Carlos Padilla Esteban 04 de noviembre de 2017
Sé que
el amor al prójimo me exige amar según la medida de mi amor propio. Pero
a veces no está tan claro si es mucho o poco. ¿Cuál debe ser la medida correcta
de mi amor propio? No hay recetas.
Pero
está claro que con frecuencia un sano amor a mí mismo es lo que más me cuesta.
A veces soy duro e inflexible con mis caídas. No tolero mis errores. Con
rapidez destaco mis faltas y me amargo sumergido en ellas. No veo un camino de
mejora. Y eso que me exijo cambios que no suceden y me frustro por ello.
Me
lleno de amarguras al ver mis errores repetidos una y otra vez. ¡Cómo puedo
hacer para tener paz conmigo mismo, para vivir en paz dentro de mi interior,
contento de pasear por mi alma!
A
veces creo que me amo bien cuando me doy caprichos, cuando me consiento todo lo
que quiero, cuando me dejo llevar por la corriente sin ponerme metas ni
exigencias. No me pongo propósitos de mejora para no defraudarme. Me dejo
llevar.
Sé que
es más cómodo. Pero no me estoy amando bien cuando me trato así. Me
consiento demasiado. Como ese padre que renuncia a su derecho a educar al hijo
y le deja hacer lo que él desee. Al final, como me pasa a mí, se vuelve blando.
Yo me vuelvo blando.
A
veces creo que si hago crecer mi amor propio será expresión de un amor sano a
mí mismo. Pero tampoco es tan así. Cuando el amor propio guía mis pasos me
puedo volver tozudo y exigente con los demás. Me creo en posesión de la verdad.
No acepto los fallos en los otros. Quiero siempre tener la razón. Les pido a
los demás lo mismo que me exijo a mí.
Mi
amor propio no me deja ver la viga en mi ojo, el error en mis actos. Se me
olvida que soy débil: Más allá de todos nuestros esfuerzos y de la
acción del Espíritu Santo, seguiremos sujetos a la debilidad.
Estoy
sujeto a la debilidad. Y debo amar mis puntos frágiles. Es el camino para
desarrollar un sano amor a mí mismo. Sé que cuando me amo bien soy más libre y
logro amar mejor.
Y
cuando me amo mal necesariamente amo también mal a mi prójimo. Cuando tengo un
sentimiento sano de amor a mí mismo, todo es más fácil. Es la meta de mi
crecimiento interior. Llegar a quererme sabiendo cómo soy, con defectos y
debilidades. Conociendo mis lados oscuros. Palpando mi barro.
Es
verdad que tengo que exigirme para crecer y no conformarme con lo que ahora
soy. Es necesario para superar mis límites. Pero no estoy dispuesto a agredirme
a mí mismo. No quiero ser cruel conmigo mismo cuando caigo.
Sé lo
que quiero y me esfuerzo en luchar por ello. Me amo bien, sin humillarme, sin
sentirme mal conmigo mismo. Feliz en mi cuerpo. Contento en mi alma. Me acepto
con alegría tal como soy en medio de mi soledad.
Muchas
personas no se quieren bien y por eso no saben querer bien a otros. Tal vez por
eso viven mendigando amor por todas partes. Se sienten inseguras
y buscan sanar sus heridas con amores rotos que reciben de cualquier lado.
Vendas que no sanan. Mendigan un amor para saciar su sed. Pero la sed es
insaciable.
El
amor maduro a uno mismo me lleva a amar mejor a otros. Decía la sicóloga Carmen
Serrat: Acéptate como eres, valórate y confía en ti mismo. Sólo si te
aceptas y te respetas serás capaz de pedir respeto a los demás.
Cuando
no me respeto a mí mismo llego a aceptar que los demás tampoco me respeten. Si
no me quiero bien, aceptaré que otros no me quieran bien y me traten mal. Y
veré el maltrato como algo merecido, por mi debilidad. Me parecerá evidente.
El
amor sano a mí mismo me hace más consciente de mi valor y me hace más capaz de
darme a los demás: Amar sólo se puede amar cuando quien ama es dueño de
sí mismo y entrega a alguien todo lo que es.
Cuando
me poseo puedo darme de verdad. Cuando soy dueño de mi vida, puedo darla sin
miedo a ser herido. En esa entrega, en esa donación, tengo que poseerme como
paso previo. Y al darme me hago más persona, más hombre, más libre.
Y sé
que al amar más me hago más humano: Cuanto más se olvida uno de sí
mismo al entregarse a una causa o a una persona amada más humano se vuelve y
más perfecciona sus capacidades.
Quiero
volverme más humano. Más consciente de mis límites. Más amante de mi vida. Sé
también que solo no puedo hacerlo. Necesito el amor de Dios en mí. La fuerza de
su Espíritu me levanta.
Decía
el P. Kentenich: Debo adquirir posesión de mí mismo, llegar a estar en
mis propias manos, llegar a ser señor de mí mismo. Sin la gracia sólo podremos
hacer realidad todas esas funciones en una medida mínima.
Para
poseerme necesito el amor de Dios en mí. El poder de su gracia. Sin María nada
puedo. Sin su cuidado maternal. Sin su educación firme y segura. Al quererme de
forma incondicional me ayuda a aceptarme y a amarme en mi debilidad. En Ella
se sostiene mi autoestima. Su amor me salva.
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