Francisco Fernández-Carvajal 17 de noviembre de
2019
@hablarcondios
— Aumentar el fervor de la oración en momentos de
oscuridad.
— La dirección espiritual, camino normal por el que
Dios actúa en el alma.
— Fe y sentido sobrenatural en este medio de
crecimiento interior.
I. Ocurrió -leemos en el Evangelio de la Misa1- que
al llegar a Jericó había un ciego sentado junto al camino mendigando.
Algunos Padres de la Iglesia señalan que este ciego a
las puertas de Jericó es imagen «de quien desconoce la claridad de la luz
eterna»2, pues en ocasiones el alma puede sufrir también momentos de
ceguera y de oscuridad. El camino despejado que vislumbró un día se puede
tornar desdibujado y menos claro, y lo que antes era luz y alegría ahora son
tinieblas, y una cierta tristeza pesa sobre el corazón. Muchas veces esta situación
está causada por pecados personales, cuyas consecuencias no han sido del todo
zanjadas, o por la falta de correspondencia a la gracia: «quizá el polvo que
levantamos al andar –nuestras miserias– forma una nube opaca, que impide el
paso de la luz»3;
en otras ocasiones, el Señor permite esa difícil situación para purificar el
alma, para madurarla en la humildad y en la confianza en Él. En esa situación
es lógico que todo cueste más, que se haga más difícil, y que el demonio
intente hacer más honda la tristeza, o aprovecharse de ese momento de
desconcierto interior.
Sea cual sea su origen, si alguna vez nos encontramos
en ese estado, ¿qué haremos? El ciego de Jericó –Bartimeo, el hijo de Timeo4–
nos lo enseña: dirigirnos al Señor, siempre cercano, hacer más intensa nuestra
oración, para que tenga piedad y misericordia de nosotros. Él, aunque parece
que sigue su camino y nosotros quedamos atrás, nos oye. No está lejos. Pero es
posible que nos suceda lo que a Bartimeo: Y los que iban delante le
reprendían para que se callara. El ciego encontraba cada vez más
dificultades para dirigirse a Jesús, como nosotros «cuando queremos volver a
Dios, esas mismas flaquezas en las que hemos incurrido, acuden al corazón,
nublan el entendimiento, dejan confuso el ánimo y querrían apagar la voz de
nuestras oraciones»5.
Es el peso de la debilidad o del pecado, que se hace sentir.
Tomemos ejemplo del ciego: Pero él gritaba
mucho más: Hijo de David, ten piedad de mí. «Ahí lo tenéis: aquel a quien
la turba reprendía para que callase, levanta más y más la voz; así también
nosotros (...), cuanto mayor sea el alboroto interior, cuanto mayores
dificultades encontremos, con más fuerza ha de salir la oración de nuestro
corazón»6.
Jesús se paró en el camino cuando daba la impresión de
que seguía hacia Jerusalén y mandó que llamaran al ciego. Bartimeo se acercó y
Jesús le dijo: ¿Qué quieres que te haga? Ut videam, que vea, Señor. Y
Jesús le dijo: Ve, tu fe te ha salvado. Y al instante vio, y le seguía,
glorificando a Dios.
A veces será difícil conocer las causas por las que el
alma pasa esa situación difícil en que todo parece costar más. No sabremos
quizá su origen, pero sí el remedio siempre eficaz: la oración. «Cuando se está
a oscuras, cegada e inquieta el alma, hemos de acudir, como Bartimeo, a la Luz.
Repite, grita, insiste con más fuerza, “Domine, ut videam!” —¡Señor, que
vea!... Y se hará el día para tus ojos, y podrás gozar con la luminaria que Él
te concederá»7.
II. Jesús, Señor de
todas las cosas, podía curar a los enfermos –podía obrar cualquier milagro– del
modo que estimara oportuno. A algunos los curó con una sola frase, con un
simple gesto, a distancia... A otros por etapas, como al ciego del que nos
habla San Juan8...
Hoy es muy frecuente que dé la luz a las almas a través de otros. Cuando los
Magos se quedaron en tinieblas al desaparecer la estrella que les había guiado
desde un lugar tan lejano, hacen lo que el sentido común les dicta: interrogar
a quien debía saber dónde había nacido el rey de los judíos. Le preguntan a
Herodes. «Pero los cristianos no tenemos necesidad de preguntar a Herodes o a
los sabios de la tierra. Cristo ha dado a su Iglesia la seguridad de la
doctrina, la corriente de gracia de los Sacramentos; y ha dispuesto que haya
personas para orientar, para conducir, para traer a la memoria constantemente
el camino (...). Por eso, si el Señor permite que nos quedemos a oscuras,
incluso en cosas pequeñas; si sentimos que nuestra fe no es firme, acudamos al
buen pastor (...), al que, dando su vida por los demás, quiere ser, en la
palabra y en la conducta, un alma enamorada: un pecador quizá también, pero que
confía siempre en el perdón y en la misericordia de Cristo»9.
Nadie, de ordinario, puede guiarse a sí mismo sin una
ayuda extraordinaria de Dios. La falta de objetividad con que nos vemos a
nosotros mismos, las pasiones... hacen difícil, quizá imposible, encontrar esos
senderos, a veces pequeños, pero seguros, que nos llevan en la dirección justa.
Por eso, desde muy antiguo, la Iglesia, siempre Madre, aconsejó ese gran medio
de progreso interior que es la dirección espiritual. No esperemos gracias
extraordinarias, en los días corrientes y en aquellos en que más necesitamos
luz y claridad, si no quisiéramos utilizar aquellos medios que el Señor ha
puesto a nuestro alcance. ¡Cuántas veces Jesús espera la sinceridad y la
docilidad del alma para obrar el milagro! Nunca niega el Señor su gracia si
acudimos a Él en la oración y en los medios por los cuales derrama sus gracias.
Santa Teresa, con la humildad de los santos, escribía:
«Había de ser muy continua nuestra oración por estos que nos dan luz. ¿Qué
seríamos sin ellos entre tan grandes tempestades como ahora tiene la Iglesia?»10.
Y San Juan de la Cruz señalaba igualmente: «El que solo quiere estar, sin
arrimo y guía, será como el árbol que está solo y sin dueño en el campo, que
por más fruta que tenga, los viadores se la cogerán y no llegará a sazón.
»El árbol cultivado y guardado con los buenos cuidados
de su dueño, da la fruta en el tiempo que de él se espera.
»El alma sola sin maestro, que tiene virtud, es como
el carbón encendido que está solo; antes se irá enfriando que encendiendo»11.
No dejemos de acudir al Señor, con una oración más
intensa cuanto mayores sean los obstáculos interiores o externos que tratan de
impedir que nos dirijamos a Jesús que pasa a nuestro lado. No dejemos de acudir
a esos medios normales, por los que Él obra milagros tan grandes.
III.
Nuestra intención al acercarnos a la dirección espiritual es la de aprender a
vivir según el querer divino. En el mismo San Pablo, a pesar del inicio
extraordinario de su vocación, Dios quiso después seguir con él el camino
normal, es decir, formarle y transmitirle su voluntad a través de otras
personas. Ananías le impuso las manos y al instante cayeron de sus ojos
una especie de escamas y recobró la vista12.
En quien nos ayuda vemos al mismo Cristo, que enseña,
ilumina, cura y da alimento a nuestra alma para que siga su camino. Sin
este sentido sobrenatural, sin esta fe, la dirección espiritual
quedaría desvirtuada. Se transformaría en algo completamente distinto: un
intercambio de opiniones, quizá. Este medio es una gran ayuda y presta mucha
fortaleza cuando lo que realmente deseamos es averiguar la voluntad de Dios
sobre nosotros e identificarnos con ella. No busquemos en la dirección espiritual
a quien pueda resolver nuestros asuntos temporales; nos ayudará a
santificarlos, nunca a organizarlos ni a resolverlos. No es esa su misión.
La conciencia de que, a través de aquella persona que
cuenta con una gracia particular de Dios, nos acercamos al mismo Cristo,
determinará nuestra confianza, la delicadeza, la sencillez y la sinceridad en
este medio. Bartimeo se acercó a Jesús como quien camina hacia la Luz, a la
Vida, a la Verdad, al Camino. Así nosotros, porque esa persona es un
instrumento del Señor, a través de quien nos comunica gracias semejantes a las
que habríamos obtenido si nos hubiéramos encontrado con Él en los caminos de
Palestina. En la continuidad de la dirección espiritual se va forjando el alma;
y, poco a poco, con derrotas y con victorias, vamos construyendo el edificio
sobrenatural de la santidad: «¿Has visto cómo levantaron aquel edificio de
grandeza imponente? —Un ladrillo, y otro. Miles, Pero, uno a uno. —Y sacos de
cemento, uno a uno. Y sillares, que suponen poco, ante la mole del conjunto. —Y
trozos de hierro. —Y obreros que trabajan, día a día, las mismas horas...
»¿Viste cómo alzaron aquel edificio de grandeza
imponente?... —¡A fuerza de cosas pequeñas!»13.
Un cuadro se pinta pincelada a pincelada, un libro se escribe página a página,
con amor paciente, y una maroma capaz de aguantar grandes pesos está tejida por
un sinfín de hebras finas.
Si llevamos bien este medio de dirección espiritual,
nos sentiremos como Bartimeo, que seguía en el camino a Jesús glorificando
a Dios, lleno de alegría.
1 Lc 18,
35-43. —
2 Cfr. San Gregorio Magno, Homilías
sobre los Evangelios, 1, 2, 2. —
3 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 34. —
4 Mc 10,
46-52. —
5 San
Gregorio Magno, o. c., 1, 2, 3. —
6 Cfr. Ibídem,
1, 2, 4. —
7 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 862. —
8 Cfr. Jn 9,
1 ss. —
9 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 34. —
10 Santa
Teresa, Vida, 13, 10. —
11 San
Juan de la Cruz, Dichos de luz y de amor, Apostolado de la
Prensa, Madrid 1966, pp. 958-964. —
12 Cfr. Hech 9,
17-18. —
13 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 823.
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