Por Ángel Oropeza
En estos tiempos de
webinar y conferencias digitales, cuando las personas buscan inteligentemente
compensar las limitaciones de movilización y de encuentros presenciales para
mantenerse informada y en contacto, hay temas que aparecen con explicable
frecuencia en muchos de estos foros. Uno de ellos gira en torno a cierto tipo
de preguntas que se repiten constantemente, y que son originadas por la
legítima y justificada angustia de todos quienes queremos superar la ya larga
tragedia cotidiana que nos azota y recrudece: ¿qué puede hacer el venezolano
frente a tanta adversidad? ¿Cómo enfrentamos esta terrible realidad? ¿Qué
cambios personales debe implementar el venezolano para sobrevivir y escapar de
esta catástrofe?
Es cierto que los
especialistas en salud mental y los científicos de la conducta debemos proveer
siempre instrumentos y estrategias a las personas para ayudarles a soportar el
embate continuo de una realidad lacerante, y a contribuir con herramientas
eficaces a su lucha contra un entorno tan nocivo como hostil. Pero estas herramientas
–muy necesarias y útiles por lo demás– están diseñadas para fortalecer a la
persona, a su familia o a su grupo, para ayudarla a sortear la tempestad
y a intentar no morir ahogado por ella. Pero van dirigidas a los síntomas
provocados por la crisis, no a sus causas.
La observación es
importante, porque preguntas como las mencionadas arriba pueden ser evidencia
involuntaria de una trampa de consecuencias indeseables, como lo es el pensar
que la solución a la crisis que vivimos está en el venezolano, es decir,
“dentro” de él, y que la salida a la tragedia nacional consiste en aplicar
“recetas” sobre cómo cambiar al venezolano y convertirlo en alguien distinto.
Lo cierto es que la
causa del descomunal descalabro que sufre Venezuela –no conocido en la historia
reciente del planeta según organismos internacionales– no está en el
venezolano. La causa está en la aplicación forzosa, a juro y por las
malas, de un modelo político-económico de dominación basado en la explotación
de la mayoría de la población para beneficio financiero y de poder de una
minoría privilegiada. En todos los países donde este modelo ha sido
aplicado, los resultados son los mismos, en términos de decrecimiento
económico, pobreza generalizada, involución y atraso.
Es posible discutir
–como lo es en cualquier parte del mundo– sobre los cambios necesarios en
nuestra cultura política y ciudadana para hacerla más adulta, más responsable y
más acorde con una deseable convivencia democrática. De hecho, en nuestra
cultura política coexisten de manera aparentemente paradójica elementos
psicológicos y actitudinales que se han constituido lamentablemente en suelo
fértil para la instauración en nuestra historia de modelos de dominación
autoritarios, junto con otros altamente positivos que se constituyen en
auténticas “reservas culturales” que se resisten a los proyectos de sujeción y
dominio. Precisamente la labor de los opresores es y ha sido alimentar y
reforzar los primeros, conscientes como están de su enorme poder castrador
sobre el pueblo, mientras que las tareas de liberación popular, por el
contrario, incluyen promover y potenciar los segundos. Pero de allí
a poner el acento originario de la crisis en nosotros mismos, no solo es
demostrablemente erróneo, sino la mejor forma de exculpar a los verdaderos
causantes de esta hecatombe. El venezolano es la víctima, no el victimario.
Por ello, si bien hay
que reconocer la validez y utilidad del necesario trabajo personal, familiar y
grupal para enfrentar las consecuencias de la crisis, es importante
insistir que para acabar con ella, hay que apuntar a las causas y no solo a las
consecuencias.
En este sentido, cada
vez que me preguntan sobre indicaciones o “recetas” para los venezolanos de
esta hora sobre qué hacer ante la crisis –más allá del excesivo reduccionismo
que supone tal interrogante– insisto en tres tareas que tenemos por delante.
La primera, que los
venezolanos todos comprendamos el origen social y político de las penurias que
sufrimos. De nuevo, nada de lo que actualmente padecemos es producto del azar,
de algún factor externo imaginario ni mucho menos culpa de los propios
venezolanos. Los responsables de esta crisis tienen nombre y apellido, los
vemos siempre en los medios intentando dar órdenes, mientras se aferran al
poder para salvaguardar sus ingentes fortunas y privilegios. No se trata de
cambiar al venezolano. La crisis se resuelve cambiándolos a ellos.
La segunda tarea es
convencernos de que la solución a esta tragedia no es individual sino social.
Si nuestra actual situación es de origen y naturaleza esencialmente política,
hasta que no ocurra un cambio en esta esfera de la realidad, la situación
económica y social de las familias venezolanas seguirá agravándose. Por más que
quieran y lo intenten, las personas solas no podrán resolver los problemas que
actualmente padecen, si no hay una acción colectiva para empujar y presionar
por un cambio político.
Y, finalmente, es
indispensable hacer el esfuerzo de organizarnos socialmente para hacer presión.
Si no presionamos todos por un cambio político, cada uno desde su
especificidad, espacio o sector, y nos organizamos con otros para hacerlo,
estamos irremediablemente condenados a ser más pobres, a tener cada vez más
hambre, tendremos cada vez menos cómo atender a nuestros hijos y ancianos, cómo
cuidar a nuestras familias, y estaremos cada día más expuestos al hampa o a
sufrir una muerte violenta, nosotros o alguno de nuestra familia.
El escapismo individual
no resolverá nunca la crisis. Tampoco el culpar erróneamente a quienes no son
sus responsables, ni el apuntar solo a sus consecuencias. Este drama doloroso
tiene sus causas muy concretas. Son ellas hacia donde debemos dirigirnos.
30-07-20
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