Supongamos una
negociación para transar intereses contrapuestos entre oposición y gobierno.
Los de la oposición deben recorrer una vía con numerosos semáforos que pueden
programarse manualmente o en conjunto desde una computadora central.
Ambas programaciones
están controladas autoritariamente por el otro negociador. Pero se ha planteado
un acuerdo, cada uno con su particular interés, para mejorar algunas
condiciones de circulación. No para eliminar todas las restricciones porque el
controlador no cederá su poder. El acuerdo, es medio útil para cada parte, pero
tendencialmente se mueve a favor, de modo lento e imperfecto, a abrir una luz
que no existe en Cuba o en Corea del norte.
La obligación de los
demócratas es confluir para que los semáforos se programen según derechos y
deberes iguales para todos, eliminar privilegios y asegurar garantías de libre
tránsito. Se puede seguir con el error, con el que estamos tropezando desde el
2002, de fracasar en intentos de asaltar por violencia la central de los
semáforos. O meterse en la vía del sistema, pasar cada semáforo y programarlo
manualmente. La experiencia mundial arroja evidencias de éxito mucho más
exitosas hacia quienes han luchado desde adentro del régimen para alterar sus
reglas. Sobre todo si existe en él una franja pro reformas.
Capriles es el primer
dirigente que, proviniendo de la oposición electoralmente mayoritaria, rompe
con la política extremista que acelera y profundiza el hundimiento de la
oposición en su ya insostenible peor momento. Su giro ocasionó un impacto
inmediato, pero sus efectos positivos se van a sentir más fuertemente a mediano
plazo.
Alentado por las
orientaciones cívicas, no partidistas, emanadas de Fedecámaras y especialmente
de la Conferencia Episcopal, Capriles apuntó a crear una nueva referencia
política que intenta trascender el esquema de acción/reacción defensiva en las
confrontaciones entre gobierno y oposición.
En particular intenta
revertir tres procesos mediante los cuales triunfa el aparato dominante. El
primero, la conversión de opositores demócratas a la cultura autoritaria, lo
que se manifiesta en el fuerte rechazo a la negociación y a los acuerdos; la
descalificación del voto y la preferencia por una intervención de ejércitos
extranjeros o un golpe que fracture a los militares en vez de una elección, aún
con sus abusos ventajistas. El segundo, la creciente capacidad del bloque de
poder para lograr que los opositores asuman conductas inducidas para
favorecerlo, como es el caso de la abstención. El tercero, imponer la
transición hacia el totalitarismo sobre el difícil avance hacia la democracia,
paralizado por una oposición dividida y renuente a cambiar la violencia como su
carta para triunfar.
Es natural que Capriles
albergue dudas y que reciba presiones para impedir que emprenda rectificaciones
que coloquen a la oposición en los desafíos de la política como problema de la gente
y de un país al borde de ser definitivamente excluido del siglo XXI. El
rumbo Capriles quizá sea la última oportunidad para no navegar como una balsa
melliza de los Castro.
La urgencia del hambre,
la pandemia, la privación de la gasolina, la destrucción de la producción y los
ingresos no debe ocultar que solo los cambios políticos e institucionales
podrán sacar a la gente del empobrecimiento brutal y de la humillación
autoritaria. La palanca del renacer de la nación comienza por pelear y lograr
que haya mejores garantías para que los ciudadanos escojan con su voto las
opciones para salir de las crisis que destruyen a Venezuela. Eso implica votar.
En votos la ruta de
Capriles es incierta. Pero es la más segura en términos de reconquistar otros
objetivos sociales y políticos, no electorales. Y puesto que unos y otros deben
estar unidos en una estrategia que more más allá del 6, Capriles debe seguir su
ruta e inscribir candidatos.
Si Capriles vacila,
pierde. Y recibirá otro duro golpe la esperanza de salir de este genocidio que
le mundo no ve aún porque no hay hornos crematorios. Es urgente que los de
afuera vengan y observen.
13-09-20
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