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jueves, 3 de octubre de 2013

El destino de un engendro

Roberto Giusti octubre 1, 2013
@rgiustia

Después de tres lustros de haberse instalado en el poder la clase dominante surgida del golpe de Estado de 1992 nos presenta el más patético balance que sea dable imaginar. Esa conjunción heteróclita, armada al conjuro del cuartelazo, donde civiles y militares se mezclaban con oportunistas de toda laya, náufragos desahuciados de la rebelión de los 60 y milagrosamente revividos, las avanzadillas antillanas convocadas con carácter de urgencia, los teóricos marxistas desempleados de todo el mundo, una que otra rutilante celebridad proveniente de la industria cinematográfica y la más abigarrada sucesión de dirigentes políticos en busca de apoyo financiero para expandir la franquicia más allá de la región, ha terminado por convertirse en una vulgar y patética rapiña donde los zamuros se disputan ahora los restos de lo que fue un país.

Quienes esperaban un proceso revolucionario serio, aplicado según los mandamientos del librito, desarrollado con inclemente rigor, disciplina vertical y una terrible vocación depredadora, condición ineludible esta última para destruir el viejo orden establecido y construir sobre las ruinas un temible y respetable modelo neototalitario, digamos de nuevo tipo y a la venezolana, teniendo como modelo las experiencias del siglo XX, nos equivocamos de plano en nuestras previsiones.


¿Desbarajuste?, sí; ¿lucha de clases?, también; ¿destrucción?, no se diga; ¿la cuota de sangre indispensable?, a borbotones; ¿exacciones, invasiones, confiscaciones y robo descarado de la propiedad privada?, ni hablar. ¿Y entonces, qué pasó? Pues nada, no lo sé, pero en medio de la frustración y de la pérdida casi total de la calidad de vida, que como integrante de la clase media me corresponde sufrir (en eso también cumplieron), me late que el medio, el elixir, el bálsamo lubricante capaz de hacer la revolución, sin que pareciese que se estaba haciendo, porque al final se llegó al gobierno por elecciones y había que cubrir las apariencias y guardar las formas democráticas, terminó embriagando a los operadores políticos, quienes comenzaron a aplicarse ellos mismos, en dosis cada vez más extravagantes, el remedio prescrito para un colectivo que se fue quedado con las manos vacías.

Que también hay corrupción en los totalitarismos, sí, porque la impunidad del poder ilimitado la hace inevitable. Que todos los totalitarismos o sus engendros terminan mal, es decir, mueren, tarde o temprano, también es cierto. Pero esas muertes fueron de sistemas que se caen por su propia naturaleza, condenados por inviables. En nuestro caso esta muerte lenta, pero cada vez más rápida, obedece a la corrupción galopante y las penurias actuales se deben al saqueo incontrolable. Se están comiendo el hígado y no lo pueden evitar.


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