éxito a los poderes tradicionales.
Los Estados soberanos se
han cuadruplicado desde 1940 (de 51 a 193) y no solo compiten entre sí, sino
también con organismos internacionales, fondos de inversión, carteles de la
droga y ONG transnacionales.
En 2011, cuando estalló la
Primavera Árabe, había 22 países gobernados por déspotas, frente a 89 en 1977,
una clara señal de lo difícil que es hoy retener el poder. Y dentro de cada
país, el poder también está más disperso. En 2012, solo cuatro de las 34
democracias más ricas del mundo contaban con un presidente o primer ministro
respaldado por una mayoría parlamentaria.
El poder también se desmorona en los campos de batalla y las salas
de juntas.
Un estudio realizado en
2001 por el politólogo Ivan Arreguin-Toft descubrió que, en las guerras
asimétricas que estallaron entre 1800 y 1849, el bando más débil (en armamento
y efectivos) alcanzó sus objetivos en el 12% de los casos. En las guerras de
ese mismo tipo libradas entre 1950 y 1998, el bando presuntamente débil venció
el 55% de las veces. El poder militar tampoco es lo que era.
Como no lo es el poder
empresarial. En 1980, en EE UU, una empresa situada en el 20% más importante de
su sector tenía una entre diez posibilidades de perder ese puesto en los cinco
años siguientes. Dos décadas después, esa proporción pasó a ser una de cada
cuatro.
Los presidentes de Estados
Unidos y China y los consejeros delegados de JPMorgan Chase y Shell Oil siguen
gozando de un poder inmenso, pero es mucho menor del que tenían sus
antecesores. Antes, presidentes y directivos no solo se enfrentaban a menos
rivales y competidores, sino que además tenían menos restricciones a la hora de
utilizar ese poder. Restricciones como los mercados financieros, una población
con más conciencia política y más exigente, y el escrutinio de los medios de
comunicación. Los poderosos, hoy, suelen pagar un precio mayor y más inmediato
por sus errores.
Internet, con su fuerza
supuestamente “democratizadora”, no es lo único que está erosionando el poder.
Las nuevas tecnologías de la información son herramientas importantes, pero
para que ejerzan algún efecto necesitan usuarios, y los usuarios necesitan
dirección y motivación. Facebook y Twitter fueron fundamentales en la Primavera
Árabe. Pero las circunstancias que llevaron a derrocar a los tiranos fueron
locales y personales: el desempleo y las expectativas insatisfechas de una
clase media en expansión y mejor preparada fueron decisivas.
Lo que está erosionando el
poder tradicional son las transformaciones de aspectos básicos de la vida: cómo
vivimos, cuánto tiempo y con qué calidad. Cómo trabajamos, nos movemos o nos relacionamos
con nuestro entorno. Estos cambios se pueden agrupar en tres revoluciones
simultáneas:
» La Revolución del Más. El
siglo XXI tiene más de todo: más gente, más urbana, más joven, más sana y más
educada. Y también más productos en el mercado, más partidos políticos; más
armas y más medicinas, más crimen y más religiones. La pobreza extrema se ha
reducido más que nunca y la clase media crece. Para 2050, la población mundial
será cuatro veces mayor que 100 años antes. Desde 2006, 28 “países de renta
baja” han pasado a figurar entre los de “renta media”. Una clase media
impaciente, mejor informada y con más aspiraciones está haciendo más difícil el
ejercicio del poder.
» La Revolución de la Movilidad. No solo hay más personas con
mejor nivel de vida, sino que además se mueven más que nunca. Según la ONU, 214
millones de personas viven fuera de sus países de origen, un 37% más que hace
20 años. Las diásporas étnicas, religiosas y profesionales están cambiando el
reparto de poder entre las poblaciones y dentro de ellas. Personas, tecnología,
productos, dinero, ideas y organizaciones tienen más movilidad, y por ello son
más difíciles de controlar.
» La Revolución de la Mentalidad.
Una población que consume y se mueve sin cesar, que tiene acceso a más recursos
y más información, ha experimentado también una inmensa transformación
cognitiva y emocional. El World Values Survey ha descubierto que existe cada
vez más consenso en todo el mundo sobre la importancia de las libertades
individuales y la igualdad de género, así como más intolerancia al
autoritarismo. La insatisfacción con los sistemas políticos y las instituciones
de gobierno también es global.
Juntas, estas tres revoluciones
están erosionando las barreras que protegían a los poderosos de sus rivales. La
Revolución del Más ayuda a estos últimos a asediar esas barreras, la Revolución
de la Movilidad les ayuda a rodearlas y la Revolución de la Mentalidad las
socava.
¿Debemos celebrar este
declive del poder tradicional? Claro que sí. Se han abierto más oportunidades
para votantes, consumidores, jóvenes, mujeres y otros grupos tradicionalmente
excluidos.
Pero no todo es positivo.
La degradación del poder también plantea amenazas para nuestro bienestar,
nuestras familias y nuestras vidas. Explica por qué Washington está bloqueado,
por qué a Europa le cuesta actuar con eficacia ante los problemas económicos,
por qué proliferan los Estados fallidos o por qué tantas decisiones urgentes se
toman tarde y mal.
Ante el fin del poder tal
como lo conocemos, nuestros tradicionales sistemas de controles y equilibrios
—concebidos para limitar el poder excesivo— amenazan con transformar a muchos
Gobiernos en gigantes paralizados.
El tamaño ya no significa
fuerza. La burocracia ya no significa control. Y los títulos ya no significan
autoridad. Y si el futuro del poder está en la subversión, los bloqueos y las
interferencias, ¿podremos recuperar algún día la estabilidad? Sí. Pero eso
requerirá entender mejor las mutaciones del poder.
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