Por Golcar, 09/09/2013
Hay en la vida de uno como lector algunos libros que parecen buscarlo para ser leídos. Obras que se posan allí, en nuestro camino como diciedo “aquí estoy, esperando por tus ojos para sentirme vivo y hacerte sentir vivo”. Libros que bien pudieron haber sido escritos por uno mismo porque lo que cuentan es tu historia. En sus páginas está tu vida, o parte de tu vida.
Algo así me sucedió hace poco cuando fui a la librería Nacho buscando los “Siete pecados capitales del venezolano” de Juancé Gómez y “Kilómetro cero” de Leonardo Padrón.
Mientras curucuteaba en las estanterías esperando que la dependienta me localizara los libros requeridos en el sistema, un pequeño libro, con la vieja fotografía de dos niños con caras tristes y de desconcierto, pareció hacerme señas. Era una imagen de dos infantes tímidamente tomados de la mano y vestidos como provincianos niños un día de domingo para ir a misa. Tomé entre mis manos el ejemplar y leí la portada: Margarita Infanta. Francisco Suniaga. Literatura Mondadori.
Una obra de formato pequeño. La pasta mate y dura (ya casi no se consiguen libros con ese tipo de pasta). En el envés daba una resumida descripción sobre el tema tratado y ponía, como una profecía de lo que conseguiría en las páginas interiores, el precio: 55,00 bolívares. Hacía mucho no veía un libro que costara menos de 100 bolívares y menos aún con la calidad del que tenía en mis manos.
Tomé el libro y, lentamente, lo acerqué a mi nariz. Inspiré profunda y suavemente el olor del papel. El aroma, inmediatamente me hizo viajar en el tiempo, a mis 10 años en La Parroquia, en Mérida.
El olor me ubicó en la librería Coquito, frente a la plaza Bolívar, en el local que mi madre le alquiló a Mercedes Pinto para que montara la primera -y por muchos años, única- librería y papelería con la que contó el pueblo. Allí pasaba mis tardes infantiles entre revistas y libros impregnados con ese mismo olor que brotaba de la obra de Suniaga. En ese momento, sentí que Margarita Infanta se convertía en una promesa de amena lectura, en un económico boleto para echar un paseíto por la infancia. 55,00 bolívares por un pasaje para viajar en el tiempo, ¡Eso es un regalo!
Con mi pequeño tesoro, me fui a casa y, una tarde de largo y caluroso apagón eléctrico a nivel nacional que nos dejó no solo sin electricidad sino también sin televisión, sin Twitter y sin Facebook, cogí Margarita Infanta de Francisco Suniaga, y me lo devoré.
Cada una de las diecisiete historias narradas por Suniaga sobre su infancia en Margarita, parecía una crónica que contase parte de mi propia niñez en La Parroquia. Las diferencias geográficas y topográficas entre la isla y el pequeño pueblo enclavado en las montañas andinas parecieron diluirse. Los recuerdos de la niñez, de la inocencia, de la infancia no distingue de terrenos. Las emociones son las mismas para un niño que nació a la orilla del oceáno que para uno que conoció el mar a los 14 años. La memoria termina siendo pura emoción cuando algo nos traslada en el tiempo a los días de juegos infantiles.
“Cuando pienso en mi ciudad, no evoco a La Asunción sino a mi infancia”, dice Suniaga con toda razón. En sus líneas está dibujada la niñez de quien las lee, haya nacido en La Asunción, en Barinas o en Mérida.
La historia de la tristeza manifiesta en los acuosos ojos de su hermano en la portada del libro, me recordó mi propia historia cuando tío Expedito emocionado me regaló unos zapatos de cuero marrón que tenían una lengua espantosa y con los que se suponía debía ir a una fiesta. ¡Qué decepción cuando abrí la caja y encontré ese adefecio! ¡Qué ganas de llorar! Los zapatos, en mi mente infantil, parecían gritar “¡campesino, montuno!”.
A partir de esa historia llamada “Retrato”, en cada línea de “Margarita Infanta” encontré rastros de “La Parroquia Infanta”, mi pueblo merideño.
El maestro Fiel fue Doña Clori, mi maestra de primer grado, el Tirano Aguirre se convirtió en el temido hombre sin cabeza o el jinete de medianoche que arrastraba cadenas en su galope aterrorizando inocentes que no se atrevían ni a asomar la nariz a la calle en las solitarias noches pueblerinas. El cine de Felix Silva fue la pared de la iglesia en la que proyectaban películas religiosas, o el Cinelandia de la calle Lora donde trabajaba mi prima Aurora en la taquilla o el Glorias Patrias a donde fui por primera vez solo a ver La Pantera Rosa.
El amigo “cineasta” Leonét bien podría ser tío Chuy, Alberto Collazo o el señor Zambrano que nos asombraban con sus exageradas historias de aventuras en selvas rodeados de peligros que solo ellos podrían salvar. Y el miedo a que un vampiro le atacara la yugular que obligó a Suniaga a dormir con una cobija enrollada al cuello, fue mi propio temor luego de ver la película y que me hacía aferrar mis pequeñas manos alrededor del cuello hasta dormirme, para evitar la mordida. Y el cruel y sangriento asesinato de “Chamero” en su bodega para robarlo se me apareció al leer la historia de Brígido, sorprendido también por un ladrón en su tiendita de La Asunción, en unos tiempos cuando esas cosas no sucedían en los pequeños pueblos del interior del país.
Al cerrar Margarita Infanta con el corazón hecho melcocha y las pupilas inundadas de niñez, no tuve más remedio que cerrar los ojos y volver a aspirar el olor a tinta y papel que me lleva irremediablemente a mi infancia y desde mis más tiernas y atesoradas querencias, darle las gracias a Francisco Suniaga por tan divertido y conmovedor viaje en el tiempo.
http://golcarr.wordpress.com/2013/09/09/margarita-infanta-un-boleto-para-viajar-en-el-tiempo/
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