Roberto Giusti octubre 1, 2013
@rgiustia
Después de tres lustros de haberse
instalado en el poder la clase dominante surgida del golpe de Estado de 1992
nos presenta el más patético balance que sea dable imaginar. Esa conjunción
heteróclita, armada al conjuro del cuartelazo, donde civiles y militares se
mezclaban con oportunistas de toda laya, náufragos desahuciados de la rebelión
de los 60 y milagrosamente revividos, las avanzadillas antillanas convocadas
con carácter de urgencia, los teóricos marxistas desempleados de todo el mundo,
una que otra rutilante celebridad proveniente de la industria cinematográfica y
la más abigarrada sucesión de dirigentes políticos en busca de apoyo financiero
para expandir la franquicia más allá de la región, ha terminado por convertirse
en una vulgar y patética rapiña donde los zamuros se disputan ahora los restos
de lo que fue un país.
Quienes esperaban un proceso
revolucionario serio, aplicado según los mandamientos del librito, desarrollado
con inclemente rigor, disciplina vertical y una terrible vocación depredadora,
condición ineludible esta última para destruir el viejo orden establecido y
construir sobre las ruinas un temible y respetable modelo neototalitario,
digamos de nuevo tipo y a la venezolana, teniendo como modelo las experiencias
del siglo XX, nos equivocamos de plano en nuestras previsiones.
¿Desbarajuste?, sí; ¿lucha de clases?,
también; ¿destrucción?, no se diga; ¿la cuota de sangre indispensable?, a
borbotones; ¿exacciones, invasiones, confiscaciones y robo descarado de la
propiedad privada?, ni hablar. ¿Y entonces, qué pasó? Pues nada, no lo sé, pero
en medio de la frustración y de la pérdida casi total de la calidad de vida,
que como integrante de la clase media me corresponde sufrir (en eso también
cumplieron), me late que el medio, el elixir, el bálsamo lubricante capaz de
hacer la revolución, sin que pareciese que se estaba haciendo, porque al final
se llegó al gobierno por elecciones y había que cubrir las apariencias y
guardar las formas democráticas, terminó embriagando a los operadores
políticos, quienes comenzaron a aplicarse ellos mismos, en dosis cada vez más
extravagantes, el remedio prescrito para un colectivo que se fue quedado con
las manos vacías.
Que también hay corrupción en los
totalitarismos, sí, porque la impunidad del poder ilimitado la hace inevitable.
Que todos los totalitarismos o sus engendros terminan mal, es decir, mueren,
tarde o temprano, también es cierto. Pero esas muertes fueron de sistemas que
se caen por su propia naturaleza, condenados por inviables. En nuestro caso
esta muerte lenta, pero cada vez más rápida, obedece a la corrupción galopante
y las penurias actuales se deben al saqueo incontrolable. Se están comiendo el
hígado y no lo pueden evitar.
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