Por Antonio Pérez Esclarín
En Venezuela, estamos
viviendo una gravísima devaluación de la palabra que expresa y mantiene la
abrumadora devaluación de la ética y de la política.
Vivimos intoxicados
de retórica: montones de palabras huecas, sin verdad.
Dichas sin el
menor respeto a uno mismo ni a los demás, para confundir, para ganar tiempo,
para sacudirse de la propia responsabilidad. Ernesto Sábato deplora la pérdida
del valor de la palabra y añora los tiempos en que las personas eran “hombres y
mujeres de palabra”: “Algo notable es el valor que aquella gente daba a las
palabras. De ninguna manera eran un arma para justificar los hechos. Hoy todas
las interpretaciones son válidas y las palabras sirven más para descargarnos de
nuestros actos que para responder por ellos”.
Pero es imposible dialogar
para resolver los gravísimos problemas del país, si la palabra no tiene valor,
si lo falso y lo verdadero son medios igualmente válidos para lograr los
objetivos, si ya nunca vamos a saber qué es verdad y qué es mentira, si no hay
intención de cumplir con lo acordado y prometido. Hemos convertido
a Venezuela en una Torre de Babel en la que, al matar el valor de
la palabra, es imposible comunicarnos y entendernos. Por ello, necesitamos un
nuevo Pentecostés, que nos lleve a entendernos a pesar de hablar lenguas
diferentes y nos llene de valor para trabajar con desinterés por
Venezuela.
En consecuencia, necesitamos
políticos que aprendan a callarse para poder escuchar el clamor de la miseria
del pueblo que ya no aguanta más, y puedan escucharse a sí mismos en el
silencio de sus corazones, para responderse con sinceridad qué buscan y si les
interesa la suerte de Venezuela y de los venezolanos o les interesas más la
suya. Políticos decididos a abandonar la retórica, capaces de hablar tan sólo
palabras verdaderas, encarnadas en su vida. No olvidemos que, como
decía José Martí, “El mejor modo de decir es hacer”. O como expresa el viejo
refrán castellano “Obras son amores y no buenas razones”. Sólo palabras-hechos,
sólo la coherencia entre discursos y políticas, entre proclamas y vida, entre
promesa y realidad, y la pasión inquebrantable por la verdad, nos podrá liberar
de este laberinto que nos asfixia y nos destruye.
Políticos dispuestos siempre
a evitar toda palabra mentirosa, ofensiva, hiriente, que siembra discordia.
Todas las peleas comienzan con insultos y los genocidas necesitan
justificarse con la descalificación verbal del adversario, que crea
las condiciones para el maltrato e incluso la desaparición física. Los
colonizadores llamaron salvajes e irracionales a los indios, los esclavistas
calificaron de bestias a los negros, los nazis denominaban ratas y cerdos a
judíos y gitanos, los comunistas soviéticos calificaban como hienas a los
disidentes, los torturadores sólo ven en sus víctimas a bestias subversivas.
“Gusano, chusma, perraje, maburro, escuálido, apátrida, pelucón, traidor,
agente del imperio, derechista, zambo…”: una bofetada verbal para sembrar odio,
división, imposibilidad de encuentro.
¿Por qué tenemos que ofender
y considerar como enemigo a alguien sólo porque piensa de una forma distinta y
pide rectificaciones profundas al palpar y sufrir los penosos resultados de las
políticas implementadas?
16-12-16
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