Por Vladimiro Mujica
La sucesión es
inquietante y siniestra. A cualquier hecho de violencia relacionado con alguna
persona de importancia en el mundo político, inclusive con un simple militante
de base, se le suma de inmediato el coro de la muerte, la venganza y el odio en
las inefables redes sociales. Si uno tiene el estómago para leerlos, estos
mensajes son el reflejo más fiel del deterioro del alma y el espíritu del país
inducidos por una generación de tributo a la impunidad y al deterioro de las
instituciones de la justicia en Venezuela.
La infame agresión contra
María Corina Machado o los golpes contra Julio Borges en pleno hemiciclo de la
Asamblea Nacional, por solo mencionar algunos incidentes, son aplaudidos por la
dirigencia y las huestes del chavismo. Del mismo modo que los asesinatos por
bandas armadas en las manifestaciones del año pasado de ciudadanos que
protestaban en su gran mayoría pacíficamente y cuya vida y derechos están
consagrados en la Constitución. Del lado opositor, cada vez que se produce la
muerte violenta de un dirigente chavista, como el reciente caso de un alcalde
en Trujillo abaleado, o la muerte por causas naturales del diputado Tascón, o
el dirigente del PSUV Escarrá, se escuchan voces espontáneas en las redes que
celebran la caída de un chavista y se lamentan de que muera sin que lo alcance
la justicia.
Confieso que no por
mojigato, sino por convicción ética y moral, no me anima el odio contra los
chavistas. Adverso sí, profundamente lo que pretenden hacer de mi país. Pero,
aún cuando hayan traicionado a su propio pueblo; aún cuando se corrompan e
instiguen a la violencia y al desconocimiento de quienes se les oponen; aún
cuando encarcelen a gente inocente y destruyan la institucionalidad, la
economía, la educación y los valores de nuestra sociedad, declaro que no me
alegro cuando les sorprende la muerte natural ni la muerte violenta a manos de
bandas enfrentadas o por algún otro motivo. El único castigo que quisiera ver
para el chavismo es que pierda la confianza del pueblo y que aquellos que hayan
delinquido se enfrenten en su oportunidad a los tribunales de justicia
nacionales e internacionales.
No hay honor ni grandeza en
el odio. No soy un pacifista a ultranzas y entiendo perfectamente que frente a
determinadas agresiones no queda otro recurso que defenderse con las armas. Así
fue cuando el mundo civilizado se opuso a la barbarie nazi y fascista, y
probablemente así tendrá que ser contra la barbarie fundamentalista que amenaza
los cimientos de occidente. Pero estas son las conductas de la guerra y
mientras podamos hacerlo creo que estamos obligados a oponernos a la más
terrible de las conflictos que es una guerra civil entre gente del mismo
pueblo. Solo el respeto a la Constitución, incluidos la resistencia ciudadana y
el activismo político son salidas aceptables. Me rehuso a respirar con alivio
cuando la gente se toma la justicia en sus manos y lincha a un delincuente.
Entiendo la frustración de quienes se sienten abandonados por los mecanismos de
la justicia, pero creo que estamos obligados a defender lo que nos hace
civilizados y nos engrandece el espíritu. Me niego a creer en la conseja
leninista de que la violencia es la partera de la historia. Los grandes
parteros de la historia con la que yo me identifico y que quisiera para mi país
son el conocimiento y la ilustración.
Comprendo a cabalidad que
las responsabilidades de este penoso estado de cosas no están simétricamente
distribuidas. Quienes dirigen el país, deberían ser ejemplos con su conducta y
desterrar el lenguaje del odio y la confrontación, pero lamentablemente esta es
la lingua franca de la revolución, del país rojo. Pero el país azul,
el que mira hacia la reconciliación y la esperanza de un futuro posible donde
Venezuela se reencuentre a sí misma y su mejor destino, no puede caer en la
tentación de celebrar la muerte o el infortunio del contrario. Es precisamente
la fuerza de la ley y la civilización, de la ética y el respeto a la vida y al
imperio de la ley lo que nos hace diferentes.
La imagen horrenda de unos
policías embestidos a muerte por un autobús conducido por jóvenes cargados de
odio e inestabilidad mental, si son opositores o chavistas es irrelevante, no
puede ser consuelo para nadie y debería conmover nuestra fibra humana. Horror
también debería causarnos el sufrimiento de quienes se pelean por los cuerpos
de sus familiares en las morgues de Venezuela. La respuesta no puede nunca ser
convalidar o ignorar los terribles actos de la violencia homicida que a todos
nos acecha, sino actuar políticamente para desplazar del poder a quienes han
permitido, por acción o por omisión, que nuestro país tenga el dudoso honor de
encontrarse entre las naciones más violentas del mundo.
Cuando reproducimos las
conductas y las emociones del mal, especialmente el odio, el mal ha finalmente
ganado la batalla de nuestros corazones. El honor, la dignidad y el respeto a
la vida no son incompatibles con la firmeza ciudadana para desplazar a los
poderosos de hoy y cambiar el rumbo de nuestra nación. Debemos salir con bien
de la encrucijada del odio que se abre como un abismo ante nuestros pies. Ojalá
que la muerte del adversario nunca nos saque una sonrisa, ni tan siguiera
velada.
02-04-16
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico