Francisco Fernández-Carvajal 29 de julio de
2020
@hablarcondios
— Dios vive en medio de
nosotros.
— Presencia de Cristo
en el Sagrario.
— El culto y la
devoción a Jesús Sacramentado. El himno Adoro te devote.
I. A lo largo del
Antiguo Testamento había revelado Dios la intención de habitar perennemente
entre los hombres. La llamada Tienda de la reunión fue como el
primer templo de Dios en el desierto, y allí se posaba una nube que era símbolo
de la gloria de Dios y de su presencia: Entonces la nube cubrió la
tienda del encuentro y la gloria del Señor llenó el santuario1. Esta nube era el signo de la presencia divina2.
Más tarde, el Templo de Jerusalén sería el lugar en el
que los israelitas encontraban a Dios3; el lugar que añoraban en el destierro, recordando cuando iban
a la casa de Dios con cantos de alegría y de alabanza: ¡Qué deseables
son tus moradas, // Señor de los ejércitos! // Mi alma se consume y anhela los
atrios del Señor, mi corazón y mi carne exultan por el Dios vivo4. Estar lejos del suntuario era estar privados de toda
felicidad verdadera: Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo; ¿cuándo
iré a ver el rostro de Dios?5.
Llegada la plenitud de los tiempos, el Verbo se hizo
carne. En el momento de la Encarnación el poder del Altísimo cubre con su
sombra a Nuestra Señora6; es la expresión de la omnipotencia de Dios. Y después de
descender el Espíritu Santo sobre María, la Virgen queda constituida en el
nuevo Tabernáculo de Dios: el Verbo de Dios habitó entre nosotros7. La palabra griega que emplea San Juan correspondiente a habitar «significa
etimológicamente “plantar la tienda de campaña” y, de ahí, habitar en un lugar.
El lector atento de la Escritura recuerda espontáneamente el tabernáculo de los
tiempos de la salida de Egipto, en el que Yahvé mostraba su presencia en medio
del pueblo de Israel mediante ciertos signos de su gloria, como la nube posada
sobre la tienda. En multitud de pasajes del Antiguo Testamento se anuncia que
Dios habitará en medio del pueblo (cfr. p. ej. Jer 7,
3). A las señales de la presencia de Dios primero en la Tienda del santuario
peregrinante en el desierto y después en el Templo de Jerusalén, sigue la
prodigiosa presencia de Dios entre nosotros: Jesús, perfecto Dios y perfecto
hombre, en quien se cumple la antigua promesa más allá de lo que los hombres
podían esperar. También la promesa hecha por medio de Isaías acerca del Enmanuel o
“Dios con nosotros” (Is 7, 14) se cumple plenamente en este habitar
del Hijo de Dios Encarnado entre los hombres»8. Desde entonces podemos decir con total exactitud que Dios
vive entre nosotros. Cada día podemos estar junto a Él en una cercanía como
jamás hombre alguno pudo soñar. ¡Qué cerca estamos del Señor! ¡Dios está con
nosotros!
II. Desde el momento
de la Encarnación podemos decir con sentido propio que Dios está con
nosotros, con una presencia personal, real, y de una manera que es exclusiva de
Jesucristo: Jesucristo, verdadero Hombre y verdadero Dios, tiene con nosotros
una cercanía y proximidad mayor que cualquier otra que se pueda pensar. Jesús
es Dios-con-nosotros. Antes, los israelitas decían que Dios estaba
con ellos; ahora, lo podemos decir de modo exacto, como cuando afirmamos que
algo que apreciamos con los sentidos está más cerca o más lejos de donde nos
encontramos. En Palestina, Cristo caminaba, se acercaba a una ciudad, salía
para predicar en otros lugares... Cuando acabó estas parábolas, partió
de allí9, leemos en el Evangelio de la Misa. Y Dios abandonó aquel
lugar para encontrarse con otras gentes. El sacerdote, cuando consagra en la
Santa Misa, nos trae a Cristo, Dios y Hombre, al altar donde antes no estaba
con su Santísima Humanidad. Es una presencia especial, que solo se
da en la Eucaristía y que se continúa, mientras duren las especies, en el
Sagrario, el Tabernáculo de la Nueva Alianza; esta presencia afecta de modo
directo al Cuerpo de Cristo e indirectamente a las Tres Personas Divinas de la
Trinidad Beatísima: al Verbo, por la unión con la Humanidad de Cristo, y al
Padre y al Espíritu Santo, por la mutua inmanencia de las Personas divinas10. En el Sagrario está Cristo realmente presente, con su
Cuerpo, con su Sangre, con su Alma y con su Divinidad. Es literalmente adecuado
decir: «Dios está aquí», cerca de mí: creo, Señor, firmemente que estás ahí,
que me ves, que me oyes...
El Magisterio de la Iglesia, saliendo al paso de
diversos errores, ha recordado y precisado el alcance de esta presencia
eucarística: es una presencia real, es decir, ni simbólica ni
meramente significada o insinuada por una imagen; verdadera, no
ficticia, ni meramente mental o puesta por la fe o la buena voluntad de quien
contempla las sagradas especies; y sustancial, porque, por el poder
de Dios que tienen las palabras del sacerdote en el momento de la Consagración,
se convierte toda la sustancia del pan en el Cuerpo del Señor y toda la
sustancia del vino en su Sangre. Así, el Cuerpo y la Sangre adorables de Cristo
Jesús están sustancialmente presentes, y «en la realidad misma,
independientemente de nuestro espíritu, el pan y el vino han dejado de existir
después de la Consagración»11; «realizada la transubstanciación, las especies de pan y de
vino (...) contienen una nueva “realidad”, que con razón llamamos ontológica,
porque bajo dichas especies ya no existe lo que había antes, sino una cosa
completamente diversa (...), y esto no únicamente por el juicio de fe de la
Iglesia, sino por la realidad objetiva»12.
Jesús está presente en nuestros Sagrarios con
independencia de que muchos o pocos se beneficien de su presencia inefable. Él
está allí, con su Cuerpo, con su Sangre, con su Alma, con su Divinidad. Dios
hecho Hombre; no cabe mayor proximidad. La Iglesia posee en su seno al Autor de
toda gracia, a la causa perenne de nuestra santificación. De alguna manera
podemos decir que la presencia eucarística de Cristo es la prolongación
sacramental de la Encarnación.
Desde el Sagrario Jesús nos invita a que allí
confluyan nuestros afectos, nuestras peticiones. En la visita al
Santísimo y en los actos de culto a la Sagrada Eucaristía agradecemos
este don, del que a veces no somos del todo conscientes. Allí vamos a buscar
fuerzas, a decirle a Jesús lo mucho que le echamos de menos, lo mucho que le
necesitamos, pues «la Eucaristía es conservada en los templos y oratorios como
el centro espiritual de la comunidad religiosa o parroquial; más aún, de la
Iglesia universal y de toda la humanidad, puesto que bajo el velo de las
sagradas especies contiene a Cristo cabeza invisible de la Iglesia, Redentor
del mundo, centro de todos los corazones, por quien son todas las cosas
y nosotros con Él (1 Cor 8, 6)»13.
III. Ha
sido constante la práctica de la Iglesia de adorar a Cristo presente en el
Tabernáculo. Si los israelitas tenían tanta reverencia por aquella Tienda
del encuentro en el desierto, y más tarde por el Templo de Jerusalén,
que eran figuras anticipadoras o imágenes de la realidad, ¿cómo no vamos
nosotros a honrar a Cristo, que se ha quedado con nosotros para siempre en el
Sagrario? En los primeros siglos de la Iglesia, la razón principal para guardar
las Sagradas Especies era prestar asistencia a aquellos que se veían impedidos
para asistir a la Santa Misa, especialmente los enfermos y moribundos, y los
encarcelados a causa de la fe. El Sacramento del Señor era llevado con unción y
fervor para que también ellos pudieran comulgar. Más tarde, la fe viva en la
presencia de Cristo llevó no solamente a visitar con frecuencia el lugar donde
se reservaba, sino que originó el culto al Santísimo Sacramento. La autoridad
de la Iglesia lo ha ratificado y enriquecido constantemente: «los cristianos
–declaraba el Concilio de Trento– tributan a este Santísimo Sacramento, al
adorarlo, el culto de latría que se debe al Dios verdadero, según la costumbre
siempre aceptada de la Iglesia católica»14.
En el siglo xiii, Santo Tomás compuso un himno
eucarístico que, de una manera fiel y piadosa, contiene la fe de la Iglesia.
Nosotros podemos hacerlo nuestro en muchas ocasiones para alimentar nuestra
piedad y honrar a Jesús Sacramentado: Adoro te devote latens deitas...
Te adoro con devoción, Dios escondido, oculto verdaderamente bajo estas
apariencias. A ti se somete mi corazón por completo, y se rinde totalmente al
contemplarte; acato con humildad y agradecimiento –deslumbrado ante el
poder de Dios, pasmado por su misericordia– todo lo que nos enseña la fe. Dios
mismo se entrega, inerme, en nuestras manos: ¡qué gran lección para mi
soberbia! Y, con la confianza que se acrecienta al tenerle ahí, tan cerca,
pedimos al Señor su gracia para someter nuestro yo a su Voluntad...
Junto al Sagrario aprendemos a amar; allí encontramos
las fuerzas necesarias para ser fieles, el consuelo en momentos de dolor. Él
nos espera siempre y se alegra cuando estamos –aunque sea un tiempo corto–
junto a Él. En el Sagrario Jesús espera a los hombres maltratados tantas veces
por las asperezas de la vida, y los conforta con el calor de su comprensión y
de su amor. Junto al Sagrario cobran diariamente su más plena actualidad
aquellas palabras del Señor: Venid a Mí, todos los que andáis fatigados
y cargados, que Yo os aliviaré15. No dejemos de visitarlo. Él nos espera, y son muchos los
bienes que nos tiene reservados.
1 Primera
lectura. Año I. Ex 40, 34. —
2 Cfr. Num 12, 5; I Rey 8,
10-11. —
3 Cfr. Is 1, 12, Ex 23,
15-17. —
5 Sal 42,
3. —
6 Cfr. Lc 1,
35. —
7 Jn 1,
14. —
8 Sagrada
Biblia, Santos Evangelios, EUNSA, Pamplona 1983, p. 1146.
—
9 Mt 13,
53. —
10 Cfr. Conc.
de Trento, Decr. De Sanctissima Eucharistia, cap 11.
—
11 Pablo
VI, Credo del Pueblo de Dios, 25. —
12 ídem, Enc Mysterium fidei,
3-IX-1965. —
13 Ibídem,
69. —
14 Conc.
de Trento, Sesión XIII, cap. 5; Dz 1643.
—
15 Mt 11,
28.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico