Roger Vilain 12 de octubre
de 2013
Junto a mi mesa conversan dos tipos
mayores. Alzan la voz, gesticulan, piden más café, y por mucho que me escudo intentando
escapar de esas diatribas con “No digas noche”, de Amos Oz, un comentario hace
saltar mi taza, los libros, el cenicero y la botella de agua mineral.
Tengo la costumbre de vivir y dejar vivir. Tamaña máxima la aprendí de
mi padre hace una punta de años, de modo que entre ceja y ceja llevo la
convicción de que cada quien con su cada cual, cada oveja con su pareja, cada
loco con su tema o cada luna con su medianoche. Lo contrario es cercenar la más
íntima de las necesidades, que es la de privacidad, y es darle un hachazo a la
libertad en el mero centro del occipital. Conmigo no cuenten para eso.
Pero a veces se entremezcla la gimnasia con la magnesia y qué va, el
cóctel resulta intragable a cualquier hora, lo que me hace fruncir el ceño,
levantar como zorro las orejas, detenerme a propósito del bodrio que mis
vecinos tejen a quemarropa. Entonces ya ven, este sábado comento en voz alta
para ustedes. Y es que el mundo chorrea belleza, enigmas que bien valen el
recogimiento y la contemplación, pero también miserias, escupitajos cargados de
prejuicios y resentimientos que, como está el patio, hay que despacharlos
rápido sin darles tregua ni respiro.
No sé de qué iba la charla en su contexto general y me interesaba un
pepino, pero alguien habló de Venezuela, y luego de América, y de España, y de
ahí surgió la acusación, la palabra genocidio -que por supuesto no ha sido
lavado todavía, decían-; de ahí se materializó el prejuicio, el dedo índice, la
imbécil creencia de que todo el mal que nos agobia hoy tiene certificado de
nacimiento en la Conquista y comienza en aquellos días llenos de espadas, de
sotanas y de cruces.
No conozco un sólo país ajeno a la pólvora o al cuchillo, a la violencia
demencial en cualquiera de sus manifestaciones. No existe sociedad humana
virgen, de espaldas a mil avatares en que las injusticias no se abracen con la
sangre, con la explotación o la traición, con las más bajas pasiones a la hora
de anexarse territorios, defender dioses, imponer cosmovisiones y enarbolar mejores
formas de matar o pisotear. Así que no me vengan con cuentos: dos buenos
señores dándole a la lengua, consumiendo café plus con cremita premium de
cereza y chocolate derretido al canto, que pagarán su cuenta al pelo y seguro también sus impuestos, que pobrecitos, lancen
como si nada cuatro inocuas pendejadas producto de una charla típica de ociosos
en un cafetín de pueblo, vamos, no debería ser para tanto. Pero lo es. De
percepciones así, de sentirnos dueños del circo y sus alrededores, de tanto suponer
que Dios ha bajado, que lo tenemos agarrado por las barbas, que nos brinda una
cerveza helada mientras asiente dándonos palmaditas en el hombro, nace la
creencia de que somos superiores, de que nos ultrajaron y hay que cobrar
venganza antes o después, pero cobrarla.
A partir de disparates como ése aparecen las más alocadas
supercherías sobre nosotros y sobre el
lugar que ocupamos en la trama dura y caníbal de este mundo, que por cierto no
es ningún lecho de rosas.
Nacionalismos de todos los pelajes, complejos de superioridad o de inferioridad letales, ideas de pureza
racial o cultural y otros delirios por el estilo, Hitler, Stalin, Milosevic,
Pinochet, Castro, Pol Pot, Nerón, sume y siga y dígame, coño, si no hay que
educar en serio para poner de patitas en la calle a cuanto huela a suposiciones
parecidas, a asépticos diálogos como éste, a tantos tirios y troyanos incapaces
de meterse en la historia sin gríngolas ideológicas con pies de barro,
incapaces de advertir que existe otro, que hay alguien distinto a ti y que es
maravilloso que eso ocurra.
Por supuesto que España
conquistó, y lo hizo a la fuerza y a la bruta, con saña y crímenes de por
medio. Negarlo es una absoluta necedad pero lo otro, alimentar odios, resucitar
rencores, culpabilizar y no olvidar, hoy por hoy, es una imbecilidad tallada a
fuego lento. A las alturas del año que vivimos la España de la Conquista forma
parte de la historia, la historia con mayúsculas, y quien pretenda ahora hacer lodos con aquellos polvos es un tarado
que únicamente se cura con lecturas, con libros, con eso que dieron en llamar
cultura. Lo otro es bolsería y bajeza humana, buenas para escupir sandeces y
peligrosísimas si hallan tierra fértil en la que materializarse. Al carajo con
ellas. Siempre.
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