por Xochil Schütz 14 de Septiembre, 2013
La poeta alemana Xochil
Schütz relata, en clave de crónica, su experiencia y participación en el décimo
Festival Mundial de Poesía en Caracas. El espíritu de este texto es descrito
por Schütz como las "impresiones del país que se autodenomina Socialismo
del Siglo XXI".
El viaje para Caracas dura quince
horas. Salgo del avión un sábado por la tarde cansada y pegostosa. Antes de
presentarme ante los representantes del 10. Festival Mundial de Poesía que me
recogerán en el aeropuerto, quiero refrescarme en el baño, pero no tengo
tiempo. No he terminado de recorrer la pasarela del avión cuando veo mi nombre
en un letrero sostenido por una joven. Paso, conducida por ella, sin tener que
hacer la inmensa cola del control de pasaportes, al área VIP del aeropuerto.
Está fuertemente vigilada por dos mujeres uniformadas de mirada mordaz.
La sala de aspecto señorial, amoblada
con sofás de cuero, tiene aire acondicionado. En las paredes lucen pinturas, la
más grande de todas muestra al presidente Hugo Chávez, fallecido en mazo de
2013.
Junto con otros poetas que también
esperaban en el área VIP soy conducida a través de la instalaciones del
aeropuerto en dirección a la salida. Mi vista se detiene sobre una gigantesca
cola de personas esperando. Es ancha y seguro de por lo menos cien metros de
largo. La mujer que nos busca me mira y dice: “Esperamos que te guste
Venezuela”.
El viaje para Caracas dura cuarenta
minutos. Veo montañas y pronto miles de chozas armadas de ladrillos, que se
aferran a sus laderas.
Cuando le digo a la joven colaboradora
del festival que debo cambiar algo de dinero, me exhorta a que los cambie con
ella, de forma personal. Quiere viajar a Europa dentro de poco. La entiendo;
aunque su abrupta exhortación y algo en su tono de voz me hace desconfiar. Que
el gobierno ha establecido una tasa de cambio extremadamente baja, que los
venezolanos tienen dificultades para acceder a divisas y que por eso se pagan
altos precios por moneda extranjera en el mercado negro, eran cosas que había
leído antes de emprender el viaje.
Más tarde, la joven me ofrece canjear
mis euros por un precio que en realidad está 80% por debajo del precio promedio
del mercado negro e incluso muy por debajo del cambio oficial. Me siento
engañada. Me cuesta encontrar el valor para decirle a la joven que me está
ofreciendo muy poco dinero. Cuando me oye, hace como si estuviera enterándose
de que existe un mercado negro y me monta una escena de gran sorpresa. Poco
después me ofrece un tipo de cambio un poco más alto que el anterior y me
explica que debido a que ella trabaja para el Gobierno no puede pagar precios
de mercado negro. Acepto el trato (que aún es desventajoso) porque temo que en
los próximos días tendré que lidiar con frecuencia con esta joven y no quiero
arruinar completamente el de por sí ya incómodo ambiente. A pesar de eso no me
siento muy bien.
Seis semanas antes. La invitación es
formal y amigable. La Casa de las Letras de Caracas me invita a participar en
el Festival Mundial de Poesía. Me alegra mucho, pues me gusta viajar. El
Ministerio de la Cultura estaba dentro de los patrocinantes. En Alemania el
Estado también apoya este tipo de eventos. No creo que la situación amerite
mayor precaución. Cuando Hugo Chávez aparecía en los medios alemanes, su
autopromoción me parecía incómoda. Ahora está muerto y yo un poco curiosa.
¿Logró algo políticamente? ¿Es tal vez Venezuela un ejemplo de que el
socialismo sí puede funcionar?
Acepto la invitación al Festival. Me
informo regularmente a través del Internet sobre la situación política del
país. Poco a poco comienzo a dudar: La economía está evidentemente en el suelo.
Los medios de comunicación, se lamenta la prensa internacional, se encuentran controlados;
el último canal de televisión independiente está siendo comprado por el Estado.
De pronto leo que militares han torturado a manifestantes críticos al gobierno.
No me suena a socialismo. Suena a dictadura. Pienso en cancelar mi
participación en el Festival.
“Tú no eres Günter Grass”, me dice mi
mejor amiga. “Tu ausencia no tendría ningún efecto. Y tal vez esas personas lo
que están necesitando es poesía”.
Decido emprender el viaje. Poco
después recibo el programa del Festival. En la primera página luce una imagen
de Chávez. ¿Y esto qué es? No tengo nada que ver con este señor y nada de ganas
de dejarme instrumentalizar.
También me pone a pensar el hecho de
que yo —como poeta— debo abrir el festival. Con la actual situación política
del país me parece un dudoso honor. Considero la posibilidad de citar las
palabras de Rosa de Luxemburgo en la tarima: “La libertad es siempre libertad
para el que piensa diferente”.
“Eres invitada”, me dice alguien. “No
puedes ofender a los anfitriones”. Además de estar en contacto con los
organizadores del Festival Mundial de Poesía, también estoy en contacto con el
director de la biblioteca del Instituto Goethe en Caracas. Uno de mis talleres
sobre la poesía slam tendrá lugar allí. Le escribo que la situación política
del país me parece muy interesante. Me responde invitándome a un almuerzo
informal con algunos autores críticos al gobierno. Me alegro mucho y me siento
aliviada de no ser instrumentalizada por sólo uno de los lados. Sin embargo
sigo teniendo una mala sensación respecto a este festival.
El hotel en el que nos hospedamos
queda en el centro de la ciudad. Me dicen que no debo salir sola. Caracas es
peligrosa. Se trata del antiguo Hotel Hilton que desde hace años pasó a manos
del Gobierno de Chávez. Desde entonces no han limpiado las ventanas, las
alfombras están sucias y la ducha de mi habitación no funciona. El servicio de
habitación me trae el agua que pedí después de una hora. La siguiente
simplemente no me la trae. El agua del chorro no es potable. Tengo sed.
Comienzo a comprar agua en la tiendita del hotel, que abre de vez en cuando. En
el desayuno evito además comer mantequilla. Está rancia.
De los cuatro ascensores del
rascacielos funciona normalmente sólo uno. En consecuencia hay que esperar
largos e improductivos ratos durante las horas de mayor afluencia. Cuando los
huéspedes del hotel nos enteramos de que había un ascensor que sube a partir
del segundo piso (mejor que nada), salimos corriendo en competencia para subir
por la escalera.
En otra oportunidad me embuto entre el
amasijo de gente aprisionada en el ascensor. La gente se molesta. Si el
ascensor llega a quedarse parado a mitad de camino, seguro que me linchan.
A veces subo los 15 pisos a pie. Tengo
muchas actividades previstas y no siempre tiempo para esperar.
No necesito lujo, pero este hotel no
funciona lo suficiente.
Bienvenida oficial. El domingo en la
tarde se nos da una bienvenida oficial a los cincuenta invitados al festival en
el patio de un museo cercano al hotel. No, en realidad no se nos da la
bienvenida. Se nos da un discurso en el que se exaltan los logros del gobierno
socialista en el área de la cultura. Luego un segundo discurso, en el cual se
exaltan los logros del gobierno socialista en el área de la Cultura. Luego un
tercer discurso en el que el director de la Casa de las Letras, institución que
nos ha invitado, con una mezcla de fervor y vanidad, expone que fue amigo
personal de Chávez y lo grande que es el socialismo.
Durante los siguientes ocho días que
estaré en Caracas, escucharé antes y durante cada uno de los eventos las
palabras “Chávez”, “Comandante”, “Presidente” y “Patria”. Ya en este primer día
su uso excesivo hace que mis oídos no las toleren más. Estoy alterada.
Perpleja. ¿Qué es esto?
Es lunes por la tarde. Dentro de poco
tendrá lugar la inauguración oficial del Festival en el teatro más grande de
Suramérica. Se esperan más de dos mil personas. Me preguntan si quiero decir
algunas palabras antes de recitar mi poema. De ser afirmativo, debo decir
exactamente qué palabras serán. Respondo que no y me molesto un poco, porque
luego del saludo informal que nos hicieron en el teatro, en el que se exaltaron
los logros del gobierno en el área cultural del país y se nombró a Chávez al
menos diez veces, había pensado de hecho en la posibilidad de decir algo.
Resulta que hay otra presentación
antes de la mía: la de Chávez. En una pantalla gigantesca se le ve y se le oye,
gesticulando de forma exageradamente sentimental, mientras recita un poema.
¿Este tipo realmente tenía que saber hacer de todo?—pienso. Entonces salgo al
escenario. La gigantesca sala está casi vacía. Tal vez unas 300 personas se
veían dispersas en ella. De esas 300, a lo largo de la noche, algunas gritan
regularmente en coro “Chávez”. Es extraño; tiene un aire de teatro escolar.
Detrás del escenario, para los poetas,
hay agua en pequeñas botellas de plástico. Tienen pegada una etiqueta en la que
un nombre está impreso en letras gigantes: Chávez. El agua sabe venenosamente a
plástico. Tengo sed, pero no me provoca tomarla.
Es martes por la mañana. Junto a mi
intérprete voy en un taxi al Instituto Goethe. Allí doy mi primer taller sobre
poesía slam. Doce personas, jóvenes en su mayoría, asisten al taller. Hablo
sobre la poesía slam, el efecto social y literario que tiene… y que
eventualmente no tiene. Escribimos textos acerca de la realidad social, los
recitamos al grupo y los discutimos. Todos hablan libremente y ninguno grita
“Chávez”. Es sólo luego de que recito mi texto recién redactado, que pregunta
si Venezuela se está convirtiendo en una dictadura, que el ambiente cambia: una
participante del taller desmiente con ahínco que la libertad de expresión se
encuentre limitada en el país. Otros responden con indignación que en la
Universidad ya no se puede hablar libremente por miedo a posibles
consecuencias. Suena inquietante. No. Suena aterrador.
Dos jóvenes participantes deciden
fundar un slam de poesía. Por supuesto es algo que me alegra.
Después del taller tiene lugar el
almuerzo informal con el director de la biblioteca del instituto, su compañera
de trabajo y dos artistas críticos al gobierno. Ambos artistas boicotean el
festival por ser organizado por el Gobierno. Me entero de que la antes
independiente Casa de las Letras, de la que recibí la invitación al Festival,
fue tomada desde hace tiempo por personas leales al gobierno. Recuerdo entonces
al fervoroso-vanidoso amigo de Chávez que nos “saludó” el domingo y ya no me
sorprende nada.
La autora crítica al gobierno me dice
que con su arte sólo intenta poner orden en el caos que causa en ella la
situación política y social.
Me siento en sintonía con las personas
en la mesa y no quiero irme. El almuerzo se extiende. Mi intérprete debe
recordarme repetidas veces que ya es hora de partir: debemos regresar al hotel
y después seguir a una lectura.
Nos despedimos afectuosamente y
corremos bajo la lluvia tropical a lo largo de una calle.
La Limonera. Junto a otros autores un
pequeño autobús nos lleva poco después a una lectura en un complejo
habitacional en las montañas. El complejo se llama “La Limonera” y al parecer
el difunto presidente Chávez ordenó su construcción para familias de bajos
recursos que quedaron sin techo debido a catástrofes naturales. A mitad de
camino, se sube al autobús un hombre de aspecto atlético y cabello largo. Me
aborda llamándome “camarada” y me explica con voz pretenciosa que dentro de
poco me encontraré con personas que nunca habían estado en contacto con la
cultura. Ahora el socialismo les lleva cultura. Pareciera que estuviese
hablando de animales a quienes juntos pudiéramos civilizar. Profundamente
conmovido me dice luego que ama a Chávez. Le digo: “Pero parece que no a todo
el mundo le pasa lo mismo”. Se molesta y dice fervorosamente: “NOSOTROS lo
amamos. NOSOTROS lo amamos.” A más tardar en este momento me doy cuenta que la
situación en este país es totalmente diferente a todo lo que he conocido hasta
ahora.
Las casas del complejo tienen dos años
de construidas. Utilizo el diminuto baño de una de las familias que viven allí,
porque se pensó en llevarles cultura a estas personas, pero no en poner un baño
a disposición de los autores. La puerta del baño tiene ya un enorme agujero. Y
la cerradura de la puerta también está dañada, cosa que compruebo unos momentos
después: no puedo abrirla. La amable familia necesita largos minutos y la ayuda
de herramientas para poder liberarme. Me siento incómoda y desconcertada. No
necesito lujo, pero un Estado que ni siquiera puede fabricar puertas y
cerraduras que funcionen me parece débil.
El recital de poesía y la apertura de
la actividad se retrasan por la misma razón que la inauguración se retrasó: un
político socialista, que estaba en el programa, nos hace esperar para terminar
no apareciendo.
Hace frío aquí en las montañas. Nadie
nos avisó con antelación y ahora morimos de frío. Entretanto ya se hizo de
noche. Nadie nos ofrece algo de comer. Tenemos hambre. También tenemos sed,
pero nadie nos ofrece algo de beber. De pronto ya no puedo más y colapso.
Necesito recostarme.
El recital comienza tarde, pero
comienza. Sin mí, pero los escucho. El director de la Casa de las Letras,
presente en el evento, entona himnos de alabanza a Chávez. El numeroso público
está entusiasmado. Se escuchan los primeros gritos de “Chávez”. Los poetas
venezolanos invitados recitan poemas de alabanza a Chávez. Estoy recostada en
el asiento de atrás del autobús que nos trajo aquí. Poco antes de mi turno, me
obligo a salir del autobús y a subir al pequeño escenario al aire libre. Un
pequeñín tambalea al micrófono y dice que Chávez una vez lo abrazó y que lo
ama. La multitud está emocionada. Estoy segura que en cualquier momento en
Venezuela Chávez será declarado santo y se convertirá en religión. Tengo la
sensación de que nadie me creerá esto en Alemania. Pero en Alemania nadie tiene
idea de lo que está pasando aquí.
Ya se hizo de noche. Durante el viaje
de regreso al centro de la ciudad, que dura una hora, el socialista de cabello
largo que ya había conocido camino a la lectura, reparte clementemente pequeños
pedazos de pizza fría y vieja, como si estuviese repartiendo la Sagrada Cena.
Siento ganas de reír, pero no puedo. Estoy hambrienta y sobre todo muerta del
cansancio.
Miércoles por la tarde. Vamos en taxi
a una escuela, en la que daré mi segundo taller. Somos mi intérprete, yo y una
mujer hasta ahora desconocida que nos acompaña. Dice trabajar en la Casa de las
Letras y tiene un aspecto pedantemente fiel a la línea, tal como me imagino a
una funcionaria del Ministerio para la Seguridad del Estado (de la República
Democrática Alemana). Me siento incómoda, en el sistema incorrecto y no tengo
ganas de conversar. Prefiero ver por la ventana. Al borde de la calle veo
repetidamente colas de personas. Que los venezolanos deben hacer cola para
comprar papel higiénico, jabón y mantequilla es algo que ya escuché. Que tienen
que hacer cola para poder tener un puesto en un autobús era algo que no sabía.
Siento compasión, pero al mismo tiempo recuerdo a una venezolana que me dijo
que la gente aquí se toma los inconvenientes con humor.
La escuela queda al borde de un
barrio. El taxista tiene miedo de atravesarlo. Pasa una hora mientras
conseguimos un camino más seguro a nuestro destino. Llegamos demasiado tarde.
Un profesor muy entusiasmado de unos
cincuenta años aproximadamente nos espera en la calle. Nos grita
permanentemente camino a la escuela como si fuéramos sordos. Entramos a las
instalaciones. A causa de su construcción abierta y techos altos, el ambiente es
insoportablemente ruidoso. Todo retumba. El profesor tiene que gritar para
presentarnos a los estudiantes. La funcionaria socialista que nos acompaña
tiene que gritar para alabar al gobierno. Tengo que gritar al recitar mis
poemas e intentar conversar con aproximadamente ochenta chicos de trece
años. Es complicado, pero de alguna
forma lo logro. Al finalizar el taller, el profesor me acerca una bandeja con
pasapalos que los alumnos han preparado para nosotros. Estoy conmovida. Los
alumnos son cordiales, quieren autógrafos y tomar fotos de recuerdo con sus
teléfonos celulares. Al finalizar, el profesor me entrega solemnemente un
montón de hojas metidas en una carpeta pegajosa. “Mis poemas”, me dice. “Puedes
publicarlos en Alemania”. Siento que me exige demasiado, al fin y al cabo ni
siquiera hablo español.
Otros eventos. Regresamos al hotel y
poco después tenemos que seguir a la próxima lectura. Tiene lugar en el patio
del Ministerio del Poder Popular para la Educación. Este evento no estaba en el
programa del festival que me habían enviado.
Junto a tres autores internacionales
hay diez autores venezolanos invitados que alaban a Chávez fervorosamente. El
público está entusiasmado. Abandono la tarima antes de tiempo porque
simplemente no puedo soportar la propaganda permanente. Me prometo nunca más
viajar a una dictadura. Más tarde escucho a una cantante cantar con total
entrega una canción de amor para Chávez.
Después de la actividad una mujer del
público se acerca a mí. “Obama loco”, dice. Y luego dice: “Merkel loca”. A
pesar de que no hablo español, conozco la palabra “loco” y sé lo que significa.
La mujer espera que yo por lo menos asienta con la cabeza, expresando que estoy
de acuerdo. Cuando en vez de eso digo “No”, me asusto porque siento que me va a
atacar físicamente.
Jueves, viernes y sábado se llevan a
cabo más recitales. Siempre están invitados, junto a nosotros, los autores
internacionales, numerosos autores venezolanos que entonan cantos de alabanza a
Chávez y llaman a la lucha de clases. ¿Será que es un intento de impedir que la
gente siga dudando del resultado de las elecciones ganadas por el hijo de
crianza de Chávez, Nicolás Maduro? ¿O de unirse a la oposición?
Cuando es mi turno en un teatro
grande, ante un público bastante numeroso, después de dos horas de
“poesía-propaganda”, digo: “Cuando nos amamos, no necesitamos ninguna lucha
política”. Más o menos la mitad del público aplaude prudentemente. Los demás
hacen un absoluto silencio. Un hombre se enfurece. Mi frase fue decente. Sin
embargo, la siento casi peligrosa.
El Gobierno de Chávez comenzó a
ofrecer en Caracas un festival gratuito (“la ruta nocturna de los museos”) los
fines de semana. Tiene el objetivo de hacer posible a los jóvenes de los
barrios el contacto con la cultura, sin costo alguno. Son precisamente este
tipo de acciones las que en medio de todo reducen mi incomodidad, me hacen
poner en tela de juicio mi creciente rechazo por este Estado. A mí estos
festivales me parecen algo bueno. Incluso estoy contenta de presentarme allí.
Por la tarde tengo una entrevista con
la televisora cultural más grande del país. Me dicen que debo decir frente a
las cámaras lo que significa Chávez para mí. Me rehúso y le explico al empleado
de la televisora que la poesía es independiente. Me ven con sorpresa. Una vez
más tengo la sensación de estar en un mundo distinto al que conozco.
Aproximadamente tres mil personas,
bien dispuestas, asisten en la noche. Están contentos de escuchar, después de
la presentación de un grupo musical, poemas en alemán y su traducción. Estoy
sorprendida de la increíble recepción que tengo —sin necesidad de exclamar ante
el público “Chávez”, “Comandante” o “Presidente”. Los poetas de Francia y
Palestina mantienen otra posición: el poeta slam francés es evidentemente fanático
de Chávez, la poeta rapera palestina está feliz de que Chávez en algún momento
tuvo una posición crítica con respecto a Israel. En general he comprobado que
algunos de los autores internacionales sienten entusiasmo o al menos simpatía
por Chávez, mientras que otros aún no se han ocupado de informarse sobre la
situación política del país.
Como ya antes de emprender este viaje,
me gustaría saber si hubo autores que rechazaron la invitación porque no
quisieron viajar a este sistema.
Domingo al mediodía. Mi partida se
aproxima. La despedida de algunos de los jóvenes colaboradores, quienes nos
atendieron en la oficina del festival en el hotel, es cordial, casi familiar.
Muchos de ellos fueron francos, comprometidos y bastante encantadores. Me
siento irritada una vez más. ¿Es posible que gente tan simpática apoye a una
dictadura y que eventualmente la ayude a construir? Ninguno de ellos quiso
hablar sobre Chávez sin que yo se lo pidiera. Mi “colaborador favorito”, un
verdadero sol, me pide que le recomiende más poetas slam: quiere invitarlos a
Venezuela el año que viene, para organizar más talleres y eventos literarios
para que la poesía slam sea conocida en el país.
Recuerdo al director de la biblioteca
del Instituto Goethe, quien me dijo durante nuestro encuentro el martes, ya en
confianza: “Ya escuchaste autores críticos. Pero ve también el otro lado; ellos
te invitaron y están muy interesados en el tema de la poesía slam“.
Nos dirigimos en autobús hacia el
aeropuerto. Como siempre cuando recorro Caracas, me llaman la atención las
innumerables paredes de edificios que tienen grafitis e imágenes que alaban
fuertemente a Chávez y a Maduro. La simbología recuerda a la de Corea del
Norte, la antigua República Democrática Alemana, la Unión Soviética: los mandatarios
se presentan desde una perspectiva que los hace tener un efecto abrumador. Hay
que levantar la vista hacia ellos. Estoy feliz de no tener que verlas más. La
propaganda es tediosa, parcializada, me altera.
Maduro, quien se aferra al poder,
también tiene fama de tedioso. “Ni siquiera le gusta a mi abuela”, me comentó
una venezolana. “Y ella fue una verdadera chavista”. Pero en las paredes de los
edificios dice: “Chávez dijo que eligieran a Maduro”. Así que. Bueno.
La clase media se desangra bajo la situación
política actual, me comentaron convincentemente: trabaja más de lo que es bueno
para la salud y de todas maneras el dinero no le alcanza para vivir. Pero la
clase baja es inmensa. Y por supuesto prefiere vivir, en vez de en la calle, en
uno de los nuevos rascacielos sin ascensor construidos baratamente por el
Gobierno. Y si los choferes de metro son presidentes y señoras que limpian
influyen de forma decisiva en círculos literarios —y lo pueden hacer en la
Venezuela actual, según me informaron de forma muy convincente— estamos frente
a una especie de “Sueño Americano” que evidentemente motiva a muchas personas.
Irónicamente. Porque se odia a los Estados Unidos.
Tal vez las limosnas y las acciones
por los pobres sólo son una forma de tapar el hecho de que el Estado es
profundamente corrupto. Esa opinión la escuché muchas veces de venezolanos. No
puedo juzgar eso tras apenas unos pocos días en el país.
La joven colaboradora del festival que
a mi llegada cambió tan desfavorablemente mi dinero me abraza fuertemente al
despedirnos en el aeropuerto y me dice que tenemos que mantenernos en contacto,
pase lo que pase. Estoy asombrada. ¿Será que tiene mala conciencia? ¿O tal vez
no tiene consciencia de qué es justo y qué no? No lo sé. Más tarde alguien
dirá: “Ni lo uno ni lo otro. Está echada a perder. El sistema político la ha
deformado tanto que se acostumbró a ser falsa”.
Nosotros los autores no esperamos
tanto como los demás viajeros. Pero igual al salir por el aeropuerto tenemos
que esperar. Sólo en la cola del control de pasaporte pasamos una hora y media.
Cansa. Altera. Otra media hora había pasado cuando revisaron nuestras maletas.
En general: equipaje: Todos tenemos
más de lo que teníamos al entrar al país. Nuestros honorarios nos los dieron en
efectivo, en moneda local. A causa de las diversas tasas de cambio existentes
en el país no se puede cambiar ese dinero en ningún otro país del mundo. Así
que no nos quedó otra sino gastar todo el dinero. Por supuesto fue divertido.
Pero hubiésemos preferido utilizarlo para pagar nuestro alquiler.
De regreso en casa sigo preguntándome
si verdaderamente acabo de visitar una dictadura. La omnipresente propaganda en
Caracas me molestó inmensamente. Así como el hecho de que la política dominó de
forma casi absoluta al festival, intentando vender propaganda como arte y así
degradar al arte al nivel de propaganda. Pero, ¿eso es suficiente para decir
que se trata de una dictadura?
Un oriundo, a quien le pregunté si en
Venezuela existía una dictadura, gimió: “Ni nosotros mismos lo sabemos”.
Un autor de Haití con quien conversé
opinó: “No puedes aplicar a una democracia latinoamericana la misma escala que
a una europea” —¿Y por qué no?
La autora crítica al gobierno que
conocí en el almuerzo organizado por el Instituto Goethe dijo: “Venezuela es
una dictadura del siglo XXI, se oculta detrás de una máscara de democracia”.
No soy inexperta en el tema de
entender sistemas políticos. Pero éste no lo entiendo. La sensación de
confusión no quiere disiparse. Mientras más intento entenderlo, más tengo la
sensación de que en mi cabeza hay un insecto gigante, que no quiere salir. Tal
vez su nombre sea, de hecho, “dictadura”.
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