Por Laureano Márquez
El 14 de julio de 1816
en el Penal de las Cuatro Torres del arsenal de La Carraca, muere el precursor
de la independencia venezolana, Sebastián Francisco de Miranda. Antes había
estado preso en Puerto Rico, en Puerto Cabello y en La Guaira, donde había sido
entregado a las autoridades españolas por sus paisanos y compañeros de la gesta
independentista, quienes consideraron que su capitulación ante Monteverde era
una traición injustificable.
A uno le da cosa con
Miranda: exitoso en todas las revoluciones de su tiempo, fracasó en la suya, la
que siempre le había inspirado. Logró sortear todos los peligros, cambio de
identidad varias veces para ocultarse de persecuciones, sobrevivió a expediciones
y batallas, logró evadir la guillotina en la Revolución Francesa –cuya
conmemoración es también, casualmente, el 14 de julio– pero no logró salir
ileso de sus paisanos.
Sus últimos años fueron
muy duros, las condenas de las que se libró de joven le cayeron juntas en su
vejez. Michelena lo pinta en esa imagen que para nosotros es emblemática,
meditando recostado en su catre en la celda de Cadiz, desde allí nos sigue
mirando con una inescrutable tristeza que, a veces, según esté nuestro ánimo,
parece decepción y otras la actitud interrogante de quien espera grandes cosas
del espectador que le contempla, como diciéndonos: “¿y entonces? ¿Y la libertad
pa’cuando?”
A Miranda tampoco lo
hemos sabido reconocer bien post mortem. Sigue siendo el “hijo de la panadera”,
que diría nuestra brillante historiadora Inés Quintero. No tiene tumba sino
“cenotafio”, una palabra casi tan fea como xenofobia y que se usa para designar
a una tumba vacía de alguien cuyos restos no se han encontrado (ni buscado
mucho en este caso). La plaza Miranda frente a las Torres del Silencio es una
de las plazas menos atractivas de Caracas para el transeúnte y la avenida
Francisco de Miranda la de peor tráfico.
El estado Miranda es
uno de los más complicados de entender, un estado que ocupa la mayor parte de
Caracas, pero cuya capital está en Los Teques. Hasta con nuestro signo
monetario a Miranda se le ha maltratado: si recuerdan los tiempos en que
Venezuela tenía billetes, al que se le puso la imagen de Miranda fue al de dos
bolívares y eso porque no había billete de menor denominación que asignarle.
Hasta el chigüire* tuvo más suerte que aparecía en el de cinco.
(*) Para que no me
vayan a caer encima en cambote: sé que no es un chigüire, sino un armadillo, el
animal que aparecía en los billetes de cinco bolívares. Pero chigüire suena más
gracioso. No sé qué magia tienen las palabras con “ch” (Chespirito lo sabía
bien) que por sí mismas son graciosas y divertidas, con la sola excepción de un
apellido que asociado a su dueño nos recuerda la peor tragedia de nuestra
historia.
20-07-20
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