Fernando Mires 22 de agosto de 2014
Cuando hablamos de inmortalidad
debemos precisar si lo hacemos en términos absolutos o relativos.
Søren Kierkegaard afirmó en términos
absolutos que pensar en Jesús es compartir su inmortalidad. La muerte de
Cristo, en la visión de Kierkegaard, es un regreso a la inmortalidad de donde
venimos: la de Dios. Es la inmortalidad eterna. Pero hay un tipo de inmortalidad
no-eterna en la cual no pensó Kierkegaard, aunque sí la pensó, Kant. Es la que
yace encerrada en el concepto de perpetuidad.
En algunos idiomas, creo que en el de
Kierkegaard también, la diferencia entre perpetuidad y eternidad no existe.
Afortunadamente existe en el idioma español. Cuando Immanuel Kant publicó su
famoso opúsculo Zum ewigen Frieden (Hacia la paz eterna) los traductores
hispanos le dieron el título de Paz perpetua. Tuvieron razón: Kant en sentido
estricto se refería a la perpetuidad y no a la eternidad de la paz.
La diferencia no es sutil: Un
malhechor puede ser condenado a cadena perpetua, pero no a cadena eterna. La
diferencia es que la eternidad traspasa a nuestro tiempo, el mortal,
llevándonos hacia el tiempo de todos los tiempos (el eterno). La perpetuidad,
en cambio, es la inmortalidad en el espacio de un solo tiempo. O dicho así: la
eternidad es metafísica y la perpetuidad es física. O mejor: la eternidad es
absoluta, la perpetuidad es relativa. Una piedra podrá ser perpetua pero nunca
será eterna. Ahora bien, lo que tantos persiguen, creyendo que es la eternidad,
es solo una inmortalidad de tercera categoría. A esa inmortalidad la llamamos
posteridad.
A diferencia de la eternidad, la
posteridad solo trasciende el tiempo humano. Y a diferencia de la perpetuidad,
está destinada a mantenerse solo en una de sus dimensiones, la histórica. De
tal modo, cuando alguien pasa a la historia no podemos decir, pasó a la
eternidad o a la perpetuidad, pero sí decimos, pasó a la posteridad.
En la eternidad, a diferencias de la
posteridad, no hay ningún lugar para el recuerdo, pues allí no existe el
pasado. En la perpetuidad tampoco ya que el tiempo perpetuo es, a partir de un
momento, inamovible (pienso en las momias egipcias y soviéticas). En la
posteridad, en cambio, pasamos a vivir en y del recuerdo. La posteridad depende
de quienes nos recordarán.
Ahora, buscar la inmortalidad eterna
en Dios requiere de un inicio espiritual. Buscar la perpetuidad más allá de los
tiempos es algo materialmente imposible. Buscar la posteridad es algo más
comprensible. Para muchos, pasar al olvido es casi una segunda muerte. Los
escritores, artistas en general, quieren dejar una huella de lo que hicieron
durante su estadía en este mundo. El problema ocurre cuando entramos a buscar
la posteridad más allá de la religión y de la cultura. Me refiero
explícitamente a quienes la buscan en la política.
Nos encontramos aquí frente una
paradoja: Si hay algo que no es inmortal, es la política. La política vive de
lo perecedero, de lo radicalmente mortal. Y sin embargo, si hay una actividad
en la cual los humanos buscan inmortalidad, esa es la política. ¿Cómo explicar
tamaña paradoja?
Creo haber descubierto tres razones.
1. La política es la continuación de la guerra. 2. La política es cosa pública.
3. A través de la política se hace historia.
De acuerdo a la primera razón, la
política, como tanto se ha dicho, es guerra sin armas y como en toda guerra el
objetivo es derrotar a un enemigo. Durante la guerra militar el enemigo es
derrotado en cruentas batallas y los vencedores adquieren la categoría de
héroes. En la guerra política no hay héroes, pero sí hay quienes insisten en
otorgar a la política un sentido épico a fin de traspasar como grandes
vencedores el umbral que los llevará a la posteridad.
De acuerdo a la segunda razón, la
política en tanto actividad pública, requiere de escenarios. Razón por la cual
la actuación de un político ha sido comparada muchas veces con la de los
actores. Tanto unos como otros son adictos a la fama y a los aplausos. El
político de profesión es, incluso debe ser, un gran exhibicionista, defecto
despreciable que en la política se convierte en virtud.
De acuerdo a la tercera razón, resulta
evidente que algunos políticos intentan “hacer historia”, deseo que surge de
una base real: la gran mayoría de los acontecimientos históricos son de
carácter político. El político entonces, al convertirse en el personaje
principal de un acontecimiento, imagina –como el Fidel Castro de “la historia
me absolverá”- haber conquistado el tiempo de la historia. A veces lo consigue.
No obstante, no siempre los políticos
pasan a la posteridad por sus acciones positivas. Un gran criminal, no solo en
política, también puede alcanzar la posteridad. En ese sentido podríamos hablar
de una posteridad trascendente y de otra transgresiva. Distinción importante
pues no pocas veces los políticos han confundido a la una con la otra. Hitler y
Stalin, por ejemplo. Los dos asesinos más grandes de la modernidad imaginaron
trascender a todos los tiempos. Para lograrlo transgredieron a todo lo bueno,
justo, y bello que hay en esta tierra. Evitaron el olvido, pero a cuenta del
desprecio y del asco. Los transgresores –esa es la deducción- no son
trascendentes.
No deja de ser interesante observar
como políticos que nunca han intentado trascender, han llegado a ser
trascendentes. Quisiera en este punto destacar a dos que hicieron historia
justamente porque se negaron a trascender. Uno fue Lech Walesa. El otro fue
Nelson Mandela.
Cuando se produjo el golpe del general
Jaruzelsky (1981), Solidarnosc, el movimiento de Walesa, era mayoría absoluta.
Gran parte de sus partidarios salió a las calles a manifestar su rechazo a los
militares. Sin embargo, Walesa se opuso a toda acción que desembocara en la
violencia. El líder de Danzig fue insultado por sus propios amigos, tildado de
traidor y cobarde e incluso de vendido al imperio soviético. Pero Walesa no dio
el paso que habría convertido a Varsovia en un torrente de sangre, como ya
había sucedido en Budapest el año 1956. Y bien; justamente por eso se convirtió
en una de las figuras más trascendentes de la historia polaca.
Del mismo modo, cuando de Klerk tomó
contacto con Mandela (1990), no pocos compañeros de Madiba interpretaron ese
paso como una señal de debilidad. En cierto modo lo era. Pero Mandela, en
contra de fracciones armadas de su movimiento, vio en de Klerk la posibilidad
de una salida política y mandó a detener todo tipo de acción violenta. Los
barrios marginales se llenaron de panfletos de grupos radicales denunciando “la
traición” de Mandela.
Si Walesa o Mandela hubieran elegido a
la política como un escenario destinado a demostrar gestas trascendentes,
habrían llevado a cabo terribles actos de trasgresión. Pero justamente porque
ambos renunciaron a trascender, trascendieron. Con sus ejemplos demostraron que
en la historia los caminos que aparecen como los más largos suelen ser los más
cortos.
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