Carolina Gómez-Ávila 13 de septiembre de 2020
Digamos que un día su ánimo le pide ayudar al
necesitado. Quizás no sabe que el hambre sea una de esas calamidades que nunca
vienen solas y supone que, al calmarla en otro, lo dejará sin problemas. De
modo que elige dar de comer al necesitado.
En el proceso nota que esto lo reconforta tanto que
quisiera conservar la sensación, así que decide tomar algunas fotos. En esta
aparece usted cocinando, en esa repartiendo raciones con algunos otros que
también quieren ayudar, en aquella otra está el necesitado. Si usted tiene
suerte lo verá sonreír para la cámara y mostrar agradecimiento; si la tiene él,
lo verá saciar su hambre fingiendo que no está desesperado mientras usted lo
humilla inmortalizando el momento.
Por supuesto que las fotos terminarán en sus redes sociales
—las de usted, el generoso— donde propios y extraños lo aplaudirán por haber
hecho el bien. Sí, en parte usted hizo el bien. Pero lo que creyó hacer por el
hambriento en realidad lo hizo para alimentar su vanidad, la espiritual.
Digamos que usted quiere hacer amigos y en las redes
sociales se muestra tolerante con todo el que llega. No importa si lo agreden
los incontinentes o los que cobran por eso, porque usted camina sobre las
aguas. No devuelve insultos y adopta una elegante indiferencia, sin segregar a
nadie; es decir, actúa la tolerancia. Usted pensará que hace bien, pero sólo
intenta controlar lo que los demás piensan de usted, al precio de su respeto
por sí mismo. Lo hizo por lograr aceptación.
Un paso más. Digamos que usted quiere practicar el
recto proceder, esa cosa tan poco apreciada que es hacer lo correcto y que a
menudo queda en entredicho porque nace en su íntima apreciación sobre lo que es
bueno y lo que es malo. Pero igual, digamos que usted se asoma más allá del
gamelotal, atisba lo que es lo correcto y decide que quiere proceder así en su
vida.
Entonces da de comer al hambriento y no se le ocurre
fotografiar el proceso y logra armonizar la tolerancia con el respeto por sí
mismo sin dar espacio a quienes lo insultan para creerse aceptado. Y huye de
eufemismos y llama a las cosas por su simple y a veces duro nombre.
Y decide que es hora de practicar la ciudadanía,
aunque reconozca que nos educaron mal y que no se trataba de respetar las
señales de tránsito ni de comportarse con modales en la calle. Así que aquí
está, en esta circunstancia horrible, y no sabe bien cómo participar en la vida
política junto a otras generaciones, entregadas todas al ensayo y error. Sin
saber qué es la república ni como regresar a la democracia que debe estar al
servicio de la primera; o peor, diciendo que defiende la república y tomando
decisiones antirrepublicanas y poniendo a las mayorías por encima de las
instituciones.
Entonces entiende que por eso algunos piden suspender
el fraude en curso argumentando la pandemia, aunque lo importante es que es un
proceso violatorio de la constitución desde la conformación de la instancia
arbitral y que, por lo mismo, está viciado de nulidad.
Y entiende que quizás por eso, Capriles amaga con dar
marcha atrás. «Yo lo que estoy planteando es que, si hay condiciones mínimas,
avanzamos; si no las hay, si Maduro no entiende que tiene que haber condiciones
mínimas, pues sencillamente estará solo con su proceso».1
Condiciones mínimas para que su nombre se salve del
gigantesco repudio popular que está sufriendo por su traición a la línea de la
coalición democrática, entiendo yo. Sí, traición. La misma palabra que usé para
calificar lo que hicieron los 4 Gobernadores adecos al juramentarse ante el
esperpento constituyente, la misma que gritamos todos a los diputados alacranes
y luego a los que se confabularon para robarse Acción Democrática, Primero
Justicia (en veremos) y Voluntad Popular. Por cierto, no vi a nadie dar
monsergas llenas de moralina para relativizar esas traiciones como las que he
visto para intentar quitarle el peso a Capriles. Pero en todo caso, incluso si
Capriles decidiera recular, lo estará haciendo por la razón equivocada.
La imagen que acompaña este artículo es de una cara
del relicario de Thomas Becket y describe su vil asesinato en 1170. Becket fue
arzobispo de Canterbury en vida y santo 3 años después. Thomas S. Eliot
describió su historia y su carácter en el poema Asesinato en la
catedral. Tal parece que poco antes de que le dieran muerte, Becket
comprendió que la ambición aparece cuando el vigor juvenil se apaga y que, cuando
ya no nos parece posible alcanzar ciertas cosas, la tentación del pecado se
esconde tras la práctica del bien.
O sea, eso que no han entendido quienes publican fotos
en las que dan de comer al hambriento para que todos digamos que son buenos, ni
quienes aguantan el escarnio público con voz queda para no perder seguidores en
las redes sociales. Eso es lo mismo que tampoco han entendido los populistas
que contaminan la actividad política, como Capriles, a quien parece haber
dejado este mensaje Santo Tomás de Canterbury en la pluma de Eliot:
«Ahora mi camino está despejado, ahora el significado
está claro.
La tentación no vendrá de esta manera otra vez.
La última tentación es la mayor traición:
Hacer lo correcto por la razón equivocada»
1 https://youtu.be/ShpIOLFdM40 (24:46 –
25:00)
Carolina
Gómez-Ávila
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