Carlos Raúl Hernández 04 de abril de 2016
@CarlosRaulHer
La
Humanidad celebró de un extremo a otro el fin de la pesadilla revolucionaria,
una vez que en 1989 cayó el Muro de Berlín y todos los demás muros que
Churchill con su lengua telescópica llamó “la cortina de hierro”. Antes se
había desmembrado el modelo socialistoide impulsado por Cepal, que casi acabó
con América Latina y la llevó a la gran Crisis de la Deuda, también en los 80.
Después de cincuenta años del socialismo rooseveltiano, Reagan sacaba a EEUU de
la decadencia y la humillación internacional (ya los “analistas” hablaban de la
Unión Soviética como la nueva superpotencia). Era el colapso universal de la
tragicomedia socialista en todas sus presentaciones. Solo quedaban con cabeza
Felipe González y otros líderes europeos, socialdemócratas como los de
principios del siglo XX. Parecía que la mala yerba se extinguiría, con toda su
carga de injusticia, dolor y miseria para la Humanidad.
Era el
fin de la historia en el sentido marxista, el fin de la lucha de clases, como
dijo brillantemente Francis Fukuyama, uno de esos autores que todo el mundo
criticaba pero nadie leía. La reacción contra él era comprensible, porque su
libro llamado así, El fin de la Historia, les daba en la mera madre. Su tesis
central era que el fracaso del socialismo dejaba al totalitarismo sin proyecto
alternativo para enfrentar a la sociedad abierta. Nunca dijo que se acaban los
conflictos sino que ahora lo harían gángsters musulmanes o delincuentes
étnicos, mas no una promesa de nueva sociedad. Pero la izquierda, dueña de
intelectuales y gacetilleros baratos en todas partes, inventó el fantasma del
neoliberalismo y el “FMI” que recorrían el mundo, para desviar la atención de
su fracaso ecuménico. En alguna medida lo lograron e hicieron que mucha gente
se pusiera a discutir sobre esas necedades y manipulaciones.
¿Por qué terminan así?
Cientos
o miles de loritos de cráneo cerrados al vacío repetían las consignas anti
“neoliberales”. Fidel Castro, que no ha cesado un instante de su larga vida en
tramar daños para sus semejantes, convocó amigotes de América Latina, con Lula
a la cabeza, a Sao Paulo para que “inventaran” una nueva forma de hacer la
revolución. El lenguaje democrático, electoral y pacífico, o hiperdemocrático
se impone en la nueva estrategia del populismo revolucionario que triunfa en
Venezuela en 1998. El nuevo canto de sirena
eran “la constituyente” y la “lucha contra la corrupción” para que los
redentores disfrazados pudieran destruir los partidos políticos, sus únicos
adversarios de cuidado, ante la ingenuidad de los grupos más ilustrados que tomaron
la política. Así se extendió la infección a Brasil, Argentina, Ecuador,
Bolivia, Nicaragua, y varios otros que por ventura se salvaron, como México,
Panamá y Honduras.
Hoy
estamos frente a un misterio vergonzoso. El neocomunismo triunfó con el apoyo de
las clases medias e incluso de grupos económicos importantes. ¿Por qué
fatalmente regresaron los revolucionarios al delito en el poder, esta vez por
vía democrática? Los resultados de esta resurrección socialista de los noventa
son trágicos. Lula da Silva, modelo de estadista al que Obama denominaba the
boss, terminó artífice de ruindades, un forrado cobrador de peaje de Odebrecht,
que arrastra a Rousseff a la misma alcantarilla por trampitas grotescas para no
ir preso. La revolución bonita es un
cuadro séptico en política y moral que desconcierta a los médicos y del que
todos esperan el desenlace. El galán de Ecuador, el escolta del Galáctico que
gobierna Bolivia y el padre ejemplar Ortega, han logrado perpetuarse por medio
de violar leyes, comprar jueces, y cometer toda suerte de bellaquerías.
Acabar el Estado de Derecho
Mucho
que escribir sobre esta triste agonía pero hay que destacar que una razón
esencial de su fracaso es el hombre nuevo. Los revolucionarios portan una
doctrina para fracasados y resentidos. Aprenden en sus primeras lecciones que
la propiedad –de los demás– es un robo y los dirigentes democráticos son
agentes del pasado, defensores de una causa inhumana, hostiles al pueblo,
simplemente enemigos sin valor como personas. Por eso el lenguaje sucio a la
hora de referirse a ellos. La propiedad y la libertad son valores burgueses y
la importancia de la vida se mide si sirve a los fines revolucionarios. Por lo
tanto, la revolución es la licencia para
suspender los derechos a la vida, la propiedad y la libertad, que pasan al
dominio de hombres nuevos para que los administren. Eso implica que la
revolución está fuera de la moralidad burguesa, es amoral y más allá del Estado
de Derecho.
Los
asesinatos de opositores son ajusticiamientos y los robos, expropiaciones. En
el Programa de Gotha, Marx afirma que hay que sustituir el derecho igual por el
derecho desigual, no son iguales ante los tribunales un burgués y un
proletario. ¿Entonces que se puede esperar de su ejercicio del poder? Como se
sabe, más allá de la retórica, el hombre nuevo termina forrado de dólares en
paraísos fiscales, viviendo en mansiones capitalistas y el pueblo sin comida. Y
basta de acusar “a los ignorantes, al pueblo pasivo que no despierta”, cuando
los responsables son precisamente los que dicen eso. Los que abrazaron la
pesadilla y la convirtieron en realidad fueron los más cultos, las clases
medias. Cuidado con su acción política, más peligrosa que una serpiente en una
cesta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico