Francisco Fernández-Carvajal 20 de noviembre de
2019
@hablarcondios
— Jesús no queda indiferente ante la suerte de los
hombres.
— Humanidad Santísima de Cristo.
— Tener los mismos sentimientos de Jesús.
I. Descendía Jesús
por la vertiente occidental del monte de los Olivos dirigiéndose al Templo. Le
acompañaba una multitud llena de fervor que gritaba alabanzas al Mesías. En un
momento dado, Jesús se paró y contempló la ciudad de Jerusalén que se extendía
a sus pies. Y al ver la ciudad lloró sobre ella1.
Es un llanto inesperado que rompió la alegría de todos. En aquel instante, el
Señor vio cómo quedaba destruida años más tarde la ciudad que tanto amaba,
porque no conoció el tiempo de su visitación. El Mesías había
estado por sus calles, había enseñado la Buena Nueva, sus habitantes habían
visto milagros..., y siguieron igual. ¡Si conocieras en este día lo que
puede traerte la paz! Pero ahora está oculto a tus ojos. Vendrán días en que
tus enemigos te rodearán y te asediarán y te estrecharán por todas partes, y te
arrasarán junto con tus hijos, porque no has conocido el tiempo en que Dios te
ha visitado2.
A través de estas líneas se puede leer la angustia que
oprimía el corazón del Señor. «Pero ¿por qué no entendía Jerusalén la gracia
especialísima de conversión que se le ofrecía en aquel mismo día con el
esplendor del triunfo de Jesús? ¿Por qué se obstinaba en cerrar los ojos a la
luz? Ocasiones había tenido de reconocer a Jesús por su Mesías y su Redentor;
esta que ahora se le da será la última. Si rechaza este postrer beneficio,
todos los males descritos en la profecía caerán irremisiblemente sobre ella. Y
rechazó, ¡oh dolor!, y todo se cumplió a la letra»3.
El Señor se llena de aflicción, pues Él no queda indiferente ante la suerte de
los hombres. Su pena es tan grande que sus ojos se cubrieron de lágrimas. Las
palabras anteriores debieron de ser pronunciadas con un particular acento de
dolor y de tristeza.
San Juan nos ha dejado constancia en otra ocasión de
esas lágrimas de Jesús, que pueden ser tan consoladoras para nuestra alma.
Llegó el Maestro a Betania, donde había muerto su amigo Lázaro. Allí se
encontró con la hermana de Lázaro, María. Cuando Jesús la vio llorando se
estremeció en su interior, se conmovió y dijo: ¿Dónde le habéis puesto? Le
contestaron: Señor, ven y verás. En aquel momento Jesús da rienda suelta a
su dolor por la muerte de aquel amigo, y comenzó a llorar. Los
judíos presentes exclamaron: Mirad cómo le amaba4.
Jesús –perfecto Dios y hombre perfecto5–
sabe querer a sus amigos, a sus íntimos y a todos los hombres, por los que dio
la vida. Este amor que Jesús muestra en su aflicción es la expresión humana del
amor que Dios tiene a los hombres, la manifestación sensible de la compasión
con que nos mira. Y hoy, en este rato de oración, podemos contemplar la
profundidad y la delicadeza de los sentimientos de Jesús, y comprender cómo Él
no es indiferente a nuestra correspondencia a esa oferta de amistad y de
salvación. No es indiferente a que vayamos cada día a visitarlo y permanezcamos
junto a Él unos minutos delante del Sagrario; no es neutral ante el empeño
diario por aumentar nuestra amistad con Él, ante el esfuerzo por vivir con
esmero la caridad, por servirle en medio del mundo... ¡Tantas veces se hace el
encontradizo con nosotros!
«El hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para
sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le
revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace
propio, si no participa en él vivamente (...). El hombre que quiere comprenderse
hasta el fondo a sí mismo (...) debe, con su inquietud, incertidumbre e incluso
con su debilidad y pecaminosidad, con su vida y con su muerte, acercarse a
Cristo. Debe, por decirlo así, entrar en Él con todo su ser, debe “apropiarse”
y asimilar toda la realidad de la Encarnación y de la Redención para
encontrarse a sí mismo. Si se actúa en él este hondo proceso, entonces él da
frutos no solo de adoración a Dios, sino también de profunda maravilla de sí
mismo. ¡Qué valor debe tener el hombre a los ojos del Creador, si ha merecido
tener tan grande Redentor (Misal Romano, Himno Exsultet de
la Vigilia pascual), si Dios ha dado a su Hijo, a fin de que él, el
hombre, no muera sino que tenga la vida eterna (cfr. Jn 3,
16)!»6. No dejemos de tratar cada día a Jesús que nos espera. En Él
se encuentra el fin de nuestra vida.
II. La vida
cristiana consiste en una amistad creciente con Cristo, en imitarle, en hacer
nuestra su doctrina. Seguir a Jesús no consiste en detenerse en difíciles
especulaciones teóricas, ni tampoco en la mera lucha contra el pecado, sino en
amarle con obras y sentirnos amados por Él, «porque Cristo vive: Cristo no es
una figura que pasó, que existió en un tiempo y que se fue, dejándonos un
recuerdo y un ejemplo maravillosos»7.
Él vive ahora en medio de nosotros: le vemos con los ojos de la fe, le hablamos
en la oración, nos escucha apenas hemos levantado la voz o el corazón hacia Él;
no es indiferente a nuestras alegrías y pesares, pues «se unió, en cierto modo,
con cada hombre por su encarnación. Con manos humanas trabajó, con mente humana
pensó, con voluntad humana obró, con corazón de hombre amó. Nacido de María
Virgen se hizo de verdad uno de nosotros, igual que nosotros en todo menos en
el pecado. Cordero inocente, mereció para nosotros la vida derramando
libremente su sangre y en Él el mismo Dios nos reconcilió consigo y entre
nosotros mismos y nos arrancó de la esclavitud del diablo y del pecado. Así
cada uno de nosotros puede decir con el Apóstol: El Hijo de Dios me amó
y se entregó por mí (Gal 2, 20)»8,
por cada uno, como si no hubiera más hombres sobre la tierra. Su Humanidad
Santísima es el puente que nos conduce a Dios Padre.
Hoy consideramos esas lágrimas de Jesús por aquella
ciudad que tanto amó, pero que no conoció lo más importante de su historia: la
visita del Mesías y los dones que llevaba para cada uno de sus habitantes. Y
hemos de meditar también las ocasiones en las que nosotros personalmente le
hemos llenado de aflicción por nuestros pecados, por las faltas de
correspondencia a la gracia, por no haber sabido responder a tantas muestras de
amistad. Y también las ocasiones en que nos ha echado de menos, como aquel día
en que esperaba la vuelta de nueve leprosos que una vez curados se marcharon
por otro camino y no volvieron. ¡Cuántas veces, quizá, ha quedado Jesús
esperándonos!
Si no amamos a Jesús no podremos seguirle. Y para
amarle hemos de meditar con frecuencia el Evangelio, donde se nos muestra
profundamente humano y ¡tan cercano a todo lo nuestro! Unas veces le
veremos cansado del camino9,
sentado junto al pozo de Jacob, después de una larga caminata en un día
caluroso, con sed real, que le dará ocasión para convertir a una mujer de
Samaria y a muchos vecinos del pueblo de Sicar. Le contemplaremos con hambre,
como el día en que, en el camino de Betania a Jerusalén, se acercó a una
higuera que solo tenía hojas10;
o agotado después de una jornada de intensa predicación a las gentes que no
cesaban de acudir a Él, y era tal su cansancio que en medio incluso de un mar
alborotado se quedó dormido sobre un cabezal en la popa11.
A lo largo de su vida irá aliviando las dolencias de
quienes encuentra en su camino: vio una turba numerosa y sintió
compasión de ellos, y curó a sus enfermos12.
Aunque vino a salvar nuestras almas, no se olvida de los cuerpos. Para quererle
y seguirle hemos de contemplarle: su vida es una inagotable fuente de amor, que
hace fácil la entrega y la generosidad en su seguimiento. Y «cuando nos
cansemos –en el trabajo, en el estudio, en la tarea apostólica–, cuando
encontremos cerrazón en el horizonte, entonces, los ojos a Cristo: a Jesús
bueno, a Jesús cansado, a Jesús hambriento y sediento. ¡Cómo te haces entender,
Señor! ¡Cómo te haces querer! Te nos muestras como nosotros, en todo menos en
el pecado: para que palpemos que contigo podremos vencer nuestras malas
inclinaciones, nuestras culpas. Porque no importan ni el cansancio, ni el
hambre, ni la sed, ni las lágrimas... Cristo se cansó, pasó hambre, estuvo
sediento, lloró. Lo que importa es la lucha –una contienda amable, porque el
Señor permanece siempre a nuestro lado– para cumplir la voluntad del Padre que
está en los cielos (cfr. Jn 4, 34)»13.
III. El
llanto de Jesús sobre Jerusalén encierra un profundo misterio. Ha expulsado
demonios, curado enfermos, resucitado muertos, convertido a publicanos y
pecadores, pero ante esta ciudad tropieza con la dureza de sus habitantes. Algo
podemos entrever de lo que ocurría en su Corazón cuando hoy nos encontramos con
la resistencia de tantos que se cierran a la gracia, a la llamada divina. «A
veces, cara a esas almas dormidas, entran unas ansias locas de gritarles, de
sacudirlas, de hacerlas reaccionar, para que salgan de ese sopor terrible en
que se hallan sumidas. ¡Es tan triste ver cómo andan, dando palos de ciego, sin
acertar con el camino!
»—Cómo comprendo ese llanto de Jesús por Jerusalén,
como fruto de su caridad perfecta...»14.
Los cristianos proseguimos la obra del Maestro y
participamos de los sentimientos de su Corazón misericordioso. Por eso,
mirándole a Él, hemos de aprender a querer a nuestros hermanos los hombres,
tratando a cada uno como es, en sus peculiares circunstancias, comprendiendo
sus deficiencias cuando las haya, siendo siempre cordiales y estando
disponibles para ayudar, para servir. De Cristo hemos de aprender a ser muy
humanos, disculpando, alentando a seguir adelante, procurando –cada día– hacer
la vida más grata y amable a los que comparten el mismo hogar, el mismo
trabajo, idénticas aficiones, sacrificando los propios gustos, por legítimos
que sean, cuando entorpecen la convivencia, interesándonos sinceramente por su
salud y por su enfermedad... Y sobre todo nos preocupará especialmente el
estado del alma de las personas que cada día tratamos, a quienes procuramos
ayudar en su caminar hacia Cristo: a quienes están cerca de ti para que se
aproximen más; a los que están lejos, para que emprendan el camino de vuelta
hacia la casa del Padre. «No hay señal, no existe marca alguna que distinga
mejor al cristiano, que el cuidado que tiene por sus hermanos»15,
afirmaba San Juan Crisóstomo.
Hoy le pedimos a Nuestra Madre Santa María que nos dé
un corazón semejante al de su Hijo, que no permanezca nunca indiferente ante la
suerte de los que nos tratan cada día.
1 Lc 19,
41. —
2 Lc 19,
41-44. —
3 L.
Cl. Fillion, Vida de Nuestro Señor Jesucristo, FAX, Madrid
1966, p. 713. —
4 Jn 11,
33-36. —
5 Símbolo
Atanasiano. —
6 Juan
Pablo II, Enc. Redemptor hominis, 4-III-1979, 10. —
7 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 102. —
8 Conc.
Vat. II, Const. Gaudium et spes, 22. —
9 Jn 4,
4. —
10 Cfr. Mc 11,
12-13. —
11 Mc 4,
38. —
12 Mt 14,
14. —
13 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 201. —
14 ídem, Surco,
n. 210. —
15 San
Juan Crisóstomo, Homilía 6, 3.
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