Fernando Mires 28 de marzo
de2013
Pagando un tributo a la precisión
habría que decir que Jesús no expulsó a los mercaderes del templo, sino del
atrio del templo. Ni al más sacrílego de los comerciantes, judíos o no, se le
habría ocurrido realizar prácticas cambiarias cerca del Tabernáculo, lugar donde
eran guardados los libros de La Ley.
En cierto modo los comerciantes
consideraban al atrio, por lo menos al exterior, como a un lugar público; y en
parte lo era. El problema es que ese lugar estaba dedicado originariamente a la
plática sobre temas religiosos o espirituales, pero en ningún caso mercantiles.
El atrio, en su sentido original, era también lugar de discusión y ahí iba
Jesús a discutir desde niño, como atestigua el Evangelio de Lucas (2:39-52).
Lucas narra que la familia de Jesús,
muy devota, peregrinaba hacia el templo de Jerusalén una vez al año. Cuando
Jesús tenía 12 años (mayoría de edad entre los judíos de su tiempo) se perdió
de la vista de sus padres durante la travesía de regreso, razón por la cual
María y José regresaron a Jerusalén y al cabo de tres días lo encontraron en el
templo, en intensa plática con los doctores (teólogos). La respuesta que dio
Jesús a sus padres fue que él estaba buscando, a través de la plática, a su
Padre, es decir a Dios.
Digno de destacar es que esa búsqueda
de Dios no la realizaba un niño
postrado en tierra, ni meditando en algún rincón oscuro, ni siquiera orando,
sino que en intensa discusión con los sabios judíos. Eso quiere decir que Jesús
no inició su encuentro con Dios a través del culto y sus rituales, sino a
través del dia-logo, es decir, del Logos (lógica), de la palabra compartida con
los "otros". En fin, Jesús demostró desde un comienzo que para él la
religión era una práctica racional de acuerdo a la cual la fe no negaba al
saber. Todo lo contrario. El saber aparece, desde la infancia de Jesús, como
condición de la fe.
Nadie lo ha dicho más claro que Juan
en su Evangelio. "Al comienzo era la palabra (el verbo, Logos) y la
palabra era con Dios, y la palabra era Dios". Eso quiere decir, entre
otras cosas, que sólo podemos alcanzar a Dios a través de la palabra pues es
imposible pensar sin palabras y el pensamiento es el medio que nos dieron para
alcanzar la verdad, o por lo menos una parte de la que soportamos desde nuestra
condición, que es la del ser mortal.
A través de la palabra compartida,
Dios no sólo está sobre, sino entre nosotros y
desde Jesús, en nosotros. Esa es la razón por las cual la
prédica de Jesús era pocas veces frontal. Sus enseñanzas vienen de múltiples
discusiones en las que se enredaba con la gente que encontraba casualmente en
sus caminos. Es por eso que las parábolas de Jesús tienen su origen en los
temas más terrenales que es posible imaginar, para desde ahí llegar, mediante
el método deductivo, a la revelación espiritual.
De este modo, cuando Jesús expulsó a
los comerciantes del templo, lo hizo también con el propósito de restaurar la
libertad de palabra, negada en este caso por el ruido de los animales en venta,
por el bullicio de las ofertas y por el regateo comercial.
El cristianismo –es su diferencia con
las otras religiones abrahámicas- menos que una religión de libro, nació como
una religión de la palabra oral. Por eso Cristo inició su vida de adulto
discutiendo y la terminó discutiendo, incluso increpando al propio Dios por su
muerte. Motivo por el cual creo no equivocarme si afirmo que Jesús nunca
habría aceptado el dictado de la modernidad relativo a que "sobre
religión no se discute". Todo lo contrario. Si no se discute sobre
religión no puede haber, en sentido cristiano, religión.
Si no discutimos sobre el bien o el
mal, o si no discutimos al mal, tampoco puede haber, en sentido cristiano,
cristiandad. Porque no hay prédica sin predicado; ni predicado sin sujeto, ni
sujeto sin pensamiento. Porque no puede haber pensamiento sin la palabra del
"otro". Porque ahí donde reina el silencio o la censura, no está
Cristo. Porque allí donde termina la palabra, reina la muerte.
El templo era para Jesús la casa del
conocimiento que lleva a la adquisición de la fe. De ahí que Jesús, cuando
discutía con sus prójimos, era fiel no sólo a la tradición del templo judío
sino también a la del otro templo que en la génesis cristiana también tiene un
gran significado. Me refiero al templo griego: Al Partenón, el templo de Dios y
de la sabiduría a la vez.
Si Jesús hubiera sido griego no habría
podido expulsar a los comerciantes, entre otras razones porque el templo griego
era inaccesible a los comerciantes. El Partenón estaba situado en la parte más
alta de la ciudad, por lo general en una montaña o en una colina. Dicha geometría
tenía un significado muy obvio: La divinidad pertenece a las alturas y las
prácticas cotidianas, a las bajuras. En la parte más alta, la casa de Dios y de
los dioses. Abajo, el Ágora, plaza destinada a las discusiones, a las asambleas
ciudadanas y, por supuesto, al comercio.
Ahora bien, el templo de Dios y de los
dioses tenía dos significados adicionales. Por una parte era el lugar del saber
y del cocimiento (El Partenón ateniense estaba dedicado incluso al culto a Atenea,
diosa de la sabiduría). Por otra, era el lugar de iniciación filosófica
de los jóvenes. (La palabra Partenón significa, en sentido literal,
"residencia de los jóvenes").
De más está decir que entre los
griegos no existía ninguna diferencia entre teología y filosofía. En la
tradición judía tampoco. El cristianismo desde Juan y Pablo, pasando por
Agustín hasta llegar a Tomás de Aquino, fue también filosofía y teología a la
vez.
La separación radical entre teología y
filosofía ocurrió recién durante los siglos XlX y XX en Europa, es decir, desde
nuestra propia modernidad. Las consecuencias de esa división, y mirado el tema
bajo la luz de sus resultados históricos, no han podido ser más nefastas. Y lo
fueron tanto para la filosofía como para la teología.
Sin teología, la filosofía dejó de
pensar acerca del "más allá" y por lo mismo se convirtió en una suma
de conocimientos no trascendentes. Sin filosofía -es decir, sin pensamiento-
las religiones se han convertido en prácticas irracionales, o en rituales
destinados a regular días feriados y dietas alimenticias; e incluso -lo vemos
en las demostraciones vaticanas- en su entrada triunfal a la "civilización
del espectáculo" (Vargas Llosa).
Quizás todo eso explica, por qué
durante el siglo XX y en la breve parte que llevamos del XXl, pueblos sin
religión ni pensamiento han creído encontrar a los dioses perdidos en los más
vulgares seres humanos, los cuales endiosados terminan mostrando lo que siempre
han sido: ídolos con pies de barro.
Puede entonces que ya sea hora de
restituir ese templo del saber al cual acudió el Jesús niño para conocer la
verdad que el mismo daría a conocer al mundo, ese día de su muerte cuando
las cortinas del templo amanecieron rasgadas, antes de que Él resucitara en
cada uno de nosotros.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico