Francisco Fernández-Carvajal 08 de marzo de
2020
@hablarcondios
— La conciencia ilumina
toda la vida. Se puede deformar y endurecer.
— La conciencia bien
formada. Doctrina y vida. Ejemplaridad.
— Ser luz para los
demás. Responsabilidad.
I. Si
oís hoy la voz de Dios, no queráis endurecer vuestros corazones1, nos repite la liturgia todos los días de este tiempo
litúrgico. Y cada día, de formas muy diversas, Dios habla al corazón de cada
uno de nosotros.
«Nuestra oración durante la Cuaresma va dirigida a
despertar la conciencia, a sensibilizarla a la voz de Dios. No
endurezcáis el corazón, dice el Salmista. En efecto, la muerte de la
conciencia, su indiferencia en relación al bien y al mal, sus desviaciones son
una gran amenaza para el hombre. Indirectamente son también una amenaza para la
sociedad porque, en último término, de la conciencia humana depende el nivel de
moralidad de la sociedad»2. La conciencia es la luz del alma, de lo más profundo del ser
del hombre, y, si se apaga, el hombre se queda a oscuras y puede cometer todos
los atropellos posibles contra sí mismo y contra los demás.
Antorcha de tu cuerpo son tus ojos3, dice el Señor. Antorcha del alma es la conciencia, y si está
bien formada, ilumina el camino, el camino que termina en Dios, y el hombre
puede avanzar por él. Aunque tropiece y caiga, puede levantarse y seguir
adelante. Quien ha dejado que su sensibilidad interior se «duerma» o «muera»
para las cosas de Dios, se queda sin señales y desorientado. Es la mayor
desgracia que le puede ocurrir a un alma en esta vida. ¡Ay de los que
llaman al mal bien y al bien mal -anuncia el profeta Isaías-, que
de la luz hacen tinieblas y de las tinieblas luz, y truecan lo amargo por dulce
y lo dulce por amargo!4.
Jesús compara la función de la conciencia a la del ojo
en nuestra vida. Si tu ojo está sano, todo tu cuerpo está iluminado,
pero si tu ojo está enfermo, también tu cuerpo queda en tinieblas. Mira, pues,
no sea que la luz que hay en ti sea tinieblas5. Cuando el ojo está sano se ven las cosas tal como son, sin
deformaciones. Un ojo enfermo no ve o deforma la realidad, engaña al propio
sujeto, y la persona puede llegar a pensar que los sucesos y las personas son
como ella los ve con sus ojos enfermos.
Cuando alguien sufre un error en los asuntos de la
vida diaria, por haber hecho una falsa estimación de los datos, ocasiona perjuicio
y molestias, que a veces pueden ser de escasa importancia. Cuando en el error
se ve comprometida la vida eterna, la trascendencia no tiene límites.
La conciencia se puede deformar por no haber puesto
los medios para alcanzar la ciencia debida acerca de la fe, o bien por una mala
voluntad dominada por la soberbia, la sensualidad, la pereza... Cuando el Señor
se queja de que los judíos no reciben su mensaje, afirma la voluntariedad de su
decisión –no quieren creer6– y no pone la causa en una dificultad involuntaria: esta es
más bien consecuencia de su libre negativa: ¿Por qué no entendéis mi
lenguaje? Porque no podéis sufrir mi doctrina7. Las pasiones y la falta de sinceridad con uno mismo pueden
llegar a forzar el entendimiento, para pensar de otra forma más acorde con un
tono de vida o con unos defectos y malos hábitos que no se quieren abandonar.
No hay entonces buena voluntad, el corazón se endurece y se adormece la
conciencia, porque ya no señala la dirección verdadera, la que lleva a Dios; es
como una brújula rota que desorienta a la propia persona, y frecuentemente a
otras muchas. «El hombre que tiene el corazón endurecido y la conciencia
deformada, aunque pueda tener la plenitud de las fuerzas y de las capacidades
físicas, es un enfermo espiritual y es preciso hacer cualquier cosa para
devolverle la salud del alma»8.
La Cuaresma es un tiempo muy oportuno para pedirle al
Señor que nos ayude a formarnos muy bien la conciencia, y para que examinemos
si somos radicalmente sinceros con nosotros mismos, con Dios, y con aquellas
personas que en su nombre tienen la misión de aconsejarnos.
II. La luz que hay
en nosotros no brota de nuestro interior, de la propia subjetividad, sino de
Jesucristo. Yo soy –ha dicho Él– la luz del mundo; el
que me sigue no anda en tinieblas9. Su luz esclarece nuestras conciencias; más aún, nos puede
convertir en luz que ilumine la vida de los demás: vosotros sois la luz
del mundo10. Nos pone el Señor en el mundo a todos los cristianos para
que señalemos con la luz de Cristo el camino a los demás. Lo haremos con
nuestra palabra y, particularmente, a través de nuestro comportamiento en los
deberes profesionales, familiares y sociales. Por esto, debemos conocer muy
bien los límites de nuestras actuaciones con arreglo a la honradez humana y a
la moral de Cristo; ser conscientes del bien que podemos realizar, y hacerlo;
tener clara conciencia de aquello que en la profesión no puede hacer un hombre
de bien y un buen cristiano, y evitarlo; si hemos cometido un error, pedir
perdón, corregirlo, y reparar si hubiese lugar a ello. La madre de familia que
tiene como tarea santificadora su hogar, deberá preguntarse en su oración si es
ejemplar en sus deberes para con Dios, si vive la sobriedad, si domina su
malhumor, si dedica el tiempo necesario a los hijos y a la casa... El
empresario debe considerar con frecuencia si pone todos los medios necesarios
para conocer la doctrina social de la Iglesia, y si se empeña en llevarla a la
práctica en sus negocios, en el mundo de su empresa, si paga los salarios
justos...
La vida cristiana se enriquece al poner en práctica,
en los asuntos diarios, las enseñanzas que el Señor nos hace llegar a través de
su Iglesia. La doctrina cobra así toda su fuerza. Doctrina y vida son
realidades de una conciencia bien formada. Cuando por ignorancia más o menos
culpable se desconoce la doctrina o cuando, conociendo esta, no se lleva a la
práctica, se hace imposible llevar una vida cristiana y avanzar en el camino de
la santidad.
Todos tenemos necesidad de formarnos una conciencia
recta y delicada que entienda con facilidad la voz de Dios en los asuntos de la
vida cotidiana. La ciencia moral debida y el esfuerzo por vivir las virtudes
cristianas (doctrina y vida) son los dos aspectos esenciales de la formación de
la conciencia. En ocasiones, ante situaciones menos claras que se presentan en
nuestra profesión deberemos considerarlas delante de Dios, y cuando sea
necesario recabar el consejo oportuno de aquellas personas que pueden
esclarecer nuestra conciencia, y luego llevar a la práctica las decisiones que
hayamos tomado, con responsabilidad personal. Nadie nos puede sustituir ni
podemos delegar esta responsabilidad.
En el examen general y particular de conciencia
aprendemos a ser sinceros con nosotros mismos, llamando a nuestros errores,
flaquezas y faltas de generosidad por su nombre, sin enmascararlos con falsas
justificaciones o tópicos del ambiente. La conciencia que no quiere reconocer
sus faltas deja al hombre a merced de su propio capricho.
III. Para
el caminante que verdaderamente desea llegar a su destino lo importante es
tener claro el camino. Agradece las señales claras, aunque alguna vez indiquen
un sendero un poco más estrecho y dificultoso, y huirá de los caminos que,
aunque sean anchos y cómodos de andar, no conducen a ninguna parte... o llevan
a un precipicio. Debemos tener el máximo interés en formar bien nuestra
conciencia, pues es la luz que nos hace distinguir el bien del mal, la que nos
lleva a pedir perdón y recuperar la senda del bien si la hubiésemos perdido. La
Iglesia nos proporciona los medios, pero no nos exime del esfuerzo de
aprovecharlos con responsabilidad.
En nuestra oración de hoy podemos preguntarnos:
¿Dedico a mi formación espiritual el tiempo necesario, o me dejo absorber con
frecuencia por las demás cosas que llenan el día? ¿Tengo un plan de lecturas,
visto en la dirección espiritual, que me ayude a progresar en mi formación
espiritual de acuerdo con mi edad y cultura? ¿Soy fiel a las indicaciones del
Magisterio de la Iglesia, sabiendo que en él encuentro la luz de la verdad ante
opiniones contradictorias en materia de fe, de enseñanzas sociales, etcétera,
con las que frecuentemente me encuentro? ¿Procuro conocerlo y darlo a conocer?
¿Lo acato con docilidad y piedad? ¿Rectifico frecuentemente la intención
ofreciendo las obras a Dios, teniendo en cuenta que los hombres tendemos a
buscar el aplauso, la vanidad, la alabanza en lo que hacemos, y que por ahí
entra muchas veces la deformación en la conciencia?
Necesitamos luz y claridad para nosotros y para
quienes están a nuestro lado. Es muy grande nuestra responsabilidad. El
cristiano está puesto por Dios como antorcha que ilumina a otros en su caminar
hacia Dios. Debemos formarnos «de cara a esa avalancha de gente que se nos
vendrá encima, con la pregunta precisa y exigente: —“bueno, ¿qué hay que
hacer?”»11. Los hijos, los parientes, los colegas, los amigos se fijan
en nuestro comportamiento y hemos de llevarlos a Dios. Y para que el guía de
ciegos no sea también ciego12 no basta saber como de oídas, por referencias; para
llevar a nuestros parientes y amigos a Dios no basta un conocimiento vago y
superficial del camino; es necesario andarlo... Esto es: tener trato con el
Señor, ir conociendo cada vez con más profundidad su doctrina, tener una lucha
concreta contra nuestros defectos. En una palabra: ir por delante en la lucha
interior y en el ejemplo. Ser ejemplares en la profesión, en la familia...
«Quien tiene la misión de decir cosas grandes –dice San Gregorio Magno–, está
obligado igualmente a practicarlas»13. Y solo si las practica será eficaz lo que diga.
Jesucristo, cuando quiso enseñar a los discípulos cómo
habían de practicar el espíritu de servicio unos con otros, se ciñó él mismo
una toalla y les lavó los pies14. Eso debemos hacer nosotros: dar a conocer a Cristo siendo
ejemplares en los quehaceres diarios, convertir en vida la doctrina del Señor.
1 Liturgia
de las horas. Invitatorio para la Cuaresma, Sal 94, 8. —
2 Juan
Pablo II, Angelus 15-III-1981. —
3 Mt 11,
34. —
4 Is 5,
20-21. —
5 Lc 11,
34-35. —
6 Cfr. Lc 13,
34; Jn 10, 38. —
7 Jn 8,
43. —
8 Juan
Pablo II, Ibídem. —
9 Jn 8,
12. —
10 Mt 5,
14. —
11 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 221. —
12 Cfr. Mt 15,
14. —
13 San
Gregorio Magno, Regla pastoral, 2, 3. —
14 Cfr. Jn 13,
15.
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