Ysrrael Camero 24 de noviembre de 2019
@ysrraelcamero
La
polarización y las divisiones políticas paralizan el desarrollo y el
crecimiento de América Latina
¿Cuánto
hay de distinto y cuánto de común en las protestas que se despliegan hoy en
Latinoamérica? ¿Qué las une y qué las separa? ¿Son acaso fruto de dos
conspiraciones mundiales que chocan localmente o expresan agendas sociales
internas, sectoriales, regionales o nacionales?
Los cacerolazos resuenan en la noche, no sabemos si
estamos en Caracas o en Santiago. En la mañana cientos de
personas se juntan a protestar, levantan sus pancartas y vuelven a entonarse
consignas de un repertorio compartido, que define una manera de construir
política. Nuestros sonidos son similares en Bogotá, en Quito,
en Managua o en Maracaibo. Respiramos el mismo
aire y el olor a gas lacrimógeno también se ha convertido en una experiencia
común.
¿Cuánto hay de distinto y cuánto de común en las
protestas que se despliegan hoy en Latinoamérica? ¿Qué las une y
qué las separa? ¿Son acaso fruto de dos conspiraciones mundiales que chocan
localmente o expresan agendas sociales internas, sectoriales, regionales o
nacionales?
Ciclos comunes: flujo y reflujo
Lo que parece claro es que una marea común de indignación
ciudadana recorre América Latina, bajo signos ideológicos distintos, como señal
de que los pactos de convivencia que sostienen nuestra vida social y que
vinculan a gobernantes y gobernados están sometidos a fuertes tensiones.
Esta marea de indignación comparte un rasgo
fundamental, su vinculación con un ciclo de contracción económica, de retroceso
de los ingresos, luego de más de una década de crecimiento. La clase media que
prosperó bajo el boom ha empezado a empobrecerse. Los que hoy protestan han visto
mermar sus ingresos durante el último lustro, y sus expectativas son negativas.
América Latina tuvo un largo ciclo de prosperidad
vinculado al incremento del precio internacional de sus principales productos
de exportación, los commodities, bien sea soya, petróleo o cobre,
que se inició en 2000 y se prolongó hasta 2014. Junto con el aumento de los
ingresos emergieron gobiernos con afán redistributivo. Una nueva clase media
creció, con patrones de consumo crecientes y exigencias novedosas.
Este auge fue usado por algunos gobiernos para
fortalecer la institucionalidad pública más allá de la prosperidad privada. Los
chilenos avanzaron de manera sostenida en ese sentido. Ricardo Lagos,
Michelle Bachelet y Sebastián Piñera consolidaron el Estado
democrático.
En Perú, desde Alejandro Toledo en
adelante, pasando por Alan García, no solo creció la clase media
sino que se consolidó la institucionalidad. En Brasil los
gobiernos de Fernando Henrique Cardoso y de Lula Da
Silva avanzaron, junto a su sector empresarial, para colocar a la
democracia brasileña en un nuevo rol de liderazgo.
Los gobiernos de Álvaro Uribe Vélez y
de Juan Manuel Santos disfrutaron durante el ciclo expansivo
de la gobernabilidad necesaria para avanzar en sus respectivos planes de acabar
con la guerrilla, pacificar el país y fortalecer la capacidad del Estado
colombiano para garantizar un orden público y un Estado de derecho.
Hubo gobiernos que despilfarraron las oportunidades,
generando un incremento del consumo con poco desarrollo institucional. El caso
paradigmático podría ser Argentina, bajo los Kirchner la
economía se abultó sin desarrollarse, los nuevos patrones de consumo de los
sectores medios no estuvieron acompañados del fortalecimiento de las capacidades
de los ciudadanos. Al caer el ingreso externo, todo empezó a derrumbarse.
Los gobiernos de Rafael Correa y
de Evo Morales quedaron atrapados en la paradoja. Generaron
crecimiento económico sostenido, reducción de la pobreza, con un manejo responsable
de la economía que parecía anunciar una solidez institucional inédita en sus
países. Correa impulsó la elección de Lenín Moreno, retirándose
antes de que el cambio de ciclo perjudicara su gestión.
Pero el personalismo de Evo Morales, la debilidad de las
instituciones bolivianas, y las tendencias autoritarias de su gobierno
derivaron en la imposición inconstitucional de su reelección, impulsando la
movilización que terminó con su caída.
Otros emplearon los recursos derivados de la expansión
para incrementar el control del gobierno sobre la vida de los ciudadanos,
disminuyendo la autonomía y fortaleciendo relaciones de dominación cada día más
arbitrarias y despóticas. Tal es el caso de Venezuela y Nicaragua,
quienes, empleando el patrón despótico cubano, instauraron gobiernos despóticos
y liberticidas.
Se derrumbaron los ingresos y el ciclo de la economía
mundial luce recesivo. Hoy la ventana de oportunidad se ha cerrado y las
tensiones vuelven a salir a flote, crujiendo los sistemas, y sometiendo la
institucionalidad a fuertes presiones.
De una u otra manera todas las sociedades
latinoamericanas han sido afectadas por el ciclo recesivo. Este decrecimiento
de la economía tuvo un impacto muy negativo en los sectores medios e implicó el
retorno a la pobreza de los más vulnerables. Este rasgo común crea un caldo de
cultivo compartido para la protesta. Pero su expresión concreta está cargada de
las agendas locales.
La indignación movilizada
Sea explícito o implícito uno de los fenómenos que
expresa la ola de protestas masivas que cubre América Latina es que existe una
confianza en la capacidad que tienen las movilizaciones para alterar el rumbo
de la política. El repertorio de protestas se encuentra vivo, y es expresión de
una tradición democrática, que cruza transversalmente el espectro ideológico,
trascendiendo diferencias generacionales.
Los que protestan en Caracas o en Managua no están
obedeciendo órdenes del “Imperio americano” ni de Donald Trump, así
como los que protestan en Santiago de Chile, en Bogotá o en Cali no siguen las
instrucciones del Foro de Sao Paulo o el Grupo de
Puebla. Ni unos ni otros tienen tanto poder ni tanto control sobre el
repertorio de protestas. Cosa distinta es sostener que las protestas tienen un
impacto que afecta a uno u otro bloque en la disputa geopolítica regional.
El caso más brutal ha sido el derrumbe de Venezuela.
La caída de los precios del petróleo coincidió con la muerte de Hugo
Chávez. Ambos elementos desnudaron la realidad de una economía destruida
por un ejercicio irresponsable del gobierno, y de una institucionalidad
política demolida por la autocratización despótica, dejando a la sociedad
empobrecida e indignada. La autocratización se profundizó con Nicolás
Maduro al mismo ritmo de la demolición de la economía y el
empobrecimiento de la sociedad.
Venezuela, durante 2019, así como antes en 2017 y en
2014, ha vivido un período de movilización de los sectores democráticos contra
un régimen despótico y tiránico. Maduro ha perdido toda capacidad de
movilización masiva y ha escogido la represión sistemática y brutal.
En Chile la ralentización de la
economía golpeó a los sectores más vulnerables en un entorno profundamente
desigual. Lo que estalló el 14 de octubre se había acumulado durante el ciclo
de crecimiento, y se encontraba solapado bajo el manto de una imagen de
prosperidad. El endeudamiento marcó el consumo de los sectores medios, y la
precariedad el sostenimiento de los bajos. Cuando la escasez relativa sustituyó
a la prosperidad percibida, las agendas de conflicto emergieron con fuerza,
primero con los jóvenes sin acceso a la educación superior, hoy extendidas a
una exigencia de cambio en la gran mayoría de los chilenos.
La respuesta gubernamental se inició con la represión,
luego con la estupefacción, y finalmente se ha decantado hacia un impulso
consensual de las reformas exigidas, incluyendo la superación de la
Constitución de 1980, aprobada en dictadura, por una nueva Carta Magna,
debatida pluralmente. Ha sido la apuesta más inteligente de Piñera y de los
políticos chilenos.
Las organizaciones indígenas en Ecuador protestaron
contra el aumento del combustible decidido por Lenín Moreno desde el 2 de
octubre. Los argumentos técnicos a favor son claros, el manejo político pudo
ser mejor. Al parecer la institucionalidad ecuatoriana ha mantenido su solidez
y no amenaza con derrumbarse el gobierno pero las calles aún están activas.
En Colombia el previsible naufragio
del proceso de paz y la reactivación de episodios de violencia durante las
elecciones han incrementado las tensiones. El Centro Democrático no
tuvo buenos resultados en las últimas elecciones, y sectores independientes
avanzaron en sitios claves como Bogotá. Un paro contra el gobierno
de Iván Duque el 21 de noviembre generó manifestaciones
masivas en Colombia, que terminaron en episodios de violencia en Cali.
En Nicaragua las protestas contra la dictadura de
Daniel Ortega, se recrudecieron luego del 1º de septiembre. Mientras, en Panamá,
se protesta contra la reforma constitucional impulsada por el gobierno de
Laurentino Cortizo y protestan en un empobrecido Haití contra
el gobierno de Jovenel Moise.
El caso boliviano ha generado confusión. El gran
causante de la crisis en Bolivia fue Evo Morales,
en su afán personalista por reelegirse, tras 14 años en el poder, que lo llevó
a violar la Constitución, e ir contra la voluntad popular expresada en un
referéndum. La participación de la oposición en las elecciones y las
posteriores movilizaciones contra las irregularidades del proceso, condujeron a
Morales a renunciar. Pero las movilizaciones continúan, a favor y en contra,
incrementando la incertidumbre respecto a la convivencia democrática futura, lo
que tiene que resolverse pasado por unas elecciones democráticas.
Diferencia trascendental
Es imperativo recalcar una diferencia en las
movilizaciones, derivada del talante del poder al que se enfrentan unos y
otros. Los jóvenes que protestan en Managua contra la dictadura de Daniel
Ortega, y los que se levantan en Caracas o Maracaibo contra el régimen
despótico de Nicolás Maduro, se enfrentan a la represión feroz de regímenes que
violan los derechos humanos de manera sistemática y continuada, que no tienen
prurito en asesinar manifestantes, en llevar a las cárceles sin juicio a
diputados o lanzar al exilio a dirigentes opositores. No hay Estado de derecho
al cual acudir ni hay seguridad personal que te pueda amparar ante el
despotismo de Maduro o de Ortega.
Ese es un rasgo demoledor, porque en el centro de las
exigencias de los manifestantes que arriesgan su vida al salir a la calle en
Venezuela o en Nicaragua, se encuentra el fin de la arbitrariedad del poder, el
cese del despotismo y de la usurpación, es decir, la instauración efectiva del
Estado de derecho para garantizar a los ciudadanos una vida libre y plena.
Un peligro común
Una sombra se proyecta sobre toda la región, y pone en
riesgo los esfuerzos que, generación tras generación, hemos hecho los
latinoamericanos por construir un Estado democrático de derecho.
Se está perdiendo el ánimo de convivencia y de
coexistencia plural en las sociedades, lo que se relaciona con los espacios
públicos de encuentro, sustituidos por nuevos tribalismos. Estamos generando
mucho ruido pero no nos estamos escuchando más allá del eco de nuestra propia
tribu. Si se pierde el ánimo de convivencia que nace del reconocimiento de la
diferencia, y de la legitimidad que tiene la posición política y cultural del
otro, estamos poniendo en riesgo lo que la región ha podido construir en un
siglo de luchas por la democracia.
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