Por Golcar Rojas, 20/08/2014
Cinco y media de la mañana. La angustia de quedarme dormido a pesar de haber puesto la alarma del teléfono y programado el televisor para encender a diez para la seis hace que me despierte antes de lo pautado.
Por las rendijas que deja la cortina del cuarto ya se empiezan a colar las luces del día que empieza a clarear. A pesar del aire acondicionado, el cuerpo acusa el calor y la humedad característicos de los días infernales de agosto en Maracaibo. El bochorno.
Para evitar volverme a quedar dormido, me levanto. Quiero que lleguemos aZumaque antes de las siete de la mañana para conseguir sacar la cédula de identidad, documento de ciudadanía del cual carezco desde el 22 de diciembre gracias a la amabilidad de los choros que nos encañonaron con sendos revólveres cargando con todos los papeles. ¡Ocho meses y no ha sido posible obtener el documento!
Voy con Laura y Cristian que están en similares condiciones.
Después de mucho rodar, pasar por zonas realmente feas de la ciudad y preguntar, logramos llegar al bendito sitio denominado Zumaque en donde se encuentran las oficinas del Saime.
En el camino recuerdo que debia llevar copia de algún papel y pienso que a lo mejor por lo temprano de la hora y lo lejano del lugar, se me hará difícil conseguir donde hacerla. ¡Es que todavía no me acostumbro a esta nueva Venezuela de la bandera de ocho estrellas y el escudo con el caballo virado! A las afueras del recinto que tiene mas pinta de cancha deportiva que de oficinas de identificación, pulula un floreciente comercio informal donde hacen copias, a blanco y negro, a color, ampliaciones, plastificado… Todo un centro de copiado en plena acera y bajo un toldo de lona con varios puestos que prestan el servicio, además de ventas de empanadas, refrescos y café. Todo el habitual comercio que florece alrededor de la ineficiencia oficial de la revolución chavista.
Hacemos las copias que necesitamos, las pagamos más caras que lo que nos hubieran costado en un negocio formal de un centro comercial de esos que pagan servicios, tienen aire acondicionado y pagan los impuestos de ley. Pero, bueno, se paga y se agradece el no tener que dar más vueltas con este madrugonazo.
Entramos al recinto. Nos paramos oteando a todos lados intentando discernir de qué va la cosa. Cómo se desenvuelve ese mar de gente que tenemos en frente haciendo diferentes filas y los otros que se aglomeran en varias partes de la cancha techada.
Ante lo indescifrable de la situación, decido preguntarle a un miliciano con uniforme verde oscuro al más claro y puro estilo cubano:
-Buenos días, ¿Dónde es la cola para sacar cédula?
Con voz apenas audible que delata sumisión y hasta cierto temor, me dice:
-Yo no sé. Pregúntele a mi teniente.
Y me señala a otro uniformado que se encuentra sentado conversando con una mujer. Me le acerco y repito mi pregunta.
-La última allá, la que está más cercana a la reja.
Entramos para ubicarnos de últimos en la fila. La hilera no debe ser de menos de 150 personas y junto a la nuestra hay otra larga fila de la tercera edad.
Respiramos profundo y nos ubicamos resignados a pasar una larga y calurosa mañana pretendiendo obtener ese pequeño papel plastificado con nuestra foto que certifica que somos ciudadanos de este país. En la fila, se ve gente precavida que vino con bancos y sillas plegables y hasta un señor con una colchoneta. Muestra de que llegó tan temprano que durmió en la cola.
Junto a nuestra hilera, tras la reja, otro centro de copiado. Aprovechamos de sacar copia de la denuncia del robo que nos acaban de informar que la pedirán para poder hacer el trámite. Pagamos la copia a precio de joyería. La gente se comienza a impacientar. Pasan los primeros 40 y los de la tercera edad, no obstante, nuestro sitio en la fila no se altera, no avanzamos ni un centímetro.
El bululú se calma para volverse a alborotar al rato. Un joven más bien bajo, con un carnet guindado al cuello con una cinta roja que lo identifica como funcionario, comienza a anotar a la gente que pasará y a anotar en la parte trasera de los documentos, luego de verificar que estén en orden, el número que le corresponde a cada persona.
A algunas personas las rebotan. Sus documentos están fallos. No porta la denuncia del robo de su cédula al CICPC. Una chica indignada cuenta que a ella la devuelven porque no se parece a la foto de la cédula vencida que lleva. “¡Cómo me voy a parecer si tenía nueve años cuando la saqué!”. Ahora aparenta unos veinte y tantos.
El funcionario termina de anotar y la cola no merma en lo mas mínimo. Anuncian que ya se acabaron los numeros por hoy que habrá y que volver otro día. Son cerca de las nueve de la mañana. Una señora vestida con una franela que la identifica como fiel seguidora del proceso revolucionario, se lamenta:
-Yo me paré a las dos de la mañana para venirme a sacar la cédula. Hasta miedo me dio al salir de mi casa porque en la esquina unos hombres en moto atracaron a una muchacha que estaba llegando a su casa y ahora me salen con que tengo que volver…
La gente se dispersa. Decidimos ir a la oficina del Saime en La Rita, una población a unos 15 minutos después de pasar el puente sobre el Lago de Maracaibo. Tenemos la ingenua esperanza se que allí haya menos gente y nos puedan atender. El hambre aprieta. No hemos tomado ni café.
Al llegar al sitio, el cogeculo de gente a las puertas de la institución es tal, que ni siquiera nos bajamos a preguntar. Son la nueve y pico y decidimos desayunar. Unas empanadas grasientas y recalentadas y una malta a la que le noto un nuevo diseño en la botella. Pienso “¿Será que es colombiana porque aquí ya no hay o será que La Polar, a pesar de todo, sigue invirtiendo en este país?” Seguimos vía al aeropuerto de La Chinita.
Las informaciones que tenemos de la oficina del Saime en el aeropuerto son confusas y hasta opuestas. Van desde “Esa oficina la quitaron hace meses”, hasta “Una amiga mía sacó su cédula allí la semana pasada”. Decidimos ir personalmente a cerciorarnos. En efecto. La oficina ya no existe. Después de perder una mañana productiva de trabajo, “pasear” por el Zulia con tráfico y calor de infierno, y un madrugonazo llegamos a nuestras casas, agotados, sofocados y en la misma condición de indocumentados que salimos en la mañana.
En el trayecto recuerdo que el difunto Chávez se enorgullecía de la eficiencia de la Misión Identidad y del sistema biométrico y automatizado de identificación instalado en el país. Cuando uno en una cola se quejaba del desastre de país que estamos viviendo, siempre saltaba un oficialista a resaltar las bondades del Saime y la rapidez con la que uno sacaba su cédula y obtenía su pasaporte. Era prácticamente la única bandera de eficiencia que podían enarbolar. Ya ni eso.
Y uno se pegunta “¿En qué galpón u oficina se están enmoheciendo y dañando las cientos de miles de máquinas que se compraron en Venezuela para las jornadas de cedulación que hacían con regularidad en cada esquina del pais? ¿En casa de quién fueron a parar las miles de cámaras fotográficas que había para sacar cédulas? ¿Y las computadoras? ¿Tendremos que esperar un nuevo proceso electoral para que el régimen vuelva a poner celeridad en el trámite de identificación del ciudadano o esta historia de retroceso, como todo el retroceso del país, es irreversible?
Una vez más siento que mi identidad se desvanece, que más que la cédula me han robado la ciudadanía. Vivo en un país que cada vez reconozco menos y que se empeña a diario en desconocerme a mí con descarnada insistencia. Mañana haremos otro intento. Otro “paseo” por otras latitudes del Zulia. Si no resulta, tocará recurrir al habitual soborno de algún funcionario que, 200 o 300 bolívares de por medio, nos haga el favor de pasarnos para sacar el documento. Alguien tiene que haber que esté haciendo su negocio a punta de matraca en este caso, como en todos.
http://golcarr.wordpress.com/2014/08/20/en-busca-de-la-ciudadania-robada/
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