Fernando Mires 8 de octubre de 2013
Atrás los tiempos cuando intentaba
probar a sí mismo y al mundo su casi innata genialidad. Escribir como
desesperado, innovar estilos y formas, escandalizar mentes beatas con crímenes
nefastos y maldades abominables; o con el sexo desatado rompiendo todo límite
del pudor; o con sagas hermosas y voluminosas, o con la siempre punzante
crítica social que nunca lo abandonó.
Hoy –después de haber tocado las
puertas del cielo- se puede dar el lujo de escribir por escribir, o solo para
entretenerse. E incluso componer un divertimento literario. Otra cosa no es
"El Héroe Discreto": Un libro en donde Mario Vargas Llosa asume con
seriedad premeditada el peor estilo de los culebrones televisivos con el
objetivo nada criticable de divertirse y divertir. Esa loable intención
justifica de por sí a "El Héroe Discreto".
A muchos autores les ha sido concedida
la gracia divertidora. Pero para escribir un divertimento como “El Héroe
Discreto” hay que haber escrito antes grandes novelas, quizás divertidas, pero
no solamente divertidas. Distinto es el caso de un autor que intenta escribir
una gran obra y le resulta un divertimento. O esos que solo saben escribir
divertimentos que no divierten. No voy a nombrar a Paulo Coelho.
La Palabra italiana divertimento viene
de la música del siglo XVll. Grandes compositores fueron “divertementistas”.
Haydn y Mozart a la cabeza. Pero no todos los grandes compositores cultivaron
el género. Es difícil imaginar un divertimento en Beethoven, tan patético.
Mucho menos en Mahler quien si hubiera querido componer uno le habría resultado
un adagio melancólico. Brahms en cambio se divertía componiendo conciertos con
música gitana, a su modo, divertimentos serios, como serio era Brahms. En fin,
hay quienes no escribieron divertimentos, unos porque no podían, otros porque
no querían. Algunos como Boccherini lo hicieron porque simplemente no sabían hacer
otra cosa. Lo mismo sucede en la literatura.
Un divertimento no siempre está
asociado a una baja calidad artística. Cierto es que en la música es compuesto
para pocos instrumentos y en la literatura para pocos personajes. Del mismo
modo, todos deben contener, si no un elemento jocoso, por lo menos uno lúdico.
Y “El Héroe Discreto” contiene ambos, sin duda.
Normalmente los grandes compositores y
escritores usan sus divertimentos para ensayar formas, anticipar contenidos,
jugar con notas o con palabras. En cierto modo el divertimento literario es
casi un género subsidiario de la novela, pero, cuidado, no es un novelón. Hay
divertimentos magistrales. Como Mozart, Vargas Llosa escribió varios.
“Pantaleón y las Visitadoras” todavía
hace reír. Más todavía: El gran escritor ha sabido usar personajes cómicos para
introducirlos en tramas en el fondo trágicas. Es el caso del cabo Lituma y del
teniente Silva -versiones piuranas de Sherlock Holmes y Watson y a quienes
Vargas Llosa ascendió a sargento y capitán en “El Héroe Discreto”. La función
de Lituma y Silva en estas como en otras narraciones es similar a la de los
bufones de los reyes medievales, la de revelar verdades horrorosas en simple
tono de farsa. Así que cuidado con los divertimentos. No son solo para divertirse.
Un divertimento no se lo puede
permitir cualquier autor. Hay que tener
detrás de sí por lo menos una obra magna. Y Vargas Llosa tiene demasiadas: “La
Ciudad y Los Perros”, “La Casa Verde”, “Conversación en la Catedral”, “La
Fiesta del Chivo” y, sobre todo, “La Guerra del Fin del Mundo”, son verdaderas
sinfonías literarias, circundadas por otras muchas novelas, excelentes
conciertos para pluma sin orquesta y por cierto, uno que otro divertimento,
género que domina Vargas Llosa con proverbial versatilidad.
No existe en la literatura moderna
alguien más versátil que Vargas Llosa. Ni siquiera John Updike, quien fuera
también tremendamente versátil. No me refiero sólo al reconocido dominio de los
géneros -cuento, novela, teatro, ensayo- del que hace gala Vargas Llosa (aunque
nunca le conocí un poema). Me refiero también a su versatilidad temática. Pues
Vargas Llosa no es uninovélico, como tantos grandes escritores, sino
polinovélico.
Ha habido grandes escritores
uninovélicos, es decir, los que solo han escrito una gran novela sin que
ninguna de las que escribieron después haya alcanzado su altura. Grandes
uninovelistas fueron en EE UU, J.D.
Salinger con “El Guardián entre el Centeno” y Norman Mailer con “Los Desnudos y
los Muertos”. El primero enfermó. El segundo sufrió toda su vida al nunca poder
igualar a su obra maestra. En Alemania tenemos un caso patético: Günter Gras.
El pobre ha escrito y escrito. Pero cuando se nombra a Gras sólo nos acordamos
de “El Tambor de Hojalata”. Lo demás, para el olvido.
En América Latina hay muchos
uninovelistas. Arguedas es “Los Ríos Profundos”. Cortazar, quizás porque murió
joven, es “Rayuela”. Juan Rulfo es “Pedro Páramo”. Y García Márquez, el último
de los grandes escritores agrarios, siempre será recordado por sus “Cien años
de Soledad” y no por otras excelentes novelas que rodean a su obra reina. Y no
por último, Roberto Bolaño, quien estaba destinado a ser el más grande de todos
(quizás ya lo es) al irse tan pronto será recordado solo como un gran
bi-novelista. Vargas Llosa en cambio, en su ya extensa e intensa vida, ha sido
siempre polinovélico. Pero, además, ha sido politemático.
Vargas Llosa puede abordar los temas
más diversos, no está fijado a condiciones de tiempo y lugar, y por si fuera
poco junta a tanta virtud una capacidad de investigación, estudio y trabajo que
en novelas como "El Hablador", “El Paraíso en la otra esquina” y el "Sueño del Celta" ha llegado a
opacar a la misma trama literaria. Y hoy, algo menos joven, nos obsequia otro
de sus excelentes divertimentos que es, o así parece ser, un homenaje del
escritor a sus personajes más queridos.
“El Héroe Discreto” podría haber sido
uno de los mejores divertimentos de Vargas Llosa; quizás el mejor. Los cambios
de escena y tiempo en un mismo contexto son magistrales. Ni Faulkner lo hacía
tan bien. La imitación del lenguaje de los diálogos telenovelísticos es casi
perfecta. Los paisajes de la Piura modernizada quedan grabados en la mente. Los
dos viejos calentones son una invitación a seguir viviendo. El sagaz capitán
Silva y su obsesión por los culos grandes de mujeres gordas, hace reír con
ganas. Y Lituma, siempre sensible, querendón y compasivo. Por eso y mucho más
es inevitable preguntarse: ¿Qué habrá pasado por la cabeza de Vargas Llosa al
introducir en su divertimento esa insípida historia de Fonchito y su aparecido
Edilberto Torres, una historia no solo mal escrita sino, lo que es peor,
aburrida? Sí, definitivamente aburrida.
Decía el ex papa de la literatura
alemana, Marcel Reich- Ranicki: A un escritor se le puede perdonar todo, menos
que aburra. Y bien, la historia de Fonchito no solo aburre: Hace recordar
pasajes de la peor novela de Vargas Llosa. Me refiero a “Los Cuadernos de Don
Rigoberto”, novela sin la cual Vargas Llosa sería todavía más grande de lo que
es. Del mismo modo, sin Fonchito, “El Héroe Discreto” habría sido un relato
excelente. Con Fonchito es apenas discreto. De este modo Vargas Llosa nos ha
demostrado que no solo sabe escribir bien. Además, demuestra que, aunque muy de
vez en cuando, también sabe escribir mal. Y quizás es bueno que así sea.
Gracias a esa cualidad lo vemos más humano. Después de todo, es su derecho de
gran escritor.
Como
hizo decir Billy Wilder a Jack Lemmon (“Some like it hot”): Nobody is perfect. Vargas Llosa podría haber agregado en
el divertido lenguaje de Piura: ¡Che guá!
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