Le propongo a Pedro
Enrique Rodríguez* un asunto que resumo en una frase: la dimensión psicológica
del chavismo. En su mirada, Rodríguez va más allá de lo superficial y se
adentra en lo abigarrado, en las imposibilidades, en el dolor y el sufrimiento
que ha causado el enorme desequilibrio entre un ciudadano, permanentemente
vapuleado por distintas formas de violencia y el poder de un Estado que está a
punto de cruzar la frontera del totalitarismo.
En el discurso del
chavismo, significado y significante no necesariamente guardan una relación
estrecha. No son los componentes de una relación biunívoca. De ahí que un hecho
comprobable como la destrucción del aparato productivo siga siendo una tragedia
que apenas despierta algo menos que un bostezo. “No es sólo una discusión
económica, sino una discusión psicosocial”, dice Rodríguez. El análisis, si
bien racional, pero que elude la complejidad, resulta insuficiente y parcial.
Incapaz de allanar el camino para que se consideren los puntos clave de una
realidad cada vez más oscura.
Quizás una mirada
distante —Rodríguez actualmente vive en Colombia—, pero ajustada a la realidad
venezolana en las aulas de la Universidad Católica Andrés Bello, nos ayude a
clarificar el momento y los desafíos que actualmente estamos viviendo.
¿Qué tan deteriorada
está la psiquis de los venezolanos?
A medida que vemos —a
lo largo de los años— el proceso que nos ha tocado vivir como país, una de las
palabras que nos acompañan a muchos, tanto en la observación como en la
vivencia, es el profundo sentido de deterioro, de desgaste y de daño. Lo que ha
sido calificado como una crisis humanitaria compleja, los difíciles indicadores
que tenemos (a pesar de la opacidad de los registros oficiales), así como las
voces que podemos escuchar, nos muestran muy claramente la magnitud del daño y
del deterioro. Diría que Venezuela es un lugar de terrible sufrimiento y eso
tiene que ver con el hecho de que los costos —de lo que fue el proyecto
imaginado por el teniente coronel Hugo Chávez— han tenido implicaciones,
increíblemente significativas, tanto en el terreno de lo objetivo como en el
terreno de lo subjetivo. Hay una idea que propone la psicólogo social brasileña
Bader Sawala, autora del término “sufrimiento ético-político” y otra psicóloga
argentina, Silvia Blechmar, que habla de “dolor país”. Esas dos ideas
interceptan la vida social de Venezuela en todos los planos. Lo hemos visto,
más allá de cualquier dimensión personal y desde hace muchos años, en la
violencia: el temor a los asaltos, las experiencias de secuestro, propias o no.
Es decir, hay una gran cantidad de elementos que dañan la sensación de
convivencia, a lo que viene a sumarse la terrible condición migratoria que se
activó, de una manera dramática, en 2016, lo que ha supuesto separaciones,
pérdidas, duelo, tragedias, que se reflejan en quienes están dentro y fuera del
país. Vemos también la incertidumbre cotidiana y esos pequeños, y a veces
secretos, episodios privados, que también delatan ese sufrimiento.
¿Qué es lo que se ha
venido acumulando para que la vida de los venezolanos termine secuestrada por
episodios de angustia y ansiedad?
A lo largo de 20 años,
podemos ver cómo el chavismo ha ido construyendo una larga negación a las
necesidades, a las vivencias de todo un conjunto social. No me estoy
refiriendo, en lo más mínimo, a las distintas voces, digamos, a la diversidad,
que debería existir en una democracia, sino a las necesidades básicas de los
más humildes, a quienes supuestamente venían a salvar. Me haces esa pregunta y
pienso en los eventos más recientes: la manera en que el discurso oficial ha
construido la idea de una supuesta amenaza bioterrorista por parte de los
caminantes que huyeron de Venezuela (el 70 por ciento lo hizo para escapar del
hambre), pero que ahora regresan porque las condiciones en los países de
acogida se han vuelto dificilísimas a raíz de la pandemia. Estas personas no
son amenazas biológicas. Son seres humanos. El chavismo puede escribir una
utopía sobre lo humano, pero en sus registros tiene que ajustarse a las
exigencias —muy, muy claras— de su prescripción ideológica y de sus
expectativas con respecto a quienes debemos ser como sujetos sociales y como
sociedad. Ahí está ese primer elemento de lo que es invisible y eso es
importante decirlo. Venezuela es un país donde hay una cantidad de relatos,
pero que dejó de registrar lo que le ocurre a su sociedad, a su comunidad, de
una manera que sólo puede entenderse como intento de proteger un discurso
político que está por encima de la necesidad de los ciudadanos.
Y por encima de las
realidades, ¿no?
Voy a referir un
episodio. A mí me contacta un funcionario del Ministerio de Educación, me dice
que está desarrollando un proyecto con niños y temas relacionados con la
pobreza. Yo venía trabajando eso en mi trabajo investigativo. Me reúno con esta
persona y le digo que necesito unos datos, porque resulta que desde el segundo
semestre de 2015, año en que colapsó el ingreso petrolero y por lo tanto
empezaron a dispararse los indicadores macro sociales, no hay registros de la
pobreza. Esa persona me dice que ni siquiera los conoce, porque pueden ser
usados por la oposición contra el Gobierno. Creo que ese episodio describe, de
forma precisa, lo que es la lógica psicosocial dentro del Gobierno y el
chavismo. El chavismo se ha entendido —una y otra vez— en una lucha titánica,
repleta de héroes. ¿Me dices que el comando de campaña se llama Darío Vivas?
Así, la noticia lamentable por la pérdida de una vida humana se convierte en un
acto heroico. Igualmente ha pasado en otras dimensiones. ¿Por qué? Porque el
chavismo entiende la realidad psicosocial como un combate. Bueno, la persona
que disiente, originalmente, fue descrita por el señor Hugo Chávez como un
escuálido. El chavismo crea la primera psicopatología del siglo XXI. El
concepto de disociación psicótica.
La tesis de la guerra
económica —que parece risible justamente porque no tiene sustento ni correlato
con la realidad— ha tenido éxito al menos en ciertos sectores de la sociedad
venezolana. ¿Qué piensas alrededor de este planteamiento?
No tengo la menor duda.
No solamente en ciertos sectores de la población venezolana sino del mundo. Por
eso tenemos que entender que la discusión de lo que ocurre en Venezuela
continuamente nos pone a confrontar evidencias, eventos, elementos que pudieran
ser constatables, verificables, y la poderosa estructura de los discursos y de
la propaganda. En la década de 1980, Ignacio Martín-Baró, destacado psicólogo
social, hablaba de las características de la psicología social de la guerra:
una de ellas es la mentira institucionalizada (las otras tres son la
polarización, la violencia y el trauma psicosocial). Detengámonos en la
primera. La mentira se convierte en una institución a favor del grupo político
o del grupo militar en cuestión.
Tenemos todas esas
barajitas, ¿no?
Todas, todas. Sin duda.
Venezuela es un escenario que reproduce muchos de los componentes que podrías
encontrar en una situación de guerra, incluso con muertes objetivas, muertes
verificables. Yo estoy de acuerdo. La idea de que hay una guerra económica
terrible ha sido, además, inteligentemente trazada. La otra cuestión es que es
bastante improbable que personas, incluso muy bien intencionadas, no consideren
valioso, al menos en el plano declarativo, la supuesta lucha contra el
imperialismo. ¿Qué hizo el chavismo cuando se aplicaron las primeras sanciones
bajo la administración Obama? Recoger firmas como una forma de defender al país
y a sus ciudadanos, de un gobierno imperialista que había declarado a
Venezuela como una «amenaza directa» a los intereses de los Estados Unidos.
Desde antes, y aún mucho después, se ha construido el relato —producto de
una guerra externa— que ha triunfado. Tenemos que recordar todas las empresas
que antes de la crisis fueron expropiadas, las cuales —en su momento— han
fracasado. El aparato productivo fue aniquilado y eso es absolutamente
verificable e inherente al chavismo. Lo que pasa es que ésa no es sólo una
discusión económica sino una discusión psicosocial, en el sentido de que eso
ocurre como un evento, pero la narrativa que hace el chavismo toma distancia,
entre otras cosas, porque produce un giro dentro de lo que es la mentira
institucionalizada, porque se puede mentir y lo que significa el hecho de
mentir.
El teniente coronel
Hugo Chávez era un hombre formado para la guerra. ¿Qué de raro tendría entonces
que se impusiera esa tesis? ¿Pudiera haber otros aportes, otros ingredientes y
una dirección que va más allá de lo que sería el pensamiento militar?
El chavismo siempre se
ha presentado como un movimiento cívico militar, ellos mismos reconocen la
dimensión militar que hay en su origen, pero también habría que sumar la lógica
autoritaria que abreva del acendrado autoritarismo que nos ha acompañado,
siendo benevolentes, durante todo el siglo XX. Se añade, además, la
construcción de una narrativa heroica, utópica, independientemente de las
consecuencias que podríamos encontrar en la sociedad. Es algo verificable. El
chavismo, desde sus inicios, piensa con una lógica militar, actúa con una
lógica de guerra, bajo una estructura autoritaria y, en ese sentido, asuntos
esenciales para la democracia como la diversidad de pensamiento o la separación
de poderes son cosas realmente prescindibles. El chavismo se narró y se sigue
narrando a sí mismo como una utopía de redención, que decide internamente cuán
lograda está la redención, independientemente de las vivencias que tiene la
población a la cual somete. A estas alturas eso debería ser evidente, a menos
que la ignorancia o los intereses nieguen esa observación.
Lo curioso, pero
también lo dramático, es que ese discurso haya calado en la psiquis de los
venezolanos, porque a partir de ese punto se le pudiera pedir a la población,
una y otra vez, mayores sacrificios, sin que esperes un logro o una
satisfacción. ¿Qué efectos tiene esto sobre la gente?
Yo introduciría un
matiz. Hay una larga tradición —documentada por Maritza Montero a partir de la
década de 1970— en la que hay una auto percepción negativa que nos ha
acompañado en nuestra psicohistoria durante muchísimo tiempo, pero así como el
chavismo logró calar en todos los niveles de la sociedad —desde los llamados
bolichicos hasta contextos muy precarios—, ya sea con negocios corruptos,
programas sociales o un discurso propagandístico, en el cual se puede mentir,
también hay que decir que a lo largo de estos 20 años, Venezuela ha tenido una
población civil con deseos, anhelos de transformación y de libertades que no
podemos olvidar. Éste es un momento muy difícil, una hora muy oscura. Hay un
desencanto muy grande y una secuencia de episodios que nos han llevado a una
suerte de melancolía social. Pero antes o después —tomemos en cuenta eso— han
existido respuestas significativas. Las protestas están documentadas. Eso no ha
dejado de ocurrir. Allí están los testimonios de las personas que, al poner un
pie en la calle, ratifican su deseo, su convicción, de seguir luchando por la democracia
y la libertad. Lo que no podemos perder de vista es que el chavismo diseñó una
estructura donde una cantidad de intereses fueron satisfechos, mientras el
flujo de dinero llegaba al país. Eso lo tenemos que aceptar con un sentido de
autocrítica. Eso pasó, eso ocurrió.
El señor Nicolás Maduro
está realmente cómodo en el gobierno, lo único que le preocupa son las
sanciones y la presión internacional. En el plano interno, «la oposición lo ha
intentado todo, pero el señor Maduro sigue en el Palacio de Miraflores» (López
Maya). ¿Qué peso le asigna al fracaso de la oposición en este drama psicosocial
que vivimos los venezolanos?
Hay algo obvio, pero
que se nos olvida. Una de las razones por la cual la oposición no ha podido
derrocar al chavismo es porque no tiene el poder para hacerlo. Eso no significa
que podamos omitir una cantidad de errores y torpezas, a lo largo de nuestra
historia como sociedad y como grupo opositor. Hay que decir que en otras
circunstancias, ante gobiernos menos autoritarios y con una mayor capacidad de
poder escuchar el descontento social, hubo desenlaces que potencialmente
permitieron transformar situaciones. Creo que hay una dimensión clave ahí. El
chavismo ha sido muy poderoso en las diferentes formas de control, en todos los
niveles —político, económico, militar, social, represivo— y ese hecho no puede
desdeñarse. Al mismo tiempo, podemos observar un proceso muy dramático de
desgaste, de sufrimiento y en algunas ocasiones de traumatización. Creo que eso
ha producido un efecto importante en el grupo opositor relacionado con el hecho
de que hay momentos en los que pudiesen encontrarse miradas que pueden ir desde
una especie de idealización, de sueño, de fantasía, de salvación —la más
reciente es la idea de una invasión comandada por Trump— hay allí una mezcla de
ingenuidad y soberbia. A pesar de tantos años, creo que el grupo opositor sigue
cometiendo muchas ingenuidades y eso es denunciable en las figuras de
representación política.
Dijo que estamos
próximos a «la melancolía social», yo creo que estamos inmersos y navegando en
esa emoción. ¿Podemos hablar de entusiasmo, de optimismo, frente a un proceso
electoral como el que tenemos a la vuelta de la esquina? Hay una ambivalencia
muy contradictoria.
Yo diría que el hecho
de las elecciones, más allá de si se realizan o no, y el drama por el que
atraviesa el grupo opositor, plantea una idea clave: más que entusiasmo y
optimismo —cuya sugerencia sería una receta irrespetuosa— nos enfrentamos a un
reto que no deja de ser muy exigente. ¿Podemos como sociedad ser eso que el
premio Nobel Elie Wiesel llama una «minoría activa», entendiendo que podemos
ser una mayoría numérica, pero una minoría en cuanto al poder? Una de las
características que distingue a la «minoría activa» es que tiene convicciones,
un discurso coherente —internamente como minoría— y, frecuentemente, una noción
de justicia. Yo creo que ésa es la discusión. Es decir, el problema no es si la
cuestión es de izquierdas o de derechas, por supuesto hay una discusión de ese
asunto muy obvia. El problema no es si hay o no imperialismo, porque
evidentemente lo hay y de todos los tipos —en Venezuela hay un control evidente
por parte de potencias extranjeras—. No. El punto es si nosotros estamos en
capacidad de poder sostener el hecho de que el chavismo, de forma explícita, ha
producido dolor, sufrimiento y daño en toda la población civil y no hay ningún
elemento que nos haga pensar que dejará de hacerlo, si eso favorece sus
intereses. Nosotros, como minoría activa, tenemos que tener intactas las metas
de poder construir una sociedad justa, responsable, equitativa. Me preocupa, y
lo digo como psicólogo, el hecho de que tantas personas puedan creer que el
ideal de justicia social puede ser una especie de socialismo radical. Nosotros
tenemos que salir de esta pesadilla con un sentido de la justicia social, de
equidad y con instituciones fuertes, autónomas, independientes. Ahí es donde
creo que está la lucha.
Puede ser parte de un
discurso, pero quizás sea insuficiente. Realmente es muy difícil identificar y
llegar al punto de inflexión que nos lleve a una situación distinta.
Sabemos que cuando
vamos a elecciones, si las ganamos o las perdemos, nos sigue pasando más o
menos lo mismo. Es una aseveración trágica, pero hay suficientes evidencias que
lo demuestran. La pregunta es si vamos a poder seguir sosteniendo si el
problema es únicamente el chavismo y que la forma de vencer al chavismo es no
reproducir —en nuestra vida psíquica y en nuestra vida social— nuevas maneras
de chavismo en nuestro futuro.
Vemos las salidas
mágicas, los planteamientos que no tienen asidero en la realidad. Una minoría
en el poder que piensa como mayoría. Una mayoría que no tiene en sus manos los
elementos del poder, pero es capaz de «dictar cátedra». Pareciera que el sujeto
opositor tiene enormes dificultades para plantarse frente a la realidad. ¿A qué
obedece esa incapacidad?
Yo creo que eso es
cierto, pero también creo que se podría ver con mayor justicia, en un contexto
más amplio, cuando tomamos, por ejemplo, el caso de la violencia de género. Es
decir, más del 50 por ciento de las mujeres en nuestra cultura, en algún
momento, son víctimas de algún tipo de violencia de género. El error sería
pensar que esas mujeres viven ese hecho de manera voluntaria o por su propio
deseo. La violencia ocurre con frecuencia porque hay un desequilibrio de
poder. Eso podría ser trasladado a la situación del país. Creo que tenemos
que diferenciar entre el ciudadano opositor y los líderes que han asumido esas
posiciones. El ciudadano opositor, que puede estar muy furioso e incluso
suscribir ideas mágicas, lo tenemos que ver en su realidad: un sujeto
sistemáticamente vapuleado por un Estado que supuestamente debería protegerlo.
¿Realmente el Estado
renunció al uso legítimo de la violencia? ¿O sencillamente se convirtió en el
brazo ejecutor de «la prescripción ideológica del chavismo»?
Estamos hablando de una
práctica, continua y sistemática, de distintas formas de violencia. Lo hemos
visto cuando las fuerzas del Estado han asesinado a personas. Sabemos que la
situación económica actual ha sumido a la población en una situación de pobreza
y hambre. Desde hace años sabemos que los sistemas de salud han colapsado. Si
perdemos esto de vista, creo que cometemos una injusticia. Estamos sometidos a
un autoritarismo con unas dimensiones increíblemente grandes. A un daño, a un
sufrimiento incuantificable en su población civil. Corremos el peligro de que
lleguemos a creer en esa vieja, fantasiosa y absurda idea de que «querer es
poder». O en esa aún más lamentable y difundida idea de que «el universo
conspira a tu favor», como nos han querido hacer creer escritores tan poco
confiables como Pablo Coelho. Muchas de las cosas que están ocurriendo obedecen
también a un torque, a una dimensión, que vemos en la realidad y es que estamos
bajo una situación de desequilibrio terriblemente grande del poder. Y eso daña,
oxida, la instancia psíquica, produce diferentes costos y es parte del enorme
esfuerzo de poder resistir.
* Psicólogo
clínico-comunitario por la Universidad Católica Andrés Bello. Doctor en
Psicología por la Universidad Central de Venezuela. Profesor e investigador del
Instituto de Psicología de la Universidad del Valle, Cali, Colombia. Próximo a
publicar el libro “Dimensiones de la exclusión psicosocial”.
13-09-20
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