Michael Khayan 29 de julio de 2020
Cuenta
el novio aquí cómo sucedió este evento virtual en cinco continentes, que
desafía estereotipos y muestra lo sabrosa y rica que es la multiculturalidad
Es
el 18 de junio de 2020. Una boda se celebra en el Central Park de Nueva York.
La novia es ciudadana china; el novio tiene tres nacionalidades:
estadounidense, española y venezolana. La boda es oficiada físicamente por un
amigo de la pareja, de origen haitiano e italiano, y virtualmente por un
asambleísta de la legislatura neoyorquina. La ceremonia es transmitida en vivo
a casi cien amigos y familiares en cinco continentes. Los invitados
australianos, neozelandeses, chinos y japoneses agradecieron particularmente
poder participar de manera virtual. Un invitado, en la ciudad Italiana de
Bologna, dijo que fue la mejor boda a la que había “ido” en su vida: eficiente,
sincera y cómica.
Es
mi boda, y me enorgullece que sea tan multicultural, algo directamente
relacionado con mi orgullo de ser venezolano. Mi esposa, Sabrina Lou, también
se enorgullece de ser china. La cena de la noche de nuestro compromiso parecía
una reunión de la ONU, y la sala virtual de nuestra boda era una ONU extendida
a todo nuestro sistema solar afectivo: solo nos faltaron los marcianos.
El multiculturalismo de nosotros mismos como venezolanos
estuvo presente a lo largo de los últimos meses que yo y mi familia pasamos en
Venezuela, apoyándonos durante lo peor de la pesadilla que vivimos durante ese
tiempo. Nos mudamos a Nueva York en 2003, después de que mi papá fuera
despedido de Pdvsa por participar en la huelga petrolera. No tenemos muchos
buenos recuerdos de ese momento: le robaron la pensión y lo pusieron en una
lista negra. Aun así, recuerdo los almuerzos de los domingos en el Lai King en
Caracas, cuando ni me imaginaba que me casaría con alguien que sabe cómo
cocinar mis platos favoritos de ese restaurante. Recuerdo también que mi vecino
italiano, Alessandro, me llamó durante mi última noche en nuestro apartamento.
Yo estaba casi dormido y él hizo que me levantara para ir a jugar Playstation.
Las lágrimas nos empapaban las caras mientras jugábamos.
De joven, yo consideraba que la vida era mejor cuando
se disfrutaba con gente que es diferente a uno. Para mí la diversidad es
esencial a la hora de comer, de escuchar cosas, de comprender todo. Cuando
pienso en Venezuela, pienso en un país moldeado por sus ancestros indígenas y
una ola tras otra de inmigración durante más de cinco siglos. Yo mismo soy
una consecuencia de la multiculturalidad venezolana: mi
familia paterna es de origen armenio, pero llegó a Venezuela desde el Líbano;
mi familia materna es de origen austríaco y español. Aquí en Estados Unidos,
donde volvimos a ser inmigrantes, siento que pertenezco tanto a la antigua y
abundante diáspora de los armenios como a la más reciente de nosotros, los
venezolanos.
Sabrina nació y creció en China, y llevaba cuatro años
viviendo en Nueva York cuando nos conocimos. Su experiencia en New York
University le ayudó a desarrollar los mismos valores que yo tengo; sus mejores
amigos son un chico afroamericano y una chica india. En los dos años que
llevamos juntos, hemos compartido mucho sobre nuestras culturas respectivas.
Sabrina ayudó a mi familia a hacer hallacas, mientras que un video que ella
tomó de mi reacción al comerme una pata de pollo, acumuló más de un millón de
vistas en la versión china de Tik Tok.
Después de planear nuestro compromiso y nuestra boda,
en enero viajamos desde Nueva York a Shenyang, en China, para que yo pudiera
volver a ver a sus padres y conocer al resto de su familia. Unos días después
de que llegáramos, el 23, en China implantaron las medidas de confinamiento. Ya
sabíamos de esa enfermedad, pero no nos había causado demasiada preocupación
hasta ese momento; se suponía que solamente se podía transmitir de un animal a
una persona. Los padres de Sabrina, al ver que empeoraba la crisis del covid-19
dentro de China, nos adelantaron tres días el viaje de regreso. La decisión me
parecía excesiva, sobre todo porque acabábamos de hacer un viaje de catorce
horas, pero tenían razón. Horas después de cambiar el viaje, el gobierno
americano anunció que se prohibirían los vuelos desde China esa misma semana.
El nuestro llegó unas pocas horas antes de que entrara en vigencia la
prohibición, el 2 de febrero.
Acababa de ver al pueblo chino en modo de solidaridad
total. Ciudades con solo diez casos reportados y diez millones de habitantes
cerraron por completo, un sacrificio que sería impensable en Estados Unidos
poco después, cuando la propagación del virus coincidió con el sagrado e
inevitable Spring Break.
Sabrina y yo pasamos los peores meses de la crisis
estadounidense en la ciudad más densa y más afectada del país entero. Compartir
ese tiempo en un estudio de 31 metros cuadrados en Manhattan no fue fácil, pero
también me confirmó que ella es la persona con la cual quiero pasar por
momentos tan difíciles como estos.
Para mí, como inmigrante, esa conexión con los demás
es literal en términos de telecomunicaciones: realmente dependes de las
videollamadas. La crisis nos presentó una oportunidad única para celebrar
nuestra boda con el mundo entero.
Sin covid-19, una boda virtual no tendría mucho
sentido. El primer pensamiento que tendría un invitado es que los novios
intentaban ahorrar dinero, o tal vez evitar ver a ciertos familiares
indeseables. Pero la pandemia también nos aseguró una alta tasa de asistencia:
nadie tenía mucho más que hacer de todos modos.
Estar en Nueva York durante la pandemia tuvo sus
beneficios. Nos permitió encontrar el lugar perfecto para tener una boda
pequeña con mi familia, guardando las distancias. Si no fuera por mis viajes diarios
al Central Park, no hubiera encontrado el santuario natural Hallett, un área
aislada con vistas hermosas de uno de los lagos. Estar en NYC también permitió
que mis abuelos asistieran a la ceremonia. No los habíamos visto desde el
comienzo de la cuarentena, y me causó mucha felicidad poder reunirme con ellos
de nuevo, después de que ambos abuelos se enfermaron de lo que sospechamos fue
covid-19. Mi abuelo no comió por una semana y perdió más de veinte kilos
durante el mes que estuvo enfermo. Recuerdo a mi familia, en plan de comedia
macabra, diciéndole a mis abuelos que tenían que mantenerse vivos para asistir
a la boda.
Por eso la ceremonia fue una especie de recompensa
para todos nosotros, pero particularmente para ellos. Me gusta pensar que eso
significa que si valoramos las conexiones que todos tenemos entre nosotros,
podemos superar este reto.
Tomado de: https://www.cinco8.com/perspectivas/un-boda-chino-venezolana-en-nueva-york-y-en-pandemia/
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