Francisco Fernández-Carvajal 21 de noviembre de
2019
@hablarcondios
— Jesús expulsa a los mercaderes del Templo.
— El templo, lugar de oración.
— El culto verdadero.
I. Una de las lecturas previstas
para la Misa de hoy1 nos
narra un pasaje del Libro de los Macabeos, cuando Judas y sus
hermanos, después de vencer a los enemigos, decidieron purificar y renovar el
santuario del Señor, que había sido profanado por los gentiles y por quienes no
habían permanecido fieles a la fe de sus mayores. Allí se dirigieron llenos de
alegría, con cánticos, con arpas, con liras y con címbalos. Y se postró
todo el pueblo sobre sus rostros, y adoraron y bendijeron a Dios.
Celebraron durante ocho días la dedicación del altar y ofrecieron con gran
júbilo holocaustos y sacrificios de acción de gracias y de alabanza. Adornaron
la fachada del Templo con coronas de oro y con escudos, y dedicaron las puertas
y las cámaras de los ministros. Y hubo muy grande alegría en el pueblo, y fue
quitado el oprobio de las gentes. Judas Macabeo determinó que se celebrase
ese día cada año con gran solemnidad. El Pueblo de Dios, después de tantos años
de oprobio, manifestó su piedad y su amor a su Dios, con un júbilo desbordante.
El Evangelio de la Misa2 nos
muestra a Jesús santamente indignado al ver la situación en que se encontraba
el Templo, de tal manera que expulsó de allí a los que vendían y compraban. En
el Éxodo3 Moisés ya había dispuesto que ningún israelita se
presentase en el Templo sin nada que ofrecer. Para facilitar el cumplimiento de
esta disposición a los que venían de lejos, se había habilitado en los atrios
del Templo un servicio de compra-venta de animales para ser sacrificados, y
terminó siendo un verdadero mercado de ganado para el sacrificio. Lo que en un
principio pudo ser tolerable y hasta conveniente, había degenerado de tal modo
que la intención religiosa del principio se había subordinado a los beneficios
económicos de aquellos comerciantes, que quizá eran los mismos servidores del
Templo. Este llegó a parecer más una feria de ganado que un lugar de encuentro
con Dios4.
El Señor, movido por el celo de la casa de su Padre5,
por una piedad que nacía de lo más hondo de su Corazón, no pudo soportar aquel
deplorable espectáculo y los arrojó a todos de allí con sus mesas y sus
ganados. Jesús subraya la finalidad del Templo con un texto de Isaías bien
conocido por todos6: Mi
casa será casa de oración. Y añadió: pero vosotros habéis hecho de
ella una cueva de ladrones. Quiso el Señor inculcar a todos cuál debía ser
el respeto y la compostura que se debía manifestar en el Templo por su carácter
sagrado. ¡Cómo habrá de ser nuestro respeto y devoción en el templo cristiano
–en las iglesias–, donde se celebra el sacrificio eucarístico y donde
Jesucristo, Dios y Hombre, está realmente presente en el Sagrario! «Hay una
urbanidad de la piedad. —Apréndela. —Dan pena esos hombres “piadosos”, que no
saben asistir a Misa –aunque la oigan a diario–, ni santiguarse –hacen unos
raros garabatos, llenos de precipitación–, ni hincar la rodilla ante el
Sagrario –sus genuflexiones ridículas parecen una burla–, ni inclinar
reverentemente la cabeza ante una imagen de la Señora»7.
II. Mi casa
será casa de oración. ¡Qué claridad tiene la expresión que designa el
templo como la casa de Dios! Como tal hemos de tenerla. A ella
hemos de acudir con amor, con alegría y también con un gran respeto, como
conviene al lugar donde está, ¡esperándonos!, el mismo Dios.
Con frecuencia tenemos noticia o asistimos a actos y
ceremonias de la vida política, académica, deportiva: una recepción, un
desfile, unas Olimpiadas... Y se advierte enseguida que el protocolo y una
cierta solemnidad no son superfluos. Estos detalles, a veces mínimos –las
precedencias, el modo de vestir, el ritmo pausado de andar...– , entran por los
ojos y dan al acto una buena parte de su valor y de su ser.
También entre las personas, el cariño se demuestra en
pequeños pormenores, en atenciones y cuidados. La alianza que se regalan los
futuros esposos u otras atenciones no son en sí mismas el amor, pero en ellas
se manifiesta. Es el rito sencillo que el hombre necesita para expresar lo más
íntimo de su ser. El hombre, que no es solo cuerpo ni solo alma, necesita
también manifestar su fe en actos externos y sensibles, que expresen bien lo que
lleva en su corazón. Cuando se ve a alguien, por ejemplo, hincar con devoción
la rodilla ante el Sagrario es fácil pensar: tiene fe y ama a su Dios. Y este
gesto de adoración, resultado de lo que se lleva en el corazón, ayuda a uno
mismo y a otros a tener más fe y más amor. El Papa Juan Pablo II señala en este
sentido la influencia que tuvo en él la piedad sencilla y sincera de su padre:
«El mero hecho de verle arrodillarse –cuenta el Pontífice– tuvo una influencia
decisiva en mis años de juventud»8.
El incienso, las inclinaciones y genuflexiones, el
tono de voz adecuado en las ceremonias, la dignidad de la música sacra, de los
ornamentos y objetos sagrados, el trato y decoro de estos elementos del culto,
su limpieza y cuidado, han sido siempre la manifestación de un pueblo creyente.
El mismo esplendor de los materiales litúrgicos facilita la comprensión de que
se trata ante todo de un homenaje a Dios. Cuando se observa de cerca alguna de
las custodias de la orfebrería de los siglos xvi y xvii se
nota cómo casi siempre el arte se hace más rico y precioso conforme se acerca
el lugar que ocupará la Hostia consagrada. A veces desciende a pormenores que
apenas se notan a poca distancia: el arte mejor se ha puesto donde solo Dios
–se diría– puede apreciarlo. Este cuidado hasta en lo más pequeño ayuda
poderosamente a reconocer la presencia del propio Dios.
Al Señor tampoco le es indiferente el que vayamos a
saludarle –¡lo primero!– al entrar en una iglesia, o el empeño por llegar
puntuales a la Santa Misa –mejor unos minutos antes de que comience–, la
genuflexión bien hecha delante de Él presente en el Sagrario, las posturas o el
recogimiento que guardamos en su presencia... ¿Es para nosotros el templo el
lugar donde damos culto a Dios, donde le encontramos con una presencia verdadera,
real y substancial?
III. Gran
parte de las prescripciones que el Señor comunicó a Moisés en el Sinaí tienden
a fijar, hasta en sus detalles, la dignidad de todo lo que hacía referencia al
culto. Así, señala cómo ha de construirse el tabernáculo, el arca, los
utensilios, el altar, las vestiduras sacerdotales; cómo han de ser las víctimas
que se ofrezcan; qué fiestas deben guardarse; qué tribu y qué personas han de
ejercer las funciones sacerdotales...9.
Todas estas indicaciones muestran que las cosas
sagradas están unidas de una manera especial a la Santidad divina; con ellas el
Señor hace valer la plenitud de sus derechos. En aquel pueblo, tentado tan
frecuentemente por los ritos paganos, Dios trató siempre de infundir un
profundo respeto por lo sagrado. Jesucristo subrayó esa enseñanza con un
espíritu nuevo. Precisamente el celo por la casa de Dios, por su
honor y su gloria, constituye una enseñanza central del Mesías, que Cristo
realiza al arrojar enérgicamente a los mercaderes del Templo; y en su
predicación insistirá en el respeto con que deben tratarse los dones divinos,
en ocasiones con palabras muy fuertes: no deis a los perros las casas
santas, no echéis vuestras perlas a los cerdos10.
Hoy asistimos en muchos lugares a un ambiente de
desacralización. En esas actitudes late una concepción atea de la persona, para
la cual «el sentido religioso, que la naturaleza ha infundido en los hombres,
ha de ser considerado como pura ficción o imaginación, y que debe, por tanto,
arrancarse totalmente de los espíritus por ser contraria absolutamente al
carácter de nuestra época y al progreso de la civilización»11.
A la vez, vemos cómo crecen, incluso entre personas que se llaman cultas, las
prácticas adivinatorias, el culto desordenado y enfermizo a la estadística, a
la planificación...: la incredulidad sale por todas partes. Y es que, en lo
íntimo de su conciencia, el hombre atisba la existencia de Alguien que rige el
universo, y que no es alcanzable por la ciencia. «No tienen fe. —Pero tienen
supersticiones»12.
La Iglesia nos recuerda que solo Dios es nuestro único
Señor. Y ha querido determinar muchos detalles y formas del culto, que son
expresión del honor debido a Dios y de un verdadero amor. No solo enseña que la
Santa Misa es el centro de toda la Iglesia y de la vida de cada cristiano, y ha
determinado su liturgia; ha querido, además, que nuestras iglesias sean
verdaderas casas de oración. Ha dispuesto que los templos estén
abiertos en las horas convenientes «para que los fieles puedan fácilmente orar
ante el Santísimo Sacramento»13.
Ha señalado14 lo que ha sido práctica constante a través de los
siglos: el Sagrario ha de ser sólido, ha de estar en lugar destacado y a la vez
recogido, para que los cristianos puedan honrar al Santísimo Sacramento también
con culto privado. Ha de saberse, con signos claros, al entrar en un templo
dónde está el Sagrario; por eso se prescribe el conopeo (el velo que
ordinariamente debe cubrirlo), y que arda constantemente, en el altar del
Sagrario, una lámpara de cera..., aunque estos detalles son en primer lugar
manifestaciones de amor y de adoración a Jesucristo, realmente presente, y solo
en segundo término señales indicadoras de su presencia. Todos los fieles,
sacerdotes y laicos, hemos de ser «tan cuidadosos del culto y del honor divino,
que puedan con razón llamarse celosos más que amantes... para que imiten al
mismo Jesucristo, de quien son estas palabras: El celo de tu casa me
consume (Jn 2, 17)»15.
1 Primera
lectura. Año 1. 1 Mac 4, 36-37; 52-59. —
2 Lc 19,
45-48. —
3 Cfr. Ex 23,
15. —
4 Cfr. Sagrada
Biblia, Santos Evangelios, EUNSA, Pamplona 1983, nota
a Mt 21, 12-13. —
5 Cfr. Jn 2,
17. —
6 Is 56,
7. —
7 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 541. —
8 A.
Frossard, No tengáis miedo, Plaza Janés, Barcelona 1982,
pp. 12-13. —
9 Cfr. Ex 25,
1 ss. —
10 Mt 7,
6. —
11 Juan
XXIII, Enc. Mater et Magistra, 15-V-1961, 214. —
12 San
Josemaría Escrivá, o. c., n. 587. —
13 Pablo
VI, Instr, Eucharisticum misterium, 25-V-1967. —
14 Ibídem.
—
15 Catecismo
Romano, III 2, n. 27.
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