Por Luis Vicente León, 4 de Octubre, 2013
La economía venezolana tiene un
desequilibrio que ya reconocen todos los sectores políticos del país y del
mundo. Quien se pregunte cómo lee el mercado internacional la crisis
venezolana, que vea la caída estrepitosa de los bonos venezolanos y se dará cuenta
de que no es más que otra consecuencia de lo que sabe cualquier analista (lo
diga o no) al hacer una lectura de los indicadores básicos.
La inflación es como la fiebre de la
Economía y, en este momento, su temperatura para el gobierno de Nicolás Maduro
está proyectada en un alarmante 50% anual.
Para el Ejecutivo Nacional ya no hay
manera de evadir la realidad concreta. La inflación es un indicador severo que
te obliga a maniobrar de inmediato. O al menos ésa es la reacción que uno
espera. Sobre todo porque ya ni siquiera el debate sobre quién es el culpable
de la crisis tiene suficiente margen de maniobra en un modelo donde desde hace
ratos no se toman decisiones económicas sino políticas.
Venezuela está experimentando una
crisis cambiaria, pero se siguen regalando divisas a Bs. 6,30. Se han intentado
implementar controles de precios, pero las características de una economía
inflacionaria que sigue dependiendo de las importaciones lo hacen, además de
imposible, catastrófico. Y la caída de la producción, tanto de los privados
como la del Estado, ha generado una apatía en los posibles inversionistas y la
quiebra de varias empresas. Todo esto genera escasez, desabastecimiento y el
surgimiento de mercados negros en los productos de primera necesidad. Y esta
situación se ha rebosado de tal manera que ya es imposible de ocultar mediante
simples matrices de opinión.
Incluso el gobierno ha dicho que tiene
que actuar. No es un diagnóstico que lo hagan sólo la oposición, los analistas
y los economistas, a quienes más de una vez nos han intentado etiquetar como
profetas del desastre. Cuando el Gobierno Nacional hace un llamado a la
eficacia, es porque está reconociendo que ha sido ineficaz. Saben cuáles son
las causas de esa fiebre llamada inflación y también saben que a estas alturas
no han podido reestructurar el sistema. ¿Y entonces por qué no termina de tomar
las decisiones económicas que obliga una situación como ésta? No cabe la menor
duda de que tienen un desencuentro, diferencia de visiones, divisiones internas.
Todo lo demás es paja.
Lo paradójico es que el ministro
Nelson Merentes, el médico brujo de la tribu, les dijo que hay que buscar
urgentemente un mecanismo alternativo de intercambio de divisas. Y el Ejecutivo
se comprometió a hacerlo. Era indispensable oxigenar el mercado cambiario. Así
como reconocer las equivocaciones y negociar los precios.
Cuando eso sucedió, el mercado
completo se llenó de optimismo. Pero el gobierno de Nicolás Maduro se ha visto
incapacitado para ejecutar su propia propuesta. ¿Por qué? Es sabido por todos
que las medidas pragmáticas de Merentes tienen una resistencia interna severa
en los radicales chavitas, pero haber esperado tanto para tomar las decisiones
correctas los tiene ahora enfrentados a una nueva magnitud de la crisis, que ya
es tan grande como el costo político de modernizar el proceso.
Y esta ocasión la están aprovechando
los radicales para coquetear con el que toma las decisiones, que sabe muy bien
que su popularidad es mucho menor que la de su predecesor. El problema es que
si tú postergas lo que se hará en el aspecto económico mientras resuelves
cómo mantener unido al chavismo (que
debemos recordar que ya no es el 70% del país, como en tiempos de Hugo Chávez,
sino apenas la mitad), necesitas distractores que saquen del top of mind de la
población la crisis económica.
Los distractores políticos se han
convertido en una necesidad inminente para el gobierno de Nicolás Maduro, pero
no como sustitutos de lo que se debe hacer, sino como píldoras para calmar la
presión del entorno y a los radicales chavistas. Sobre todo porque mientras te
demoras en la construcción del modelo, la inflación sigue quebrantando el día a
día de los electores que en apenas dos meses decidirán la legitimidad tu
liderazgo político.
Por eso es que han utilizados dos
tipos de distractores políticos: los distractores (políticos) pensados para
manejar la crisis política y los distractores (también políticos) para manejar
la crisis económica.
Los de incidencia directa en los
aspectos políticos comienzan por una radicalización extrema en contra de la
oposición. Incluso sobredimensionando la búsqueda del diputado 99 que necesitan
para aprobar Ley Habilitante, pero llevando la discusión hacia el tema de la
posible corrupción de un miembro de la bancada opositora en la Asamblea
Nacional. La intención es mandar el mensaje de que esta crisis no va a sacarlos
del poder y de que la comunicación se hace desde el gobierno. Incluso, dejar
ver que quien comunique la crisis es un enemigo del pueblo.
De esta manera, logran concentrar el
debate en el adversario, dándole incluso argumentos a la militancia chavista
para explicar por qué su gobierno no está haciendo las cosas bien. Ante la
posibilidad de que las bases se pregunten por qué están viviendo una crisis
cuando un gobierno nuevo debería estarlos conduciendo hacia el bienestar,
surgen las cacerías de brujas que puedan conseguir posibles culpables para lo
que ocupe el debate cotidiano. Siempre dentro de premisas como que todo
corrupto pertenece a la oposición, toda la economía es manejada por el imperio
y todos los productores son de oposición. Y así es como se insertan en la
agenda episodios como lo de los diplomáticos estadounidenses, la multa a
Globovisión o el paso del avión presidencial por el espacio aéreo de Puerto
Rico.
Luego están los distractores políticos
sembrados en lo económico. Actualmente se habla de liberar permisos y bajar los
niveles de la burocracia que han dificultados la adquisición de divisas y la
inversión extranjera. Estos serían elementos positivos, pero siguen siendo
decisiones no-económicas. Es como echar sal de trufas a una carne podrida: el
exquisito condimento no está mal, pero no va a resolver el problema.
Hemos dicho que la inflación es una
fiebre, un síntoma. Y se supone que ya el médico brujo de la tribu determinó
cuál es el origen de la enfermedad y ha sugerido un tratamiento: por ejemplo,
tomarse un antibiótico y reposar tres días. Pero si el paciente decide que no
va a pagar el antibiótico porque es demasiado costoso y, además, le pega en el
estómago, de nada le va a servir reposar los tres días. Se va a morir en la
cama. De nada sirve aplicar los complementos de una posible solución si esa
solución no se convierte en una realidad.
Entonces, ante la resistencia a
eliminar o negociar los controles, Venezuela sigue siendo víctimas del daño que
esos controles generan. ¿Y cómo reacciona el Gobierno? Controlando todavía más
con la intención de tapar el daño, generando una erosión mayor que, en la
lógica actual, obligará a controles todavía más severos en el futuro.
Y esto puede generar la ilusión de que
la batalla contra Merentes la ganan los radicales, pero resulta que Maduro
parece incapacitado para tomar decisiones normalizadoras. No por un compromiso
ideológico, sino porque está convencido de que no puede pagar el costo
político. Es decir: no es que cree en la decisión que toma, sino que no le
queda otra.
¿Y cuál es el impacto que tiene esto
en el corto plazo? Pues que se perdió la confianza de los inversionistas reales
y financieros, que ahora piensan que el gobierno puede atender la crisis.
Además, se disparan las alarmas sobre la posibilidad de una crisis macro. Se
enloquece el mercado negro. El riesgo país se dispara hasta colocarnos de nuevo
en el máximo nivel de riesgo de toda la región, incluso por encima de países
históricamente irresponsables en su pago de deuda. Y la consecuencia natural es
la caída del precio de los bonos venezolanos y la alteración total del mercado,
precisamente en momentos en los que el país podría necesitar más deuda para
enfrentar el monstruo que ellos mismos han creado. El lema nacional ahora mismo
debería ser “Liberen a Willy”.
Al cocinar una crisis mayor, Nicolás
Maduro y su tren de ministros están encareciendo la salida de la crisis. Y
cuando se cruza la frontera en la magnitud de la crisis y en su costo, la
posibilidad de tomar la decisión correcta se reduce enormemente. Y equivocarse
es cada vez más probable y más costoso.
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