Fernando Mires 15 de octubre de 2013
Comenzaré con una tesis. "Si bien
todo elector es un votante no todo votante es un elector".
La diferencia no es irrelevante. Hay
quienes votan sin elegir.
Todos conocemos a personas que siempre
han votado por el mismo partido sin darse jamás el trabajo de elegir. No me
refiero solo a los militantes, pues para ellos votar es una obligación, la
palabra lo dice, casi militar. Hay, además, quienes han establecido una
relación ontológica con la política. Por ejemplo, en lugar de “estar” en, “son”
de, un partido. Ser de izquierda o de derecha es para tales personas una
pertenencia de tipo étnica. Afortunadamente no son solo ellas quienes votan.
También votan -estoy siguiendo una clasificación weberiana- los partidarios,
los simpatizantes, y no por último, los indecisos, segmento que suele conformar
en algunos países, si no una mayoría, un número decisivo en cada elección.
Para explicitar la enunciada tesis
será necesario agregar que el elector indeciso al elegir toma una decisión.
Luego, antes de decidir tiene que haber pasado por un momento previo, y este no
puede ser otro sino el de la indecisión. Por esa misma razón el elector
indeciso no debe ser confundido con el elector abstencionista, aunque puede
darse el caso de que la decisión final del indeciso sea la abstención. Pero la
abstención para el indeciso es solo una entre otras posibilidades. No así para
el abstencionista.
El abstencionista es el que hace del
no votar un decidido gesto militante y en algunos casos una profesión de fe. En
cierto modo el abstencionista es un militante negativo, o si se prefiere, un
fanático de la anti-política.
Mucho menos puede ser confundido el
elector indeciso con el elector indiferente. Todo lo contrario. Al indiferente
le da lo mismo quien gane y por lo tanto no reconoce diferencias. Pero el
indeciso no solo las reconoce: hace de las diferencias una condición de la
política. Ahora, reconocer diferencias significa, en cierto modo, pensar. Pues
sin conciencia de lo diferente no hay pensamiento y luego, tampoco hay
conciencia.
El pensamiento comienza con la
diferencia (Derrida). Esa es la razón por la cual se puede afirmar que el
elector indeciso es un elector pensante. Y es claro: si no fuera indeciso no
tendría necesidad de pensar. Es errado imaginar entonces que al indeciso gusta
su indecisión; al contrario, desea salir de ella. Pero para conseguirlo tiene
solo una alternativa: pensar.
Pensar es en gran medida debatir
consigo y con el otro. Y el debate, lo sabemos todos, es la sal de la política.
Ironía insólita es que los electores
indecisos tienden a ser despreciados por los militantes partidarios. La ironía
es tanto más grande si se tiene en cuenta que los candidatos, aún siendo
militantes, nunca podrán ser elegidos si no hay electores indecisos. Sin estos,
los resultados de cada elección serían siempre los mismos, no habría rotación
del poder. Los indecisos, al inclinar la balanza para uno u otro lado, son los
máximos garantes de la democracia política.
Sin indecisiones la vida política
sería lo mismo que la vida religiosa pues, como es sabido, es mucho más fácil
cambiar de opinión política que de creencia religiosa. Es por eso que en las
naciones no secularizadas -pienso en países islámicos- al ser los partidos
entidades confesionales, los resultados se conocen de antemano. En una nación
suní, ganan los suníes; y en una chií, los chiíes
Los indecisos, por el contrario, no
hacen de las elecciones un acto de fe ni tampoco aman a un líder con devoción.
Si son religiosos van a los templos. Y si son amantes, van a la cama. En ningún
caso van a la política a satisfacer pulsiones, ni espirituales ni eróticas. Más
aún: como seres pensantes están dispuestos a cambiar de opinión siempre y
cuando los argumentos de un partido sean más convincentes que los del otro.
Para el indeciso, quiero decir, no existe el “para siempre”. Su voto será
condicionado. ¿Condicionado a qué? A su decisión, no hay otra respuesta. El
indeciso es el votante soberano.
Entre militantes partidarios e
indecisos existe, aunque así no parezca, una intensa relación política. Lo
explicaré:
La razón de ser de un partido –no
puede ser otra- es ganar para sí al mayor número posible de indecisos. Por lo
tanto -y esa no es una de las paradojas menores de la política- los indecisos
son los que deciden.
La utopía de una nación de decididos
militantes ha sido la misma que han acariciado los totalitarismos modernos. Fue
esa la razón por la cual en tales sistemas los indecisos no fueron tratados
como indecisos sino como enemigos. Convertir a los indecisos en enemigos para
eliminar toda indecisión fue el objetivo fundamental perseguido por Hitler y
Stalin. Ambos monstruos tenían razón desde sus perspectivas: el indeciso delibera
consigo y los demás. Y toda deliberación atenta en contra de la razón
totalitaria.
Los indecisos, en consecuencia,
necesitan más que a nada de la democracia. Más aún: la democracia para ellos es
condición existencial. A la vez, la democracia necesita de los indecisos. Sin
por lo menos la existencia de dos partidos los indecisos no tendrían –como hoy
ocurre en Cuba y Corea del Norte- entre quienes decidir. Las elecciones
estarían de más. Y sin elecciones no hay democracia.
Muy imbécil sería entonces un
candidato si levantara una política sólo a favor de quienes ya tienen su
decisión tomada. Conquistar para sí a los indecisos es tarea primordial de la
lucha política.
Tan importante son para mí los
indecisos, que he debido vencer la tentación de proponer la fundación de un
nuevo partido: el Partido de los Indecisos. El problema es que si los indecisos
forman un partido dejarían de ser indecisos. Y sin indecisos, he de reiterar,
se acaba la democracia.
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