Francisco Fernández-Carvajal 19 de noviembre de
2019
@hablarcondios
— Instaurar en Cristo todas las cosas.
— El rechazo de Jesús.
— Extender el reinado de Cristo.
I. Estaba Jesús
cerca de Jerusalén y muchos esperaban una llegada inminente del Reino de Dios,
un reino –según esa falsa opinión– de carácter temporal. El Señor, pensaban,
entraría triunfalmente en la ciudad después de vencer al poder romano, y ellos
tendrían un puesto privilegiado cuando llegara ese momento. Esta ilusión, tan
alejada de la realidad, era una prolongación de la mentalidad existente en
muchos círculos judíos de la época. Para corregir a fondo ese error, Jesús
expuso una parábola, que recoge el Evangelio de la Misa1.
Un hombre de origen noble marchó a un país lejano a
recibir la investidura real. Era costumbre que los reyes de territorios
dependientes del imperio romano recibieran el poder real de manos del
emperador, y a veces tenían incluso que ir a Roma. En la parábola, este
personaje ilustre dejó la administración de su territorio a diez hombres de su
confianza y se marchó a recibir la investidura. Les dio diez minas.
La mina no era una moneda acuñada, pero sí se utilizaba como
unidad contable; equivalía a 35 gramos de oro. Estos hombres recibieron un
encargo: Negociad hasta mi vuelta. Se trataba de hacer rendir su
pequeño tesoro. Y estos hombres cumplieron su encargo: hicieron préstamos con
interés, visitaron ferias, compraron y vendieron. Trabajaron bien para su señor
durante semanas, meses y años... Y esto es lo que sigue haciendo la Iglesia
desde Pentecostés, donde recibió el inmenso Don del Espíritu Santo y, con Él,
enviado por Cristo, la infalible Palabra de Dios, la fuerza de los sacramentos,
las indulgencias... «En veinte siglos se ha trabajado mucho; no me parece ni
objetivo, ni honrado –comentaba San Josemaría Escrivá–, el afán de algunos por
menospreciar la tarea de los que nos precedieron. En veinte siglos se ha
realizado una gran labor y, con frecuencia, se ha realizado muy bien. Otras
veces ha habido desaciertos, regresiones, como también ahora hay retrocesos,
miedo, timidez, al mismo tiempo que no falta valentía, generosidad. Pero la
familia humana se renueva constantemente; en cada generación es preciso
continuar con el empeño de ayudar a descubrir al hombre la grandeza de su
vocación de hijo de Dios, es necesario inculcar el mandato del amor al Creador
y a nuestro prójimo»2.
La vida es un tiempo para hacer fructificar los bienes divinos.
Nos toca a nosotros, a cada cristiano, hacer rendir
ahora el tesoro de gracias que el Señor deposita en nuestras manos, mientras
«vivificados y reunidos en su Espíritu, caminamos como peregrinos hacia la
consumación de la historia humana, la cual coincide plenamente con su amoroso
designio: Restaurar en Cristo todas las cosas, las de los cielos y las
de la tierra (Ef 1, 10)»3.
Este es nuestro cometido mientras el Señor vuelve para cada uno en el momento,
quizá no muy lejano, de la muerte: procurar con empeño que el Señor esté
presente en todas las realidades humanas. Nada es ajeno a Dios, pues todas las
cosas han sido creadas por Él, y a Él se dirigen, conservando su propia
autonomía: los negocios, la política, la familia, el deporte, la enseñanza...
Vengo presto -nos
dice hoy el Señor-, y conmigo mi recompensa, para dar a cada uno según
sus obras. Yo soy el alfa y la omega, el primero y el último, el principio y el
fin4. Solo en Él encuentra sentido nuestro quehacer aquí en la
tierra. La Iglesia entera, y cada cristiano, es depositaria del tesoro de
Cristo: crece la santidad de Dios en el mundo cuando cada uno luchamos por ser
fieles a nuestros deberes, a los compromisos que, como ciudadanos, como
cristianos, hemos contraído.
II. Mientras
aquellos administradores fieles procuraban con empeño hacer rendir el tesoro de
su señor, muchos ciudadanos de aquel país le odiaban y enviaron una
embajada tras él para decirle: no queremos que este reine sobre nosotros.
El Señor debió de introducir con mucha pena estas palabras en medio del relato,
pues habla de Sí mismo en la parábola: Él es el hombre ilustre que se marcha a
tierras lejanas. Jesús veía en los ojos de muchos fariseos un odio creciente y
el rechazo más completo. Cuanto mayor era su bondad y mayores las muestras de
su misericordia, más aumentaba la incomprensión que se advertía en muchos
rostros. ¡Qué duro debió de resultar para el Maestro aquel rechazo tan frontal,
que alcanzará su punto culminante en la Pasión, poco tiempo más tarde!
Quiere también expresar el Señor el rechazo que había
de sufrir por tantos a lo largo de los siglos. ¿Es acaso menor el que se da en
esta época nuestra? ¿Son acaso pequeños el odio y la indiferencia? En la
literatura, en el arte, en la ciencia..., en las familias..., parece oírse un
griterío gigantesco: nolumus hunc regnare super nos!, ¡no queremos
que este reine sobre nosotros! Él, «que es autor del universo y de cada una de
las criaturas, y que no se impone dominando: mendiga un poco de amor,
mostrándonos, en silencio, sus manos llagadas.
»¿Por qué, entonces, tantos lo ignoran? ¿Por qué se
oye aún esa protesta cruel: nolumus hunc regnare super nos (Lc 19,
14), no queremos que este reine sobre nosotros? En la tierra hay millones de
hombres que se encaran así con Jesucristo o, mejor dicho, con la sombra de
Jesucristo, porque a Cristo no lo conocen, ni han visto la belleza de su
rostro, ni saben la maravilla de su doctrina.
»Ante ese triste espectáculo, me siento inclinado a
desagraviar al Señor. Al escuchar ese clamor que no cesa y que, más que de
voces, está hecho de obras poco nobles, experimento la necesidad de gritar
alto: oportet illum regnare! (1 Cor 15, 25),
conviene que Él reine (...). El Señor me ha empujado a repetir, desde hace
mucho tiempo, un grito callado: serviam!, serviré. Que Él nos
aumente esos afanes de entrega, de fidelidad a su divina llamada –con
naturalidad, sin aparato, sin ruido–, en medio de la calle. Démosle gracias
desde el fondo del corazón. Dirijámosle una oración de súbditos, ¡de hijos!, y
la lengua y el paladar se nos llenarán de leche y de miel, nos sabrá a panal
tratar del Reino de Dios, que es un Reino de libertad, de la libertad que Él
nos ganó (cfr. Gal 4, 3l)»5.
Serviremos a Nuestro Señor como a nuestro Rey y Señor, como al Salvador de la
Humanidad entera y de cada uno de nosotros. Serviam! ¡Te
serviré, Señor!, le decimos en la intimidad de nuestra oración.
III. Al
cabo de un tiempo volvió aquel señor con la investidura real; entonces,
recompensó espléndidamente a aquellos siervos que se afanaron por hacer rendir
lo que recibieron, y castigó duramente a quienes en su ausencia le rechazaron y
a uno de los administradores que malgastó el tiempo y no hizo rendir la mina que
había recibido. «El mal siervo no se aplicó y nada devolvió; no honró a su amo
y fue castigado. Glorificar a Dios es, por el contrario, dedicar las facultades
que Él me ha dado a conocerle, amarle y servirle, y de esta manera devolverle
todo mi ser»6. Este es el fin de nuestra vida: dar gloria a Dios ahora aquí
en la tierra con lo que tenemos encomendado, y luego en la eternidad con la
Virgen, los ángeles y los santos. Si tenemos esto presente, ¡qué buenos
administradores seremos de los dones que el Señor ha querido darnos para que
con ellos nos ganemos el Cielo!
«Nunca os pesará haberle amado», solía repetir San
Agustín7. El Señor es buen pagador ya en esta vida cuando somos fieles.
¡Qué será en el Cielo! Ahora nos toca extender ese reinado de Cristo en la
tierra, en medio de la sociedad en que nos movemos: en la familia, en el
trabajo, entre los vecinos, en los compañeros de Universidad o de taller, entre
los clientes, en los alumnos... Muy especialmente entre aquellos que de alguna
manera tenemos encomendados. «A vuestros pequeños no los dejéis de la mano;
contribuid a la salvación de vuestro hogar con todo esmero»8,
aconsejaba vivamente el santo obispo de Hipona.
En estos días, mientras esperamos la Solemnidad de
Cristo Rey, nos podemos preparar repitiendo algunas jaculatorias: Regnare
Christum volumus!, ¡queremos que reine Cristo!, y queremos en primer lugar
que ese reinado sea una realidad en nuestra inteligencia, en nuestra voluntad,
en nuestro corazón, en todo nuestro ser9.
Por eso le pedimos: «Señor mío Jesús: haz que sienta, que secunde de tal modo
tu gracia, que vacíe mi corazón..., para que lo llenes Tú, mi Amigo, mi
Hermano, mi Rey, mi Dios, ¡mi Amor!»10.
1 Lc 19,
11-28. —
2 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 121. —
3 Conc.
Vat. II, Const. Gaudium el spes, 45. —
4 Apoc 22,
12-13. —
5 San
Josemaría Escrivá, o. c., 179, —
6 J.
Tissot, La vida interior, p. 102. —
7 Cfr. San
Agustín, Sermón 51, 2. —
8 ídem, Sermón
94. —
9 Cfr.
Pío XI, Enc. Quas primas, 11-XII-1925. —
10 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 913.
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