Por Piero Trepiccione
Henry Kissinger, junto a un
reducido equipo del Departamento de Estado norteamericano, trabajó durante
muchos meses en completo secreto el restablecimiento de las relaciones
diplomáticas entre los EEUU y la China comunista gobernada por Mao Tse Tung.
Logró algo que muchos
pensaron que era imposible y se constituyó en una “particular” jugada
geopolítica que terminó beneficiando a ambos actores con el paso de los años.
Con Deng Xiaoping, heredero de Mao, pero con una visión mucho más pragmática en
relación a la economía y su célebre frase que se convirtió en política de
Estado: “Un país, dos sistemas”. Así, la relación entre la mayor potencia
del hemisferio occidental y el gigante asiático, que comenzaba a aflorar, se
fue orquestando sobre el beneficio mutuo.
Durante varias décadas a
partir de los setenta, China comenzó a recibir mucha inversión de parte de las
grandes corporaciones estadounidenses y europeas. Se aprovecharon de la enorme
estabilidad que les garantizaba el régimen absolutamente centralizado de Beijing.
Más el elemento clave de una obra de mano extremadamente “barata”, casi en
términos de neo-esclavitud, que generó una migración masiva de las grandes
factorías a Hong Kong y al territorio continental chino.
Este formato continuó en
esos términos. No importaban las duras críticas que las organizaciones de
derechos humanos e inclusive, muchos Estados pertenecientes a la ONU, le hacían
al gobierno chino por las duras restricciones a su población. En esta etapa
importó más el pragmatismo económico.
China logró convertirse en
el gran acreedor de los Estados Unidos. Por tanto, el estatus de la relación
diplomática, aunque muchas veces con diferencias importantes, se limitaba a un
pragmatismo saludable para ambas partes.
A los chinos les interesó
por varias décadas llevar adelante una diplomacia de discreción que limitaba su
accionar internacional más bien a fortalecer alianzas comerciales y aumentar el
tamaño de la inversión recibida. Evitó por todos los medios asumir posiciones
hostiles o de enfrentamiento directo con los EEUU o cualquier otro Estado
occidental que perturbara sus aciertos económicos. Apostó con mucho, al largo
plazo basándose, no en el ajedrez geopolítico global sino en el tradicional
“go”, juego oriental con una visión más amplia en la estrategia.
Fue así como ganó espacios
comerciales, económicos, geopolíticos y últimamente, políticos. Los chinos,
tradicionalmente temerosos y desconfiados de los rusos, ahora con su superávit
económico, han creado una dependencia del Kremlin a sus intereses que ha
fortalecido el eje Beijing-Moscú para jugar duro en la política
internacional.
Primero con el conflicto
político interno de Venezuela, allí China se inauguró en su etapa más agresiva
en su diplomacia de expansión geopolítica asumiendo posiciones directas y por
mampuesto, con los rusos en contra de Washington. Luego sus vínculos con
Nicaragua y Argentina y el crecimiento de su relación comercial con Brasil,
Chile, Perú y Centroamérica dio pie para amalgamar influencia extra
continental.
En materia comunicacional,
aprovecharon la experiencia rusa para inyectar dinero fresco y expandir una
visión geopolítica global distinta a la norteamericana. Luego vino el conflicto
por los aranceles y demás dificultades en el orden mundial. Y la guinda
del asunto, lo ha puesto la aparición de la COVID-19.
Tanto en lo logístico como
en el abordaje de la pandemia, se ha inaugurado abiertamente la confrontación chino-estadounidense. Desde espionaje
pasando por la guerra de las vacunas y terminando en medidas directas de
carácter diplomático nos parecen augurar una nueva era de la post pandemia
donde la bipolaridad del mundo se reinaugura entre el este y el oeste.
Ya China nos está mostrando
otro estadio de influencia geopolítica, quiere hacerse más fuerte para
desplazar a otras fuerzas más tradicionales en el concierto internacional de
naciones. ¿Será la diplomacia de la post pandemia más dura y compleja que
la actual? En poco tiempo creo que lo comenzaremos a ver.
26-07-20
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