Por Teodoro Petkoff
Este texto fue
publicado el 6 de diciembre de 2013, un día después de la muerte del líder
sudafricano. Hoy 18 de julio cuando el exmandatario y símbolos de la lucha
por la justicia estaría de aniversario, replicamos este editorial que recoge
parte de su legado
Suena a lugar común
decir que Nelson Mandela – Madiba, como cariñosamente lo llamaba su pueblo – no
ha muerto. Sin embargo, es cierto: Mandela no ha muerto. Fue de esos seres
humanos que aun desaparecidos físicamente continúan y continuarán vivos porque
dejaron de pertenecerse a sí mismos para transformarse en patrimonio común de
la humanidad entera. Sus veintiocho años de prisión terminaron por hacer de él
uno de los más poderosos símbolos planetarios de la lucha por la justicia, por
la igualdad, por la democracia, en fin.
Desde su estrecha celda
en Robben Island, Mandela hizo de su condición de político militante una
formidable fuerza moral, que inspiró no sólo a su propio pueblo sino a millones
de personas en el mundo entero. Puesto que envejeció en la cárcel, su imagen,
cuando salió de prisión, esa de un anciano amable y digno, fue la que el mundo
conoció y admiró.
Pero Mandela no era un
santón; fue, en realidad uno de los más grandes luchadores políticos del siglo
XX. De hecho, su lucha contra el apartheid comenzó con las armas en la mano,
pero la reflexión, esa que hizo de él un sabio, lo convenció de que aquella
discriminación oprobiosa de la que su pueblo era víctima en Sudáfrica, era tan
absolutamente inmoral -al mismo tiempo que poderosamente armada – que sólo
oponiéndole una fuerza moral superior podría vencérsela.
Mandela, a quien la
prisión no amargó, pero que habría tenido todas las razones del mundo para
dejarse arrastrar por el rencor y la venganza, comprendió – e hizo comprender a
su pueblo – que la libertad sólo podría llegar por el peso de su fuerza moral.
Por la imposición pacífica de esa fuerza moral. Eso fue lo que le dio Nelson
Mandela a la lucha contra el apartheid. Por eso vencieron, él y su pueblo.
18-07-20
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