Francisco Fernández-Carvajal 04 de marzo de
2020
@hablarcondios
— Pedir y agradecer,
dos formas de relacionarnos con Dios. Dos modos de oración muy gratos al Señor.
Rectitud de intención al pedir.
— Humildad y
perseverancia en la petición.
— El Señor siempre nos
atiende. Buscar también la intercesión de la Virgen, nuestra Madre, y del Ángel
Custodio.
I. Pedid
y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá; porque todo el que
pide, recibe; y el que busca, encuentra; y a quien llama se le abrirá1.
Pasamos una buena parte de nuestra vida pidiendo cosas
a otras personas que tienen más, o que tienen unos conocimientos superiores a
los nuestros. Pedimos, porque somos gente necesitada. Y es, en muchas
ocasiones, la única posibilidad de relacionarnos con los demás. Si no
pidiéramos nunca nada, terminaríamos en una especie de vacío y de falsa y
empobrecida autosuficiencia. Pedir y dar; eso es la mayor parte de nuestra vida
y de nuestro ser. Al pedir nos reconocemos necesitados. Al dar podemos ser
conscientes de la riqueza sin término que Dios ha puesto en nuestro corazón.
Lo mismo nos ocurre con Dios. Gran parte de nuestras
relaciones con Él están definidas por la petición; el resto, por el
agradecimiento. Al pedir nos manifestamos en nuestra radical insuficiencia.
Pedir nos hace humildes; además, damos a nuestro Dios la oportunidad de
mostrarse como Padre. Conocemos así el amor que Dios nos tiene. Pues,
¿quién hay entre vosotros a quien si el hijo le pide pan le dé una piedra?...
¿Cuánto más vuestro Padre que está en los Cielos dará cosas buenas a quienes le
pidan?2.
No pedimos con egoísmo, ni llenos de soberbia, ni con
avaricia, ni por envidia. Si nuestra petición es, por ejemplo, la ayuda en unos
exámenes, un favor material, sanar de una enfermedad, etc., debemos examinar en
la presencia de Dios los verdaderos motivos de esa petición. Le preguntaremos
en la intimidad de nuestra alma si eso que hemos solicitado nos ayudará a
amarle más y a cumplir mejor su Voluntad. En muchas ocasiones nos daremos
enseguida cuenta de la poca entidad de ese asunto que nos parecía de vida o
muerte, y nos haremos cargo de que aquello que deseábamos desesperadamente no
era tan importante. Sabremos enderezar nuestra voluntad con la Voluntad de Dios
y, entonces, va mucho mejor encaminada nuestra petición.
Podemos pedir al Señor que nos sane pronto de una
enfermedad; pero también debemos pedir juntamente que, si esto no sucede porque
sus planes son otros –planes misteriosos y desconocidos para nosotros, pero que
vienen de un Padre–, nos conceda entonces la gracia necesaria para llevar con
paciencia esos dolores, y la sabiduría para sacar de esa enfermedad grandes
frutos que benefician a nuestra alma y a toda la Iglesia.
La primera condición de toda petición eficaz es
conformar primero nuestra voluntad a la Voluntad de Dios, que en ocasiones
quiere o permite cosas y acontecimientos que nosotros no queremos ni
entendemos, pero que terminarán siendo de grandísimo provecho para nosotros y
para los demás. Cada vez que hacemos ese acto de identificación de nuestro
querer con el de Dios, hemos dado un paso muy importante en la virtud de la
humildad.
Existen innumerables bienes que el Señor espera que le
pidamos para que se nos concedan. Bienes espirituales y materiales; ordenados
todos a nuestra salvación y a la del prójimo. «¿No convendréis conmigo en que,
si no alcanzamos lo que pedimos a Dios, es porque no oramos con fe, con el
corazón bastante puro, con una confianza bastante grande, o porque no
perseveramos en la oración como debiéramos? Jamás Dios ha denegado ni denegará
nada a los que le piden sus gracias debidamente»3.
II. Siempre
procuramos ir a la oración con la confianza de hijos. Y entonces buscamos
identificar nuestra voluntad con la de nuestro Padre Dios: no se haga
mi voluntad, sino la tuya4,
podríamos añadir después de cada petición. Porque no queremos afirmar nuestro
proyecto de vida sino, ante todo, cumplir la Voluntad de Dios. El Evangelio nos
presenta muchos casos de esta oración filial, humilde y perseverante. San Mateo
narra5 la petición de una mujer que puede servir de ejemplo para
todos nosotros. Llegó Jesús a la región de Tiro y Sidón, tierra de
gentiles. Debía ir buscando en esos lugares algún descanso para sus Apóstoles,
ya que no lo pudo encontrar en la región desértica de Betsaida; quiere pasar
unos días a solas con ellos.
Mientras caminaban, se les acercó una mujer, con una
insistente petición. Y a pesar de su perseverancia en el ruego, Jesús guarda
silencio: Pero Él no contestó palabra, dice el Evangelista.
Los discípulos le dicen que la atienda, para que se
vaya. No hace más que molestar con su insistencia. Pero Jesús pensaba de otro
modo. Después de un rato, sale de su silencio y, lleno de ternura al ver su
humildad, la atiende. Le explica el plan divino de la salvación: No he
sido enviado más que a las ovejas perdidas de la casa de Israel. Era el
plan divino desde la eternidad. Él redimiría con su Vida y su Muerte en la Cruz
a todos los hombres, pero la evangelización comenzará por Israel; luego los
apóstoles de todos los tiempos la llevarán hasta el fin de la tierra6,
a todos los hombres.
Pero esta mujer cananea, que acaso ni comprendió el
plan divino, no se desanima ante su respuesta: Mas ella, acercándose,
se postró ante Él, diciendo: ¡Señor, socórreme! Sabe lo que quiere y
sabe que puede conseguirlo de Jesús.
El Señor le explica de nuevo, con una parábola, lo
mismo que acaba de decirle poco antes: No es bueno tomar el pan de los
hijos y arrojarlo a los perrillos. Los «hijos» eran el pueblo de Israel7,
al que ella no pertenece. Muy pronto llegará también la hora de los gentiles.
Pero la mujer no cede en su empeño. Su fe se acrecienta
y se desborda. Y ella se introduce en la parábola, con gran
humildad, como un personaje más: Verdad, Señor, pero también los
perrillos comen de las migajas que caen de la mesa de sus amos.
Tanta fe, tanta humildad, tanta constancia, hacen
exclamar al Señor: ¡Oh mujer, grande es tu fe! Y, con un tono
entre solemne y lleno de condescendencia, añade: Hágase conforme tú lo
deseas.
El Evangelista tendrá buen cuidado en anotar: Y
a la misma hora su hija quedó curada. Para este milagro excepcional fueron
necesarias también una fe, una humildad y una constancia excepcionales.
Jesús nos oye siempre: también cuando parece que
calla. Quizá es entonces cuando más atentamente nos escucha. Quizá está
provocando –con este aparente silencio– que se den en nosotros las condiciones
necesarias para que el milagro se realice: que le pidamos confiadamente, sin
desánimo, con fe.
Cuántas veces nuestra oración, ante necesidades
perentorias, será la misma: ¡Señor, socórreme! ¡Qué estupenda
jaculatoria para tantas necesidades –sobre todo del alma– que nos son tan
urgentes!
Pero no basta pedir; hay que hacerlo con
perseverancia, como esa mujer, sin cansarnos, para que la constancia alcance lo
que no pueden nuestros méritos. Mucho vale la oración perseverante del
justo8. Dios ha previsto todas las gracias y ayudas que necesitamos,
pero también ha previsto nuestra oración.
Pedid y se os dará... llamad y se os abrirá. Y recordamos ahora nuestras muchas necesidades
personales y las de aquellas personas que viven cerca de nosotros. No nos
abandona el Señor.
III. Si
alguna vez no se nos concedió algo que pedimos confiadamente es que no nos
convenía: «bien mira por ti quien no te da, cuando le pides lo que no te
conviene»9. ¡Él sí que sabe lo que nos conviene! Esta oración que hicimos
con tanta insistencia quizá, habría sido eficaz para otros bienes, o para otra
ocasión más necesaria. ¡Nuestro Padre Dios la encaminó bien!: «Siempre da más
de lo que le pedimos»10.
Siempre.
Para que nuestra petición sea atendida con más
prontitud, podemos solicitar las oraciones de otras personas cercanas a Dios,
como hizo aquel Centurión de Cafarnaún: le envió algunos ancianos de los judíos
a suplicarle que viniese a curar a su criado. Estos amigos cumplieron bien su
cometido: fueron a Jesús, y rogaron con gran insistencia que
condescendiese: Es un sujeto –le decían– que merece
que le hagas este favor...11.
El Señor atendió sus ruegos.
A la hora de pedir oraciones nos puede ser útil
recordar que «después de la oración del Sacerdote y de las vírgenes
consagradas, la oración más grata a Dios es la de los niños y la de los
enfermos»12.
También pediremos a nuestro Ángel Custodio que
interceda por nosotros y presente nuestra petición al Señor, pues «el ángel
particular de cada cual, aun de los más insignificantes dentro de la
Iglesia, por estar contemplando siempre el rostro de Dios que está en
los cielos, viendo la divinidad de nuestro Creador, une su oración a la
nuestra y colabora en cuanto le es posible en favor de lo que pedimos»13.
Tenemos además un camino, que la Iglesia nos ha
enseñado desde siempre, para que nuestras peticiones lleguen con prontitud ante
la presencia de Dios. Este camino es la mediación de María, Madre de Dios y
Madre nuestra. A Ella acudimos ahora y siempre: «Acordaos, ¡oh piadosísima
Virgen María!, que jamás se ha oído decir que ninguno de los que han acudido a
vuestra protección, implorado vuestra asistencia y reclamado vuestro socorro,
haya sido abandonado de Vos. Animado con esta confianza, a Vos también
acudo...»14.
1 Evangelio
de la Misa, Mt 7, 7-12. —
2 Mt 7,
9 y 11. —
3 Santo
Cura de Ars, Sermón sobre la oración. —
4 Lc 22,
42. —
5 Mt 15,
21-28. —
6 Hech 1,
8. —
7 Cfr. Ex 4,
23; Is 1, 2; Jer 31, 20; Os 11,
1; etc. —
8 Sant 5,
17. —
9 San
Agustín, Sermón 126. —
10 Santa
Teresa, Camino de perfección, 37. —
11 Lc 7,
3-4. —
12 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 98. —
13 Orígenes, Trat.
sobre la oración, 10. —
14 Oración
«Acordaos» de San Bernardo.
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