Francisco Fernández-Carvajal 21 de julio de
2020
@hablarcondios
— Nos enseña a buscar a
Jesús en toda circunstancia.
— Reconoce a Jesús
cuando la llama por su nombre. Su alegría ante Cristo resucitado.
— Es enviada por el
Señor a los Apóstoles. La alegría de todo apostolado.
I. Oh
Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo, mi alma está sedienta de ti; // mi carne
tiene ansia de ti, // como tierra reseca, agostada, sin agua1, leemos en el Salmo responsorial de la Misa.
Al cabo de veinte siglos resultan conmovedores la
delicadeza, la fidelidad y el amor de María Magdalena por Jesús. San Juan nos
narra en el Evangelio de la Misa2 cómo esta mujer se dirigió al sepulcro en cuanto se lo
permitió el descanso sabático, cuando todavía estaba oscuro, en
busca del Cuerpo muerto de su Señor. Él la había librado del Maligno3 y la gracia fructificó en su corazón, siguió fielmente al
Maestro en algunos de sus viajes apostólicos y le sirvió generosamente con sus
bienes. En los momentos terribles de la crucifixión permaneció en el Calvario4, cerca de quien la había curado de sus males. Es más, cuando
depositaron a Jesús en el sepulcro, ella permaneció cerca haciéndole compañía,
como hemos hecho nosotros quizá junto al cadáver de una persona amada. Lo
consigna San Mateo: Estaban allí María Magdalena y la otra María
sentadas frente al sepulcro5.
Pasado el sábado, al alborear el día primero de la
semana6, se dirigió con otras santas mujeres al lugar donde se
encontraba el Cuerpo de Jesús, para embalsamarlo. Pero el Señor ya no está
allí: ¡ha resucitado! Ve la piedra corrida y el sepulcro vacío; entonces
echó a correr, fue a Simón y al otro discípulo al que amaba Jesús, y les dijo:
Se han llevado al Señor del sepulcro y no sabemos dónde lo han puesto7. Pedro y Juan salieron corriendo hacia el sepulcro vacío. San
Juan nos cuenta que aquel momento fue definitivo en su vida: vio y
creyó8. Ambos Apóstoles se volvieron de nuevo a casa9, pero María se quedó allí, llorando por la ausencia del Cuerpo
del Maestro. Con una tristeza indefinible, sin creer aún en la Resurrección,
persevera, no se quiere separar del lugar donde vio por última vez el Cuerpo
adorable del Maestro.
Nosotros consideramos hoy «la intensidad del amor que
ardía en el corazón de aquella mujer, que no se apartaba del sepulcro, aunque
los discípulos se habían marchado de allí. Buscaba al que no había hallado, lo
buscaba llorando y, encendida en el fuego de su amor, ardía en deseos de aquel
de quien pensaba que se habían llevado. Por esto ella fue la única en verlo
entonces, porque se había quedado buscándolo, pues lo que da fuerza a las
buenas obras es la perseverancia en ellas»10. No dejemos nosotros de buscar siempre a Jesús; también en
los momentos en los que, si el Señor lo permite, el desaliento o la oscuridad
penetren en el alma. No olvidemos nunca que Él siempre está muy cerca de
nuestra vida, aunque no lo veamos. Siempre está cercano, porque, como dice el
Apóstol, «“Dominus prope est”! - el Señor me sigue de cerca. Caminaré con Él,
por tanto, bien seguro, ya que el Señor es mi Padre..., y con su ayuda cumpliré
su amable Voluntad, aunque me cueste»11.
II. Por su
perseverancia en buscarle, por su gran amor, María Magdalena recibió el don de
ser la primera persona a la que Jesús se apareció12. Al principio, María no reconoció a Jesús, a pesar de estar a
su lado. San Juan nos dice que se volvió atrás y vio a Jesús de pie,
pero no sabía que era Jesús13. A pesar de que le habló no se dio cuenta de que era Cristo
¡vivo! quien estaba a su lado: Mujer le dijo el Señor, ¿por
qué lloras? ¿A quién buscas?14, Las lágrimas no la dejaban ver al Maestro, a quien
adivinamos sonriendo, feliz con el encuentro, como cuando se dirige a nosotros,
que le buscamos sin cesar, porque Él es el mismo entonces y ahora. Ella,
pensando que era el hortelano, le dijo: Señor, si te lo has llevado tú, dime
dónde le has puesto y yo lo recogeré15. Entonces, Jesús la llamó por su nombre, con la entonación
propia que el Maestro empleaba cuando se dirigía a ella. Jesús le dijo:
¡María!16. Todos los nubarrones, almacenados en su corazón desde tres
días atrás, desaparecieron de golpe. «¡Cuántas penas interiores, cuántos
tormentos del espíritu causados por un gran amor y para los que parecía no
haber consuelo, se han deshecho como la espuma ante una sola palabra de Jesús!»17. ¡Tantas veces! Y como un río incontenible, como si todo
hubiera sido una pesadilla, María le mira y le dice: Rabboni! ¡Maestro!18. San Juan ha querido dejarnos, como si fuera una realidad
intraducible, el término hebreo, familiar, con el que tantas veces le llamó.
«Se le buscaba muerto comenta San Agustín-, y se
presentó vivo. ¿Cómo vivo? La llama por su nombre: María, y ella
responde al instante nada más oír su nombre: Rabboni. El hortelano
pudo haber dicho “¿A quién buscas? ¿Por qué lloras?”; María, en
cambio, solo Cristo podía decirlo. La llamó por su nombre el mismo que la llamó
al reino de los cielos. Pronunció el nombre que había escrito en su
libro: María. Y ella: Rabboni, que significa “Maestro”.
Ya había reconocido a quien la iluminaba para que lo reconociera; ya veía a
Cristo en quien antes había visto a un hortelano. Y el Señor le dijo: No
me toques, pues aún no he subido a mi Padre (Jn 20, 17)»19.
¡Cómo desaparecen nuestros pesares cuando descubrimos
a Jesús vivo, glorioso, que está a nuestro lado y que nos llama por nuestro
nombre! ¡Qué alegría encontrarle tan próximo, tan familiar, poderle llamar con
nuestro acento peculiar, que Él bien conoce! Nuestra oración es nuestra dicha más
profunda. Y también el soporte donde se apoya la vida entera. No dejemos de
buscarle si alguna vez no le vemos; si perseveramos, Él se hará encontradizo
con nosotros y nos llamará por el apelativo familiar, y recobraremos la paz y
la alegría, si la hubiéramos perdido. Una sola palabra de Jesús nos devuelve la
esperanza y los deseos de recomenzar. No olvidemos, en ninguna situación, que
«el día del triunfo del Señor, de su Resurrección, es definitivo. ¿Dónde están
los soldados que había puesto la autoridad? ¿Dónde están los sellos, que habían
colocado sobre la piedra del sepulcro? ¿Dónde están los que condenaron al
Maestro? ¿Dónde están los que crucificaron a Jesús?... Ante su victoria, se
produce la gran huida de los pobres miserables.
»Llénate de esperanza: Jesucristo vence siempre»20. También vence en nuestra vida, triunfa sobre aquellos
defectos y flaquezas que podrían parecer inamovibles.
III.
Después de consolar a María, Jesús le da un mensaje para los Apóstoles, a
quienes llama con el apelativo entrañable de hermanos. Y fue María
Magdalena y anunció a los discípulos: ¡He visto al Señor!, y a continuación
les contó todo lo que había sucedido21. Nos imaginamos la alegría con que María pronunciaría estas
palabras: ¡He visto al Señor! Es el gozo y alegría de todo
apostolado en el que anunciamos a los demás, de mil formas distintas, que Jesús
vive. Y comenta Santo Tomás de Aquino: «Por esta mujer, que fue la más solícita
en reconocer el sepulcro de Cristo, se designa a toda persona que ansía conocer
la verdad divina y, por tanto, es digna de anunciar a los demás el conocimiento
de tal gracia, como María lo anunció a los discípulos, para que no deba ser
reprendida por haber escondido el talento». Y concluye el Santo Doctor: «No se
os ha concedido este gozo para que lo ocultéis en el secreto de vuestro
corazón, sino para enseñarlo a los que aman»22, para publicarlo a los cuatro vientos. Quien encuentra a
Cristo en su vida, lo encuentra para todos. La noticia de la Resurrección se
propagó como un incendio en los primeros siglos; los cristianos eran
conscientes de ser portadores de la Buena Nueva, los discípulos
gozosos de Aquel que murió por todos y resucitó al tercer día, como
había predicho. Eran un pueblo feliz en medio de un mundo triste; y su
alegría, como la nuestra, procedía de estar cerca de Cristo vivo. El apostolado
es siempre la comunicación de un mensaje alegre, el más gozoso de todos.
Hoy pedimos a Santa María Magdalena que nos alcance
del Señor su amor y su perseverancia en buscarle. Y que ya que a ella, antes
que a nadie, le confió la misión de anunciar a los suyos la alegría
pascual, nos conceda a nosotros la alegría de anunciar siempre a
Cristo resucitado y verle un día glorioso en el reino de los cielos23. Allí le contemplaremos, también a Santa María, Madre de Dios
y Madre nuestra, que nunca se ha separado de nuestro lado. Y veremos con
particular gozo a todos aquellos a quienes anunciamos, a través tantas veces de
la amistad, que Cristo resucitado sigue entre nosotros.
1 Salmo
responsorial. Sal 62, 2. —
2 Jn 20,
1-2; 11-18. —
3 Lc 8,
2. —
4 Cfr. Mt 27,
56. —
5 Mt 27,
61. —
6 Cfr. Mt 28,
1. —
7 Jn 20,
2. —
8 Cfr. Jn.
20, 8. —
9 Jn 20,
10. —
10 Liturgia
de las Horas, Segunda lectura. San Gregorio
Magno. Homilías sobre los evangelios, 25, 1-2. —
11 Cfr. San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 53. —
12 Mc 16,
9 —
13 Jn 20,
14. —
14 Jn 20,
15. —
15 Jn 20,
15. —
16 Jn 20,
16. —
17 M.
J. Indart, Jesús en su mundo, Herder, Barcelona 1963, p.
124. —
18 Jn 20,
16. —
19 San
Agustín, Sermón 246, 3-4. —
20 San
Josemaría Escrivá, Forja, Rialp, 2.ª ed., Madrid 1987, n.
660. —
21 Cfr. Jn 20,
18. —
22 Santo
Tomás, en Catena Aurea, vol. VIII, p. 400. —
23 Cfr. Oración
colecta de la Misa.
*Era originaria de Magdala, pequeña ciudad de Galilea
al noroeste del lago de Tiberíades. Formó parte del grupo de mujeres que seguía
a Jesús y le atendía con sus bienes. Estuvo presente en el Calvario y, en la
madrugada del día de Pascua, tuvo el privilegio de ser la primera, después de
la Virgen, que vio al Redentor resucitado, a quien conoció cuando la llamó por
su nombre. Su culto se extendió considerablemente en la Iglesia de Occidente
durante la Edad Media. No parece probable que fuera la misma que aquella que
derramó sobre los pies de Jesús un frasco de alabastro en casa de Simón el
fariseo.
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